jueves, 3 de abril de 2008

Cartas a Leandro, (novela) , …continuación Ramón Díaz marzo


El Cielo o aquí en la Tierra.
Antes de proseguir, querido hermano Leandro, qui­siera acotar que el Informe sobre ciegos, de Ernesto Sábato, más que mera literatura, ha tenido para mí un alcance tan serio que no me equivocaría si dijera que en él está implícitamente planteado el destino futuro de la Humanidad: NO EXISTE LA CASUALIDAD; y por lo mismo, o todos nos salvamos o todos nos jodemos.
Trabajo me costó comprender que mi conocimiento ' es una cárcel. Hoy sólo deseo cambiar de cárcel. Ser di­ferente, otro. Sólo las personas mediocres viven una exis­tencia sin enterarse de que son prisioneros mentales.
Goethe pasó gran parte de su vida leyendo, pen­sando y escribiendo. Sólo para formular una pregunta única que le hubiera bastado para entrar en la Historia: ¿Es el Hombre quien condiciona sus circunstancias, o son las circunstancias las que condicionan al Hombre? Algunos hechos, aparentemente casuales, me sugerían prestar atención a los "acontecimientos poco proba­bles" que, de repente y como si mis actos estuvieran en un guión, sucedían independientes a mi decisión per­sonal. Entonces no decía que tales casualidades eran las leyes matemáticas de una Mente Cósmica; y lo que para algunos suelen ser milagros o verdaderas desgra­cias, para el Espacio Profundo es el puro Caos que tra­baja con una lógica a la cual la mente humana tiene el acceso prohibido.
Ahora soy capaz de recordar que mis estados de conformidad significaban una mente bajo el control de las circunstancias. Por ejemplo: un estado de sufrimien­to podía ser una pequeña hendija para mirar lo real. En­tonces el mecanismo de mi conciencia buscaba placer para anular esa mirada. Hay que reconocer que vis­lumbrar lo Real sin Ayuda puede ocasionar la muerte o la locura.
Durante mi juventud había disfrutado -fuese ilusión o realidad- de independencia total. El mejor ejemplo para ilustrar lo que quiero significarte es que en los momentos de cometer "un pecado", mi crimen espiri­tual quedaba impune. Si yo no abría la boca, ni el pro­pio Dios, ocupado en la administración de su vasto Universo, tendría interés y tiempo de ocuparse de algo tan insignificante como mi persona. Eran los tiempos en que la zona más vulnerable de mi cuerpo era la cara. De algún modo debía proteger mi alma, y lo hacía en momentos de inopia de la voluntad, utilizando gafas de cristales oscuros. Por lo demás, estaba convencido de pasar inadvertido. Era como si dispusiera de la fa­cultad de convertirme en un hombre invisible. De ahí mi pasión por las ciudades cosmopolitas donde nadie te conoce. Y por el contrario, mi rechazo a los barrios donde, a fuerza de que los lugareños te observan cada día, se llegan a formular una opinión de tu persona co­mo si te llevaran un expediente policíaco.
Algo desconocido, pero sabio, tuvo que haber esta­do gestándose dentro de mí desde que nací, a pesar de mi complicada personalidad que impedía que me inte­grara a la sociedad. Tiene que haber sido la misma fuerza que preparó las condiciones para que algún día fuera capaz de escribirte esta carta; aunque, en honor a la verdad, las palabras tuvieron que esperar a que yo quemara todas las etapas y la multitud de las persona­lidades que me conforman llegara a un acuerdo.
Dentro de lo poco consciente que me han permitido ser, ha quedado el recuerdo de que el mundo de las pa­labras es el más peligroso de los laberintos. Sin múlti­ples pasadizos, con todas las probabilidades de realizar un viaje sin regreso. Si hubiera tenido en aquellos tiem­pos la noción de realidad que ahora poseo, no me hubiera aventurado por muchos pasajes del laberinto. Habría evitado encuentros inútiles, que en unos casos fueron inocuos, y en otros, profundamente dañinos. Pe­ro entonces el conocimiento lo hubiera recibido de otro modo. Pero, ¿cuál pudo ser ese otro modo? No se retorna -
en el camino. Además, la cultura, como estado de se­dimentación de la conciencia, se formaba dentro de mí de un modo lento y doloroso. No podía percatarme de que hacía tiempo, quizás desde que me identificara con Robinson Crusoe, ese camino realizaba su misterioso recorrido a largo plazo.
Sin embargo, ahora mi vitalidad se encuentra en un nivel lamentable. No tengo fuerzas para caminar por la ciudad, ni siquiera para moverme dentro de mis dos habitaciones. Lo único que me reporta placer (tengo fuerza para hacerlo) es leer y escribir. El apetito sexual ha disminuido. Lo único que logro hacer a la perfección es dor­mir muchas horas durante el día, y poco antes de que llegue la noche, animarme un poco después que con­sumo mi diaria cuota de chícharos. Entonces voy al cine Actualidades a disfrutar de su aire acondicionado, y a ver algunas películas que satisfacen mis expectativas.
Para evitar este círculo vicioso podría dedicarme al negocio del libro de uso, como lo hace Braulio en el Par­que de los Capitanes. Pero entonces no podría escribir. Es cierto que tipos como Braulio se han enriquecido con la venta y especulación de libros cuyas ediciones están agotadas. Y es cierto que con los dólares que gana su calidad de vida ha mejorado. Aunque Braulio no tiene un real talento para escribir. Muchos de los que venden libros han estado tanteando el camino de la literatura durante los años en que en Cuba no se podía hacer otra cosa. Ahora alegan que si escriben, la censura del esta­do totalitario los podría enjuiciar por diversionismo ideológico o propaganda enemiga. En realidad, se trata de gente sin talento. Cuando hay talento, no existe el miedo a demostrarlo de alguna forma. La despenalización del dólar ha puesto muchas cosas en su sitio.
Mientras tanto, he continuado comiendo chícharos; pero también he logrado publicar un cuento en Miami, con la promesa de que una novela mía pueda editarse allá en algunos meses si puedo sacarla del país clandestinamente.
Escribir es un acto y un fruto de la inteligencia. Los que han logrado desarrollar su capacidad literaria son personas especiales. Pero, ¿es la inteligencia una entidad ética? Se puede ser mala persona y escribir una obra admirable. Para escribir hay que bajar al pozo, sin escrúpulos. Y bajar uno mismo, sin ayuda de nadie.
Una vez escribí de modo automático un extraño tex­to. Recuerdo que la mano se movía sola y era como si una voz dentro de mí dictara lo que tenía que escribir:
Cristo me dice
Que para vencer lo aparencial
Habrá que desearlo a toda costa;
Y que el mundo de la muerte leo elMiedo se infunde cuando seConvierte en lo más deseable.
Hay un trecho del camino
Donde no hay trecho;
El Maestro quiere que saltemos
Para que luego nos sintamos más dignos.
Lo inalcanzable sólo se alcanza Cuando todo se torna inalcanzable. El contacto con el Maestro es un juego De niños muy grandes.
Hay razones para que esto se cumpla
Y sean inescrutables.
El Maestro se despide con un largo silencio donde hay una sabiduría necesaria a interpretar.
El Maestro calla. El Maestro volverá. ¿A qué clase de lugar me sugirió el Maestro que sal­tara? ¿Saltar es bueno o malo? ¿Es el salto un acto de Rebelión? ¿Es la Rebelión un Pecado? ¿Ya vas compren­diendo, querido Leandro? ¿La base de mi sospecha, a propósito de mi probable locura, podría ser real? Ya no puedo vivir sin darme cuenta de que vivo. No logro olvidarme de mí mismo, como cuando era joven. Ahora sé que estoy dentro de la película. Soy uno de los tan­tos personajes que nunca saben si ALGUIEN los obser­va. Creo que este cine está vacío y sus luces perma­necen apagadas, y sobre la pantalla del cine proyectan una película que nadie ve. ¿Cuál será su sentido? Los personajes dentro de la película vivimos un drama, una tragedia, una comedia. Varios actores ya lo han com­prendido. Pero estos actores tienen sus necesidades. Ellos quisieran mirar más allá del lente de la cámara y conocer a los hipotéticos realizadores de la película. También quisieran mirar a los hipotéticos espectadores que debieran encontrarse en las lunetas. Pero, ¿y si más allá del lente de la cámara o de la pantalla del cine sólo existe la soledad de un cine vacío? Por ahora la realidad que nos aplasta consiste en que no podemos salimos de la película. Y de modo incesante, eterno, nuestras vidas de personajes se repetirán sin otro propósito que la repetición por la repetición misma. ¿No es un asunto para enloquecer? La sospecha de mi locura, querido Leandro, podría estar mal encaminada. Podría ser un juego que establezco conmigo. Pero precisamente pen­sar o creer que se trata de un juego (juego que se basa en señales que sí son reales) podrían ser la prueba de que mi locura es real.
Por ejemplo: vivir en un mismo sitio, como un pri­sionero, contribuye a potenciar esa locura. Es cierto que yo no tengo una idea real de cómo será el resto del planeta. Pero no estoy de acuerdo con el poeta griego Kavafis en el asunto de la playa. Podría ser en todas partes el mismo mar, pero mis acciones serían otras, porque otras serían mis circunstancias. Así que otras playas no serían estas playas. A Kavafis se le olvidó que hay individuos que tienen el derecho de agotarse por vivir en el mismo lugar. La gente nace libre y determi­nadas circunstancias históricas la convierten en esclava. Yo Durante más de cuarenta años he visto en La Habana las mismas caras, los mismos edificios, las mismas ca­lles. Ya no queda nadie en este barrio, que cuando inicie una conversación conmigo yo no sepa lo que me dirá. No me ofrece misterio esta ciudad. Y esa falta de miste­rio (la repetición) es el verdadero infierno. Estamos en­carcelados en esta isla. El roce continuo de tantos esclavos provoca odio entre todos. No creo que ningún país con un sol tan generoso sea capaz de soportar el invierno del alma. Somos un pueblo de actores; y muy bien que sabemos disimular nuestra impotencia con chistes y risas que desinforman al extranjero que nos visita, para que, por ejemplo, el extranjero imprima un libro de fotografías que engorde sus finanzas.
Cuando uno termina por comprender que es un esclavo -sea a los 20 u 80 años- es que la juventud se ha terminado, porque nada queda por explorar. Todas las rosas han sido descubiertas. Y casi todo ha llegado a saberse. Entonces la vida es una repetición, como te he dicho, que es como estar muerto. Aunque también, de un modo que ahora no me place explicar, esa experien­cia es como una paz y equilibrio más allá de toda com­prensión. No obstante, es poco lo que espero de la vida. Quizás lanzarme en paracaídas de un avión, o escalar una montaña; pero en las cárceles no existen las alturas. Lo que existe es el sexo, que es un gran aliciente. Pero, sin lugar a dudas, lo que nos salva es el Arte. El sexo es un placer que termina en dolor. De hecho, aunque no nos damos cuenta, el Arte nos ha salvado siempre. Y mientras no concurra el Apocalipsis, el arte, cada vez con más fuerza, se convertirá en Religión. Otro elemento que quizás haya contribuido a colocarme en el camino de la demencia (tal vez el más importante, aunque a veces el menos visible, fue el día que descubrí que no tenía Patria. En serio te lo estoy diciendo, hermano. Patria es la madre que nos parió en una positiva combinación con el suelo que nos vio nacer. Y yo he descubierto que el ser que me dio la vida, me bastó para compensar la ignorancia de un mundo por conocer, cuando yo era niño todavía. Ser-madre que, dada la magnitud del misterio, era suficiente para ocultarme en su dulce oscuridad. Primero, a los nueve años, y luego a los doce (esta vez definitivamente) rompió sus lazos afectivos conmigo y tuve que mal cre­cer solo. Y cuando alcancé la edad adulta vi su condi­ción vulnerable igual o peor que la mía. Y comprendí que una madre contribuye a fortalecer la segunda natu­raleza de un hijo como una magia que nos defiende de la noche; y descubrí que sólo puede prepararnos para la muerte el amor de una madre, se encuentre o no entre los vivos. Y supe que había entrado a formar parte de esa legión de seres condenados a vivir sin Patria y marcados por la traición. Desde entonces, her­mano Leandro, para mí, siempre ha flotado sobre esta Isla el vaho de una podredumbre que condiciona una gran parte de mis actos. Especialmente el sentirme diferente a los demás. Y un poco loco, como te lo estoy tratando de demostrar a través de esta carta. Y desde entonces nunca más he podido disfrutar del sol que me resulta triste. Son sus rayos los hilos de una telaraña incomprensible, potenciados por el discurso de un Don Quijote de la política, cada vez más enajenantes y maniáticamente largos. Y esa eternidad de sus palabras me ha aplastado. Y así no se pueden tener deseos de vivir y menos que menos de escribir. Para enloquecer, hermano, están dadas las condiciones.
Otro elemento que me llevó a la conclusión de que mis facultades mentales no funcionan correctamente fue percibir la idiosincrasia de un pueblo cuyos ciudadanos están en contra del Rey, y sin embargo continúan apoyándolo. Después de 41 años no se ha encontrado el modo pacífico de impedir que esta utopía continúe destruyendo a la nación. Yo estaré loco, o a punto de volverme, pero las cosas que te he contado son la estricta descripción de mi lucha interna.
Hasta el momento he logrado deslindar cinco personalidades en mí. Hay un Ramón empecinado en creer en un Dios que nos proporcionará la vida eterna si nuestros pecados son perdonados. Hay otro Ramón convencido de que Dios existe, pero en el Plan de Vida Eterna, la Humanidad no tendrá participación porque nuestra función no es determinante para la Estrategia de Algo que jamás conoceremos. Luego hay otro Ra­món que sabe que el sexo es una fuente poderosa de placer y, por lo mismo, ha sabido que a través del sexo uno es y, paralelamente, se llega a conocer el Paraíso y o el Infierno. Luego está el Ramón que considera que la percepción que nos permite elucubrar una vida más allá de la muerte es un mecanismo compensatorio inventado por la propia naturaleza para que soportemos esta vida. Y luego viene el Ramón que, previen­do que ni tan siquiera el sexo es real, disfruta del arte como el más alto grado de conciencia y religiosidad que humanamente se pueda alcanzar.
De todas maneras, y por mucho que columbre para defenderme de la insania, mi capacidad de resistencia toca a su fin. Acorralado entre las cuatro paredes de mis habitaciones ya no es miedo lo que siento, sino pánico. Los veranos cada vez se vuelven más violentos, y podrían ser la otra cara de la moneda de aquellas frías buhardillas del París o el St. Petersburgo del siglo XIX, donde los escritores y pintores morían tuberculosos y olvidados. Y aunque yo no esté enfermo del cuerpo, sí lo estoy del alma; especialmente, cuando salgo a la calle y percibo el frenesí (sin resultado alguno) de la gente que me da la norma de que la miseria nos ha enloquecido.
Continuará…


No hay comentarios: