jueves, 30 de julio de 2009

DERRIBAR UNA MONTAÑA, (Cuento), Frank Correa

--¡A mí la legión...¡ --grité cuando salí al jardín. La discusión con Sara estaba tomando un trágico matiz. Como por arte de magia, o extraña casualidad, el Peugeut chapa Tur rentado por Nanín Verbena, se detuvo en aquel momento frente a mi casa. El español y su esposa Doña Elsa, bajaron del auto. Les abrí la puerta.
--¡Qué coincidencia! ¡Acabo de hacer el llamado de La Legión Blanca... y enseguida apareces!
--¡Ostias! ¡Aquí estoy! -- me estrechó la mano. Saludé con un beso a Doña Elsa. La bienvenida pareció otra prueba de mi raro comportamiento. Lo cierto es, que dí el grito insigne y desesperado de la Legión Blanca española y en el acto, hallé respuesta.
--Tomen asientos.
--Se respira tensión en el aire. ¿Sucede algo? –Doña Elsa posee un sexto sentido para intuir situaciones penosas. Colocó su bolso sobre las piernas. Disfrutó por unos instantes la tirantez ambiental. Nanín, como soldado que sigue instrucciones del alto mando, hizo breve valoración del entorno. Asintió en complicidad a su mujer con una leve sonrisa. Luego rompió la inercia con un sarcasmo.
--¡Tenéis buenos zapatos...!
No me apena andar descalzo. Mucho menos, reconocer que solo tengo un par. Sin hacer caso a la chanza, recalqué la coincidencia del grito de socorro, con su llegada.
--¡Es que los legionarios somos así! ¡Listos a vuestro clamor! ¿No tenéis un Cuba libre o un daiquiri a mano?
--No tengo ni para el pan... –dije. --Si compras una botella de ron y un refresco... yo lo preparo.
--Bueno... yo creo... –Nanín se entusiasmó con la cercana posibilidad de beber, pero la aguda mirada de su esposa lo hizo desistir.
--¿Y la embarazada?
--¡Estoy aquí! --gritó Sara desde el cuarto.
En voz baja, Doña Elsa me preguntó:
--¿Cómo van las cosas?
--¡Mal!
Sara salió del cuarto arreglándose el pelo. Saludó a los amigos. ¿Por qué trata de ocultar la situación? ¿No es más creíble salir con rabia y continuar la pelea delante de testigos?
--¿Cómo están las cosas? –preguntó Doña Elsa.
--Bien.
--¡¿Bien?! --pregunté alarmado.
--Bueno... mal... –dijo Sara sin mirarme.
--Bien o mal... ponéis de acuerdo –dijo el español.
--Mal –repitió ella –. No quiere al bebé.
--¡No quiero no! ¡Aclara...! ¡No puedo...!
--No quiere –repitió ella tranquilamente.
Doña Elsa, como de costumbre, hizo función de juez. El tema no era nuevo. Desde los primeros días del embarazo, debatimos la situación hasta el cansancio. Siempre alegué las faltas de condiciones para tener un niño. Sara se aferraba al sueño de concebirlo. Las discusiones tomaban visos de pugna. Una vez Doña Elsa logró un acuerdo a base de sacrificios. Yo: buscar un trabajo para la manutención del infante, si nacía. Sara: dejar de fumar.
Estaba casi a punto de ganar la batalla de la vida, aunque mis esperanzas estaban sujetas a un libro que la editorial Anagrama tenía desde tres meses antes y parecía que fuera a dar respuesta positiva. Pese a ello juré ante mis amigos aquel día, trabajar. En lo que fuera. Cuando le preguntaron a Sara sobre el cigarrillo, Sara hizo silencio absoluto. No le importó el embarazo, continuó fumando, más que nunca.
--¿No has buscado trabajo? –preguntó Doña Elsa.
--Lo intenté, pero no aparece nada...
--No quiere –repitió Sara.
--¡No puedo! --repetí.
--No quiere... –hablaba con una suavidad que casi convencía.
--Estoy a punto de aceptarte el Cuba Libre –le dije a Nanín.
El español asomó otra vez fosforescencia en los ojos, pero Doña Elsa, lentamente, giró su mirada hasta enfocar la figura del legionario, disipando su euforia repentina.
--Es que ayer tuve un dolor aquí... –el español intentando disimular su obediencia, se palpó el hombro. Hizo un movimiento, alzó un brazo.
--Eso es falta de alcohol en la sangre –dije.
--¡Ostias... y lo dices...! ¡Cuando bebía, yo estaba como un roble...! ¡En cambio ahora...!
--Puedes beber... mi vida... –Doña Elsa habló con dulzura. Nanín se vio camino al patíbulo. Tartamudeó.
--No... yo... solo dije... un trago que os brindáis...
--¡Qué no se diga, Nanín! --dije avivando el fuego.
--Es que... –alzó el brazo y lo giró como si le doliera. Doña Elsa disfrutando su victoria, desvió la conversación.
--Una pregunta... –dijo --, el otro día ustedes fueron a maternidad a un legrado. ¿Qué pasó?
--¡Él tuvo pánico de sacarse sangre! --dijo Sara.
--¡Joder! ¡¿Un legionario con pánico?! --dijo Nanín muerto de risa.
--¿Qué tiempo tienes ya?
--Tres meses.
--Es una montaña lo que tiene ahí –dije.
--¡Joder! ¡Qué nombres para llamar a un hijo! ¡Así que ahora lo llamáis montaña! ¡Para colmo, teneis miedo pincharte!
--¡Intenté...! Pero me subió la presión.
--Y después quiso al niño... y después volvió a no quererlo –dijo Sara.
--¡Joder...! ¡Es verdad que la vida es injusta! ¡Yo y Elsa locos por tener un hijo! ¡Por más que lo intentamos, nada! ¡Y a ustedes Dios le da ese regalo y no lo quieren!
Miré a Nanín directamente. Iba a decirle, ¡no jodas, con todo tu dinero puedes tener los hijos que quieras! Preferí callarme.
--¡Que se ponga a trabajar... y que lo críe...! –dijo Sara.
--¡Qué fácil se dice! ¿Tú has dejado de fumar?
--¡Ah... ¿no ha dejado de fumar?! --preguntó Doña Elsa.
--¡No...! ¡Ni lo voy a hacer! ¡Mi madre fumó hasta el mismo día de mi parto... y aquí estoy!
--¡Sois una irresponsable! –dijo Nanín. --¿No sabeis que le quitáis oxígeno a la criatura y podéis traeros complicaciones...?
--Ella no piensa en nada de eso. Cuando nos casamos, le dije bien claro: no quiero hijos. Luego empezó con el tema del sueño de parir... ¡Yo también tengo mi sueño! He esperado toda la vida por él. Cuando casi lo tengo conseguido, ¿debo postergarlo por un sueño ajeno? No es posible. Yo le dije, dame la oportunidad de enfrentar un hijo. Espera que Anagrama me publique el libro.
--¡Para esa fecha tendré cincuenta años! --dijo Sara, encendiendo un cigarro.
--¡Si logro que Anagrama lo publique ya está...!
--¡Sigue pensando en los marañones...! –dijo Sara --. ¡Cree en Dios y no corras...!
--Incluso, le dí una opción: que pasara el embarazo en su casa... en Palma Soriano, con sus padres y todos sus tíos. Son más de diez y pueden ayudarla. ¡Pero no quiso! ¡Piensa que cuando ella salga por esa puerta, yo meteré otra mujer aquí! ¡Ayer, se quedó sin cigarros, se puso molesta... porque cuando se le acaban los cigarros se acaba el mundo... salí a buscarle uno, cuando regresé, ¿ustedes saben lo que me preguntó?: ¿Qué si había salido a buscar la nueva inquilina?!
--¡Joder! --dijo Nanín.
--¡Aura...! --me gritó Sara desde su butaca, buscó en el ave carroñera el más despreciable de los apelativos.
Doña Elsa y Nanín se miraron, conteniendo la risa. Evidentemente disfrutaban con nuestro infortunio. Tal vez les sirviera de purga comprobar que sus problemas comparados con los nuestros eran ínfimos.
--¡Eres un aura! --repitió Sara irritada, al ver mi serena aceptación del calificativo.
--Ustedes deben ponerse de acuerdo en relación con el niño –dijo Doña Elsa con voz melosa --. Una criatura debe ser deseada por ambos padres. Venir al mundo en un ambiente de verdadera familia, con todas las condiciones creadas. Si deciden tenerla, que sea con felicidad y amor...
--Yo incluso he pensado en tener el niño. –Dije --. ¡Pero que me ayude! ¿Por qué no puede irse un tiempo para Santiago de Cuba, con su familia, y darme la posibilidad de terminar el libro y que Anagrama me...?
--¡Ponte a trabajar... eso es lo que tienes que hacer...! –dijo Sara.
--Yo incluso, puedo aceptar la idea de tenerlo –repetí tranquilamente – Pero si ella violentó mi decisión y quiere tenerlo a la fuerza, ¿por qué no me ayuda? Se va un tiempo para Palma, y pasa el embarazo allí, con su familia.
--¡Es que nadie quiere volver a Palestina! --dijo Nanín con su vozarrón de tenor lírico.
--¡No tengo necesidad de irme para ningún lado! --gritó Sara --. ¡Lo que tienes que hacer es, ponerte a trabajar!
--¡Más! --le dije en tono bajo --. ¿A qué hora me levanto todos los días? ¿A qué hora me acuesto?
--Te levantas a escribir. ¡Pero eso no te da nada! --estaba enfurecida enriqueció el lenguaje ofensivo-- ¡Aura parásita!
Doña Elsa y Nanín se miraron, sin contener la risa.
--¡Aura parásita!--, repitieron al unísono.
Sin inmutarme, le pregunté.
--¿Entonces, para qué dices cada rato que soy un hombre maravilloso?
Doña Elsa miró a Nanín.
--Anota eso: aura parásita, y maravillosa, que no se te olvide.
--Ya lo anoté. Buen título.
Mi esposa estaba fuera de sí. La situación era insostenible.
--Bueno... nos vamos –dijo Doña Elsa --, hay que visitar la casa de otros y ver sus problemas, para darse cuenta que los de uno no son tan graves, como pensamos a veces. –Miró a Nanín con dulzura y le dijo: --¿Nos vamos, mi amor?
--Sí, mi vida –respondió dócilmente el legionario.
Los acompañamos hasta el auto.
--¡Pórtense bien! --dijo Doña Elsa.
--¡Hasta más ver! --dijo Nanín.

Nos quedamos otra vez solos. Sara estaba enfurecida. Se fumó un par de cigarros en un rincón. Miraba el piso del cuarto en silencio. Me dolía ser tan duro y que el muchacho sufriera ya antes de nacer. ¿Pero, debía inmolarme por un proyecto que no era el mío? Hasta los millonarios se planifican. Deciden el momento exacto para complicar sus vidas y se preparan. Incluso, cuando más dinero tienen, menos líos se buscan. Hasta ahora, el hambre adulta fue previsible. ¿Pero el hambre de un niño? Comida, ropa, zapatos, pañales, cochecito, medicinas... me ericé al pensar en la lista. Nosotros a veces vendemos la ropa para comer. Yo andaba descalzo por la casa para cuidar mis mocasines. El invento diario alcanzaba para una sola comida. ¿Cómo pensar en un niño?
Ella terminó de fumar. Se volvió hacia mí, con tono calculador me dijo.
--Está bien. Me lo voy a sacar. ¡Lo único que le pido a Dios es, que si muero en el quirófano, te vayas al hueco tras de mí!
--¡Eh... ¿y esa maldición?!
--¡Si no salgo viva del hospital, que te vayas conmigo!
--He dicho que podemos tenerlo, con una condición: vas para Santiago con tu familia y dame la oportunidad de...
--Voy a sacármelo ahora mismo –dijo decididamente --¿Dónde están las pastillas?
--No sé... ¡Oye, no te vuelvas loca!
--¡Búscame la pastillas!
--¡Piénsalo! Esas pasillas son terribles.
--¡No me importa! ¿Tú no querías que me sacara el niño? ¡Ahora verás!
Se puso de pie y encontró las píldoras que le entregara el doctor una semana atrás para provocar el aborto. De repente su rostro cambió, paso de irritado a una sobriedad infinita. El estado contemplativo que asumió me causaba susto.
--Pon agua a calentar –me dijo --. Voy a darme un baño. Debo llegar al hospital limpia. Si muero, quiero estar limpia.
--¡No hables así!
--Hace falta que llames por teléfono a Santa Fé. Dile a Yani que venga. Necesito una acompañante en el hospital. Dile que voy a ponerme “las pastillas”. Que venga rápido. Consígueme un pedazo de nylon, para que la sangre no manche las sábanas y algodón. Necesito acetona para quitarme la pintura de las uñas. Dicen que “las pastillas” son una investigación nueva que están haciendo. Que son de pinga. Vamos a ver como reaccionan en mi organismo.
--Piénsalo. Podemos tener el niño si tú te vas para San...
--Si me sucede algo, no le avises a nadie en mi casa. No quiero funerales. Que me entierren enseguida.
--¡No hables así...!
--¿El agua? ¿El algodón? ¿La acetona? ¿Qué esperas? ¡Avísale a Yani ahora mismo!
Encendí el fogón y puse la cazuela de agua a calentar. Fui a la casa de al lado. Kenia estaba para el trabajo. Su hijo Emilio me prestó el teléfono inalámbrico.
--¿Diga?
--¿Yani?
--Sí.
--Escucha... Sara va a ponerse “las pastillas”.
--¿Qué pastillas, chico?
--Las del aborto...
--Ah, disculpa, es que estoy medio dormida... Anoche me acosté muy tarde y... ¡¿”Las pastillas”?! ¿Esa muchacha está loca? ¡Ya ese niño está demasiado grande! ¡Desde que se lo dije...! ¡Mira que se lo advertí!
--Escucha... tú eres su única amiga... ¿Puede contar contigo?
--¡Claro! ¿Ya se las puso?
--Todavía. Primero va a bañarse.
--¡Qué locura... mira que se lo advertí...! ¡Cuando tenía seis semanas le dije, si vas ahora es sencillísimo...¡ ¡Ahora debe tener tres meses!
--Así mismo.
--¡Qué loca más loca...! ¡Dicen que “las pastillas” ponen a la gente mal, dan dolores y fiebres terribles, las mujeres se desmayan, vomitan...! Son... las dos de la tarde. Ya voy a levantarme... ¿A qué hora más o menos hacen efecto?
--Bueno, me imagino que cuando entren al útero comienza el proceso... es como dinamitar una montaña... Volarla.
--Sí, entiendo. Dentro de una hora estoy allí.
--¿Y Miguelito?
--Allá atrás, con el papá. Trabajando.
--Dale mis saludos. Fíjate, ella te necesita.
--No te preocupes...
--Adiós Yani.
--Chao, dile a esa loca que voy para allá.
Le di las gracias a Emilio y devolví el teléfono. Cuando regresé a la casa, Sara estaba lista. Acostada boca arriba y con las piernas abiertas. Ya se había introducido “las pastillas”. Me acosté a su lado y puse mi mano en su vientre. Éramos un par de asesinos, destruyendo una vida. Yo era el asesino principal, que la arrastraba a ella incluso al suicidio. Tuve deseos de sacar las píldoras de su interior, pero ella me dijo que era tarde.
--Ya deben estar disueltas –dijo con parquedad --. Efectuando su acción destructiva.
--¿Sientes algo?
--Nada. Todavía.
Seguí acostado a su lado, al tanto de su respiración y el movimiento de su vientre. Recordé que casi no le quedaban cigarros. Salí a la calle. Le pedí una caja fiada al viejo Camejo. Regresé enseguida. Le encendí uno. Se lo llevé a la cama. Mientras fumaba ella me recordó que buscara un nylon grande y algodón. Regresé con lo que me pidió. Encontré también los envases de “las pastillas”: Misopostrol 200 mg. Para remover cimientos de placenta, cercenar adherencias del feto, diluyendo la sangre coagulada que sirve de juntas. Nitroglicerina en píldoras.
--¿Cómo te sientes? –le pregunté.
--Nada todavía.
La inminencia de una nueva vida y mi insolvencia para admitirla, nos separaron por tres meses y ahora, nos estábamos acoplando otra vez.
--¿Cuándo Yani te dijo que venía? –dijo con voz dulce.
--En dos horas. No importa, que se demore un poco. Hace falta que venga en el momento preciso. Cuando estés lista, llamaré a Nanín para que nos tire un cabo en el auto hasta el hospital.
Sara hizo una contracción y se apretó el vientre.
--¡¿Qué pasa?!
--Sentí algo. Una punzada. –Permaneció un rato observándose. Luego hizo una mueca de dolor –Ya lo siento... es como un ácido...
--¿Te duele?
--Sí.
Al poco rato los dolores se volvieron continuos. Yani no llegaba y comenzó a llorar. –Tengo miedo --dijo.
--No te preocupes. Todo va a salir bien.
--Si me muero... no le avises a nadie... que me entierren y ya...
--¡Ssss...! ¡No hables eso! ¡Vas a salir bien! --lo dije sin seguridad ninguna. Confieso que el final más trágico se apareció ante mí, con fuerza realista desmedida. La besé, primero en los ojos, luego en los labios y bajé hasta el vientre. Coloqué mi cabeza sobre él y le pedí perdón. Tal vez sabía el feto qué estaba sucediendo afuera y cooperaba por no causarle mucho dolor a su madre. Lo imaginé una vez más dentro. Sufriendo el ataque de la píldora... perdiendo sus facultades vitales. ¿Cómo serían sus ojos y rasgos distintivos? ¿Se parecería a ella o a mí? ¿Y al crecer, qué le deparaba el destino? ¿Una vida feliz o triste? ¿Cuándo hubiera ocurrido su muerte? ¿De niño, joven, hombre o anciano, cansado ya de una larga vida? ¿Tendría muchos hijos y nietos...? Al mutilarlo, también cercenaba a toda su estirpe. Era un asesinato en serie. ¿Y qué podía llegar a ser en la vida? Tal vez mejor que yo. Nunca lo sabremos. Los padres quieren lo mejor para sus hijos. Algunos son realmente ambiciosos en sus perspectivas, los imaginan llegando a lo más alto de la escala, presidente de la república...
--Perdóname. Sé que éste es el fin.
--Está bien. Ya no se puede hacer nada.
--¡Perdóname... perdóname...!
--¡Basta... duele mucho...! ¡No me hagas sufrir más de lo necesario, por favor...!
--¡De todas formas perdón... mil veces perdón...!
--Sí...
Una contracción me hizo apartar la cabeza del vientre y mirarla.
--¡Parece que empieza la cosa! --dijo Sara.
--¡Perdóname tú también! --le dije.
Escuchamos toques en la puerta. Abrí. Yani y Miguelito entraron apresurados.
--¿Cómo va? ¿Ya tiene sangramiento?
--Está en el cuarto. Ve a verla. ¡Qué tal, Migue!
--Bien...
Yani fue al cuarto.
--¡Loca...! ¿Por qué esperaste tanto... mira que te lo dije...!
En aquel momento, un dolor irresistible la hizo ponerse de pie. Fue al baño y exhaló un grito.
--¡Acabo de soltar algo!
--¡Debes echarlo en una palangana! --dijo Miguelito. Miré en interior de la taza, el agua estaba oscura, teñida de sangre.
--¡Fue algo grande... un coagulo inmenso...! ¡Siento que todo se está removiendo allá adentro!
--Acuéstate –dijo Yani.
Miguelito me dio treinta pesos.
–Compra un cuarto de pollo y una malanga. Sara debe tomar sopa cuando regrese del hospital.
--Si es que vuelvo –dijo.
--¿Qué pasa? ¡No vuelvas con el tema que te vas a morir!
--Es posible...
--Hace rato está en eso –dije.
--Piensa en positivo. Más adelante, cuando se pueda... volverás a embarazarte... pero ahora, piensa en positivo –Yani dobló una toalla y la metió en su bolso junto al algodón.
--Llama a Nanín... –dijo Sara.
--Todavía –dije --. Vamos a esperar un poco más.

Durante un rato Sara tuvo expulsiones de coágulos. En ocasiones eran grandes, que desparecían en el agua turbia de la taza.
--¿Qué hora es?
--Las seis –dijo Miguelito.
--A las seis y media llama a Nanín.
--Sí.
Fui a comprar el cuarto de pollo, pero no había. Tuve que conformarme con picadillo de soya y unas malangas guaguí. No tenía cabeza para cocinar y las guardé en frío. A las seis y media llamé por teléfono a Nanín. No le dije nada de “las pastillas”.
--¿Cómo que abortando? –preguntó Doña Elsa al otro lado de la línea.
--Sí. Comenzó con dolores de repente y sangramientos.
--¿Fueron al policlínico?
--Sí –le mentí --. Nos dijeron que era un posible aborto. Si continuaba así, que corriéramos al hospital. Necesitamos que nos ayuden con el carro.
--Sí. Vamos para allá.

Al poco rato el auto entraba al hospital Maternidad Obrera. En el vestíbulo de Urgencias, una mujer con mucho colorete en la cara y andariveles en el cuello y las manos, estaba armando un escándalo y nos detuvimos un momento a verla.
--¡Todas las mujeres no somos iguales...! –Decía --. ¡¿Qué se piensa él... que puede tratarnos a todas igual?!
Sara y Yani entraron a la consulta de urgencias. Los demás, quedamos observando el escándalo de la mujer en el vestíbulo de maternidad.
Doña Elsa tomó por el brazo al español y lo apartó del grupo.
Yani se asomó en la puerta de la consulta y me llamó.
--Hay que legrarla de inmediato. Va a quedar ingresada aquí. Dice el médico que hay un riesgo muy grande.
--¿Riesgo? –pregunté.
--Sí. Gande. Dice que la gestación está muy avanzada. No le dijimos nada de “las pastillas”. Se tragó el cuento que era un aborto natural. Va a perder mucha sangre. Habló de daños en el útero. La reacción de la anestesia general es impredecible.
Nos quedamos callados, mirándonos. La noche iba a ser larga.
--Debe hacerse estos análisis –dijo Yani --. Ahora mismo. Luego pasar por admisión y que el camillero la suba a la sala.
--¿Qué os dijo el doctor? –preguntó Nanín cuando salieron las dos mujeres de la consulta.
--Van ingresarla.
--Aborto natural –dijo Yani.
--Legrado –dijo Sara.
--¿Entonces...? –preguntó Nanín.
--Muchas gracias, Nanín… Doña Elsa, gracias, mis amigos... gracias... pueden irse.
--Suerte –dijo Nanín.
--Cualquier cosa que necesiten, llamen rápido –dijo Doña Elsa.
Los acompañé a la salida. Caminé un poco por el parqueo antes de volver al vestíbulo de maternidad.


La enfermera de Admisión completó el expediente de ingreso.
--¿Fumas?
--Sí --contestó Sara.
--Aprovecha y fúmate el último. ¡Rápido! Allá afuera. El camillero ya viene a buscarte.
Me pareció un mal augurio eso del último cigarro, pero no lo dije. La acompañé al vestíbulo. La abracé.
--Todo va a salir bien... ten fé.
--Reza por mí... pide a Dios que salga bien –me dijo Sara.
--Sí. Dios está contigo.
En aquel momento pensé que también era mal augurio, pensar en Dios solamente bajo presión o en situaciones límites. Dios podía molestarse.
El camillero llegó Nos abrazamos.
Vi a Sara alejarse en la camilla por el largo y oscuro pasillo. Me dio la impresión de verla por última vez. Miguelito me señaló unos bancos.
--Vamos a sentarnos. No nos queda otra cosa que esperar.
--Migue, yo casi estoy arrepentido...
--Lo mejor que hicieron fue interrumpirlo. ¿Tú te imaginas qué hubiera significado esa criatura para ustedes? ¡Era el fin! ¿Cómo iban a mantenerlo? ¿Dime? Esos son los niños que después se arrepienten de haber nacido... vuelven locos a los padres... o se vuelven locos ellos mismos...
--¡Qué vida más jodía...!
--¿Tú crees que Yani y yo no quisiéramos tener un hijo? Pero todas las mañanas nos repetimos: hay que esperar.
--Sara quería...
--Tranquilo, más adelante...
--¿Habrá un más adelante, Migue?
--Seguro. Lo importante de un hijo es que sea feliz. Pregúntate, ¿iba ser feliz? Mira la cantidad de locos que hay. Tal vez son productos de eso mismo.
--Tal vez –dije.
La mujer del escándalo en el vestíbulo se retocó el colorete de la cara y regresó a su diatriba.
--¿Qué piensa él? –. Su voz era gangosa. Se desplazaba con dificultad por todo el salón -- ¡Todas no somos iguales...! ¡Yo lo digo y lo repito y no me canso de decirlo! ¡Todas no somos iguales...!
Nos esperaba una larga noche. Me recosté al frío mármol del banco. El salón de espera estaba vacío. La mujer y su delirio eran nuestra única compañía.

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