jueves, 14 de agosto de 2008

Un brindis por Solshenitzin, Luís Cino



Arroyo Naranjo, La Habana, agosto 14 de 2008, (SDP) La primera vez que leí un libro de Alexander Solshenitzin (“Un día de Iván Denisovich”, en la Colección Cocuyo, de la Editorial Arte y Literatura) me pareció que el escritor ruso exageraba. A muchas personas que conozco les pasó lo mismo. No podían concebir que el sistema penitenciario soviético y los campos de concentración nazis compitieran reñidamente por las máximas cotas del horror

Eran los ingenuos años 60. Vivíamos con los ojos vendados por la bandera roja de la hoz y el martillo, arrullados por La Internacional, en una isla que construía el socialismo bajo el padrinazgo solidario de la Unión Soviética. Nos enviaban desde misiles hasta latas de carne en conserva. A cambio, jurábamos fidelidad y amor eterno a los camaradas de Moscú y poníamos nosotros los muertos en las guerras.

Por entonces, llegaban también los libros del realismo socialista de Sholojov y Simonov y las películas rusas del deshielo. Intentaban convencernos de que, luego del XX Congreso del PCUS y de las reformas de Khrushov, todo lo malo había tocado fondo en el País de los Soviets. El comunismo volvía a ascender a la superficie para convertirse en “el futuro luminoso de la humanidad”.

Los dirigentes cubanos reconocían “algunos errores de los camaradas soviéticos” pero se negaban a que les hablaran mal de Stalin, que “a pesar de todo, ganó la Gran Guerra Patria”. Así, como si la hubiera peleado él sólo, sin el concurso de ni uno sólo de los soldados del Ejército Rojo, al que purgó con minuciosidad en vísperas de la guerra.

Las cromadas revistas soviéticas que vendían en todos los estanquillos de Cuba hasta que las prohibieron en 1989, además de servir para forrar las libretas escolares o envolver lo que vendían racionado en las bodegas, nos mostraban el paraíso proletario y perfecto al que debíamos aspirar. Lo presentíamos gris y aburrido, pero estábamos advertidos que no se debe reclamar la perfección ni siquiera a los paraísos.

Lo próximo que supimos de Solshenitzin, a través del periódico Granma y de un libro colmado de sandeces titulado “La espiral de la traición”, fue que el escritor ruso vivía exilado en Occidente y que “fuerzas imperialistas y antisoviéticas habían presionado para que le concedieran el Premio Nóbel”.

Para entonces, ya no éramos tan ingenuos. Las experiencias de los que encerraron en La Cabaña, Isla de Pinos o los campamentos de las UMAP, eran muy similares a las de Iván Denisovich.

“Archipiélago GULAG” es el libro más terrible que he leído jamás. Lo leí con más de una década de retraso. Fue una lectura dolorosa y por pedazos, con intervalos de varios años entre uno y otro. El primero que leí fue el último tomo. En edición española, era el único que pudo conseguir el amigo que me lo prestó con plazo breve para la devolución. Alguien leía el primero y otros más esperaban por leer cualquiera de los tomos. Es lo usual en Cuba con los libros de Vargas Llosa, Cabrera Infante, Zoé Valdés, Kundera y Solshenitzin. Curiosamente, los libros prohibidos son los que más gusta leer a los cubanos.
Para cuando pude terminar de leer completo (e incluso releer) “Archipiélago GULAG” gracias a una biblioteca independiente, ya conocía en carne propia las consecuencias de que el estalinismo hubiera sobrevivido al camarada Josip Dzhugasvili, aprendiera a hablar español y vistiera uniforme verde olivo para mudarse del Kremlin al Caribe.

Las cosas que me contó Solshenitzin en sus libros se parecen a las noticias que desde hace años me dan, en estrujadas cartas de contrabando, mis amigos presos en Aguica, Kilo 7, Canaleta o el Combinado del Este. En ellas sólo falta la nieve de la tundra y los tiros en la nuca de los esbirros del GPU o la KGB. Lo demás es pavorosamente semejante. Las órdenes, el hambre, la mugre y las alambradas con púas y electricidad, custodiadas con el mismo odio por las mismas armas rusas.

Suelo presentir la cercanía de los momentos difíciles. Algunas escenas de las novelas del escritor checo Milán Kundera me deprimieron hasta que descubrí que las vivía casi cotidianamente. Hace más de 10 años, tengo abierto un expediente policial en el Departamento de Seguridad del Estado. Cuando vaya a prisión, será un déja vú. No habrá muchas sorpresas desagradables. Los libros de Solshenitzin y las cartas de mis amigos presos ya me anticiparon algo de lo que me pudiera esperar.

Hay quienes dicen que a Solshenitzin lo premiaron con el Nóbel más por consideraciones políticas que literarias. Suele suceder, pero sobre todo a la izquierda del campo intelectual. Es inútil discutir la justeza de la Academia Sueca al conceder los premios. No conozco mucho el tema. En cambio, sé por experiencia como es escribir bajo el escrutinio de la policía política, sin tener siquiera el estímulo de saber que tus libros puedan un día ser publicados.

Muchos opinan que Solshenitzin no era Dostoievsky. Eso no me dice mucho. Las historias de Dostoievsky resultaron mejores que la forma torturante para el lector en que las escribió. Yo no tengo reparos en proclamar que prefiero a Solshenitzin casi tanto como a Tolstoi.

Alexander Solshenitzin ha muerto. Lo oí, en medio de una interferencia atronadora, por la radio extranjera. En la prensa oficial cubana no dijeron nada. Era de esperar.

Quiero brindar por el eterno reposo del alma de Solshenitzin, el maestro universal de todos los disidentes que en el mundo hay y habrá. Se lo merece por advertirnos a tiempo sobre lo ilimitado del espanto bajo las dictaduras. Además, por darnos ánimo e inspiración en días de desaliento.

El brindis no podrá ser con vodka. Ahora es caro y sólo lo venden en las tiendas en divisas. No hay té ni samovar. El té negro ruso desapareció, como tantas otras cosas, desde el Período Especial. En Cuba, de la época soviética, sólo perduraron una antiestética embajada amurallada y el estalinismo.

Mayito, que me prestó hace treinta y tantos años un manoseado ejemplar de “Un día de Iván Denisovich” y muchos de los amigos que entonces hicieron cola para leerlo, ya no están en Cuba para brindar conmigo. Pero nada podrá impedir que brinde con ron por Solshenitzin.

En La Habana, un puñado de hombres y mujeres en peligro cotidiano de ir a prisión por escribir libres, alzaremos los vasos por los amigos presos o exilados, y luego, los vaciaremos de un trago. Solshenitzin lo merece con creces.
luicino2004@yahoo.com

No hay comentarios: