jueves, 29 de noviembre de 2007

Viejas historias de escritores sin suerte, Luis Cino


A principios de los años 90, cuando leí “Antes que anochezca”, la autobiografía de Reinaldo Arenas, descubrí que era verdad que Nelson Rodríguez tenía un libro publicado.

Alguna vez, allá por 1970, me habló del libro y no lo creí. Todos teníamos sueños irrealizables por aquellos días, tales como ser escritores o músicos de rock. Eran malos tiempos en Cuba para soñar (desdichadamente, aún lo siguen siendo).

Resultó ser cierto lo del libro. En 1964, siete años antes de que lo mataran, publicó en Ediciones R un libro de relatos titulado “El Regalo”.

Conocí a Nelson allá por 1970. Aunque seis años mayor, parecía tan adolescente como yo. Era delgado, pequeño de estatura, melenudo y tenía granos en la cara.

Nació en Las Villas. Con sólo 16 años, alfabetizó campesinos como maestro voluntario. Hablaba inglés y algo de francés, era un insaciable lector y escribía cuentos y poemas. Amaba la por entonces proscrita música de los Beatles y los Rolling Stones.

Su padre era un tipo de confianza del Ministerio del Interior, pero no pudo impedir que en 1965, internaran a Nelson en un campamento agrícola de “rehabilitación para antisociales” en Camaguey. Cuando lo conocí, decía estar preparando un libro sobre sus vivencias en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción.

Ambos visitábamos la casa del pintor Waldo y su musa, Bárbara Fernández, una de las muchachas más bellas del underground habanero. Allí confluían aspirantes a pintores y escritores. Recuerdo a Carlos Victoria y a algún futuro alto personaje de la Nomenclatura, en aquella época, sólo un melenudo hijito de su papá, que estudiaba en la Escuela de Letras.

Los atentos vigilantes de los Comités de Defensa de la Revolución sospechaban que éramos “un grupo de hippies, extranjerizantes y desviados ideológicos, que leían libros raros y oían música yanqui”.

A muchos nos unían el entusiasmo por escribir y la desesperanza por el medio tan hostil en que lo intentábamos. Todos teníamos amargas experiencias que narrar. Lo que escribíamos reflejaba nuestro mundo de prohibiciones, redadas policiales y campamentos de trabajo. Era nuestra forma de rebelión contra “la triste monotonía de las dictaduras”.

Angustias y esperanzas calamitosas volcadas en cuadernos escolares que se ocultaban entre una improvisada tertulia semi-clandestina y la próxima. Desconfiábamos de los vecinos, los amigos y hasta de la familia. Cualquiera podía delatarnos a la policía política.

Alguno de aquellos manuscritos sirvió de carta de despedida de algún suicida que no soportó más. Otros fueron a dar a los archivos de la Seguridad del Estado.

1971 fue un año terrible. La zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar “que sacaría a Cuba del subdesarrollo”, fracasó. En lugar de las bonanzas prometidas, hubo más miseria y represión.

Fue el año del caso estalinista contra el poeta Heberto Padilla, la purga contra los intelectuales y artistas homosexuales, la ley seca y de “la universidad para los revolucionarios”.

En el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura, el Máximo Líder retiró el derecho a “las dos o tres ovejas descarriadas a seguir sembrando el veneno, la insidia y la intriga en la revolución”.

Fue el disparo de arrancada del Decenio Gris. El futuro de la literatura cubana parecía irremediablemente condenado al realismo socialista.

El grupo de amigos no se reunió más. Waldo, el pintor, fue muerto a puñaladas en una parada de ómnibus de El Vedado por un borracho.

Carlos Victoria regresó a Camaguey. En 1978, la policía política confiscó sus cuentos. Se fue de Cuba en 1980, durante el éxodo de Mariel. Se convirtió en uno de los mejores narradores cubanos. Murió hace varias semanas en Miami.

Bárbara inició una relación amorosa con un diplomático europeo. Le costó 5 años en la prisión de mujeres Nuevo Amanecer.

Nelson tuvo peor suerte. Desesperado por escapar del paraíso revolucionario, armado con una granada trató de desviar una avioneta de fumigación de Sancti Spíritus a Miami. Un escolta murió en la refriega. Herido, Nelson saltó de la nave durante el aterrizaje. Varias decenas de guardias, armados hasta los dientes, le apuntaban en la pista del aeropuerto de Rancho Boyeros.

A Nelson Rodríguez lo fusilaron una noche del verano de 1971 en la fortaleza de La Cabaña. Las detonaciones de los fusiles se confundieron con el cañonazo que cada noche anuncia las 9 p.m. en la capital cubana.

Tenía 27 años y soñaba con ser un escritor famoso. Un pelotón de fusilamiento le permitió, al fin, ser libre.

Arroyo Naranjo, 2007-11-10

luicino2004@yahoo.com

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