Le condujeron a través de pasillos y pasadizos. Por momentos le pedían o le obligaban a pegarse a la pared. Así, hasta que llegaron a una puerta. El guardia golpeó con los nudillos y esperó. Cuando le autorizaron, le introdujo en una pequeña habitación sin ventanas. Había una mesa y un hombre de grados y uniforme sentado ante ella. Frente al hombre y su mesa, una silla vacía, atornillada al piso. Las paredes desnudas estaban cuidadosamente pintadas de un color gris claro. Un deprimente gris, sin un alegre desconchado o una simple arañita. Desde el techo, una iluminación artificialmente blanca e impersonal era aportada por un tubo de luz fría, protegido por una rejilla burda de alambrón resguardada con cabillas. Todo era feo, amenazante, opresivo y monótono.
-¿Se siente bien, detenido?
-Si…
-¿Le han tratado bien?
-Si
-¿Desea fumar?-preguntó el uniformado, mientras le extendía una caja con cigarrillos baratos y fósforos-No tenga pena, eche las cenizas al piso. Después, alguien se ocupará de limpiarlo.
El detenido se lanzó a fumar con avidez. Llevaba más de tres días incomunicado y no le habían permitido fumar.
-Detenido… ¿Qué tienes en contra de Fidel?
-Yo… ¿de Fidel…? No…no sé. ¿Cómo es eso? No lo entiendo, yo…
-¿No comprendió?-preguntó el uniformado con cortesía y un tono helado en su voz.
-Bueno… este, yo…No tengo nada en contra de Fidel…
-Usted ha tenido manifestaciones contrarrevolucionarias. Usted se ha pronunciado contra el Comandante en jefe. Lo sabemos todo, es inútil negarlo.
-¡Compañero! Usted está en un error, yo…
-¡Combatiente! Para usted combatiente. Usted es un contrarrevolucionario y no mi compañero. Mis compañeros son los revolucionarios. Usted dijo que Fidel tenía que morirse. Lo dijo y yo quiero saber por qué.
El detenido comenzó a sudar. Pensó que tenía que negarlo todo. Negar hasta el último momento. De repente, le asaltó una duda, pero sólo fue un instante. Tenía la certeza que había sido denunciado. Pero, ¿por quien?
-Compa… perdón combatiente: ¿Cómo usted puede pensar algo así de mí? Soy un buen trabajador, hago mis guardias en el Comité, los trabajos voluntarios…voy a las marchas, en fin, yo soy revolucionario…
El detenido sentía frío en el estómago y una resequedad inusual en su boca. Una helada y desconocida sensación ascendía desde la base de la columna y sus manos comenzaron a sudar copiosamente. En relación con las manos, no sabía que hacer con ellas. Experimentaba de forma paralela, una sensación de hormigueo en las piernas como si estas fueran a dormirse o ya estuvieran efectivamente dormidas. Sabía que no tenía esperanza alguna de escapar de esa situación. No le permitirían salir exonerado, porque eran inexorables y sobrehumanos. No aceptaban el error, o mejor dicho, no aceptaban su humana posibilidad de equivocarse. Proyectaban y proclamaban un inevitable e inexorable conocimiento absoluto de todas las cosas, de todas las personas, que los hacía siempre y en cada caso, fatalmente infalibles.
-¿Revolucionario? Tú eres nada-el uniformado esbozo algo que podría confundirse con una sonrisa, pero sólo se burlaba-Tú eres sólo un mal agradecido y un mal nacido. Tú eres uno de los que llaman a nuestra patria, “el país de mierda”. Para ti la sagrada tierra cubana es mierda y como mierda te vamos a tratar. Por eso hablas así de Fidel… ¿Has pensado en el daño que le haces a tu familia?
El detenido palideció y permaneció en silencio. Sintió un miedo invencible y dejó de interesarle su propio destino. Pensó en sus hijos y lamentó haberlos perjudicado en la forma que lo hizo. El hijo mayor no conseguiría alcanzar jamás el éxito en los escenarios y la niña con mucha suerte, sólo podría aspirar a formar una familia. Su ingenuidad e imprevisión les tronchó definitivamente el futuro profesional.
-¿Mi familia? ¿Qué tiene que ver mi familia con todo esto?- preguntó en tono balbuceante el detenido.
-¡Vamos! ¿Quién debe pagar por sus actos irresponsables? ¿Acaso yo y los míos? No detenido, usted se perjudicó a si mismo y perjudicó a su familia. Por cierto, aquí tengo algo que puede interesarle escuchar…
El oficial pulsó un botón situado en la parte inferior de la mesa. Poco después, golpearon la puerta y cuando el oficial ordenó pasar, se adelantó otro uniformado que colocó una pequeña grabadora sobre la mesa. Era un equipo japonés que traía un cassete. Sólo tenía que echarlo a andar. Cuando lo hizo, el detenido palideció. Recordó todo. Bebía unas cervezas con un grupo de amigos. Era un establecimiento y no tenía la puta idea sobre como lograron grabar el encuentro. Un amigo llegó de Holanda donde residía. Relató las posibilidades de los que viven “afuera”. Se entusiasmaron y comenzaron a despotricar contra el gobierno y su primera figura. Excepto él, el resto del grupo ni la debía, ni la temía. Uno de ellos era propietario de un camión y trabajaba por su cuenta. El otro, tampoco dependía del estado para su subsistencia, esperaba su turno para salir fuera de Cuba hacia los Estados Unidos por reunificación familiar, era “gusano” por definición. Sólo él y nadie más debía lealtades al gobierno, que le dio automóvil e incluso la vivienda y un viaje corto a Europa. Pensó en las películas y a partir de ellas, en que alguno de los presentes se alambró para ayudar a la policía de Seguridad del Estado, pero lo desechó. Poco después de aquel encuentro, supo que las mesas de ese establecimiento estaban preparadas por la policía política. No pensó en ello, hasta ahora. Estaba perdido.
-Yo…estaba completamente borracho. Eso es, estaba borracho.
-¿Borracho?
-Si. Borracho y bien borracho… No puedo decirle que ese no soy yo. Pero no recuerdo nada del incidente. Absolutamente nada.
-¿Mala memoria o mala sangre? Aquí en La Habana, la gente es mal agradecida. Nunca están contentos, siempre piden más y más. No importa lo que reciban, siempre más…
El oficial reflexionaba en voz alta. Parecía que hablaba consigo mismo y no con el detenido que le escuchaba con atención.
Le arrestaron en su hogar, en horas tempranas de la mañana. Registraron la casa en presencia de la responsable de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución y dos vecinos que trajeron casi a rastras para eso. La gente no quiso involucrarse. Le confiscaron un viejo y manoseado libro. “La gran estafa” de Eudosio Ravines. Le dijeron que poseer ese libro era delito, Propaganda Enemiga en el acápite de tenencia. Luego le esposaron y lo sacaron así ante sus vecinos. Le condujeron en un auto del mismísimo G2. El logotipo del automóvil rezaba así: Departamento de Seguridad del Estado-G2-Patrulla.
Al cabo de minutos que para el detenido fueron horas, el oficial se estiró, apagó la grabadora y colocó sobre la mesa un bolígrafo y varias hojas mecanografiadas. El detenido trataba de no mirarlo y distraía la atención en un detalle que le pareció fabuloso. En la pared, justo detrás del oficial, descubrió un insecto. Era un comején, un pequeño comején solitario. Aislado patéticamente en aquella fría habitación, lo suficientemente iluminada como para que él pudiera verle, a la distancia de los pocos metros que les separaban. El comején parecía buscar la compañía de alguno de sus semejantes. El detenido le deseaba suerte. Quizás si encontraba otros de su especie harían algo, al menos contra la madera. Se comerían las sillas y hasta la mesa. Terminarían con lo único vivo de aquel lugar…
-Esto, quizás podamos arreglarlo. Lo que hace falta es que usted coopere. Que se haga un buen favor y de paso que se lo haga a su familia. ¿Comprende?
El detenido tragó en seco. Volvió a fijar la vista en el comején. El insecto estaba solo y se desplazaba como si buscara a sus iguales. Al menos no estaba en peligro. A los depredadores del lugar, no les interesaban los insectos. Quizás hasta fueran sus colaboradores. Allí no corrían peligro los insectos.
-¿Ya pensó en su situación, detenido? No tenemos toda la mañana.
Al detenido le extrañó mucho la última afirmación. Le trajeron después de la cena. ¿Cómo este hombre le hablaba de una mañana? ¿Estaría confundido en relación al tiempo? Lo comprendió todo.
-No creo haber cometido delito alguno. No pienso firmar nada. De todos modos, ustedes harán conmigo lo que deseen. Yo…
El oficial le interrumpió con un violento golpe sobre la superficie de su escritorio. Parecía verdaderamente furioso, pero el detenido dudaba sobre la naturaleza real de la repentina cólera. Hasta ese momento, el uniformado se comportó con una seguridad absoluta, tanto en gestos como en palabras. Percibía un substrato de falsedad y afectación en el oficial. Algo se había ido fuera de control…
-Usted, hará lo correcto detenido. Hará lo mejor para su familia…Si le acusamos –ahora hablaba en plural- de Propaganda Enemiga Oral, pasará ocho largos años en prisión. No lo resistirá.-dijo mirándole con desprecio.
El detenido miró al comején y descubrió otro significado, como si la vida le hablara precisamente desde donde nadie quería escucharla. Quizás el comején no vivía autorizado en ese espacio. ¡Todo sucedió contra la voluntad de ellos! Se alejaba en su ensoñación conciente del oficial. Como televisor en mute, el oficial gesticulaba, igual que una película silente. Usaba al comején, que cobró un nuevo significado. El uniformado hablaba y no lo escuchaba: tenia centrada la atención en el comején. Pensó que no había visto arañas o lagartijas. Dedujo que las lagartijas eran las más peligrosas por andar de verde con una corbata roja. ¡Mala combinación esa! –pensó y descubrió que reía. Reía mucho, alto y con aspavientos.
Cuando se lo llevaron hasta la enfermería, el oficial hizo un mohín de disgusto. –Se malogró-dijo mientras pensaba en voz alta- El tipo es flojo…Si de veras se jodió de la cabeza, pues que vaya para Mazorra. Si es así, yo terminé con él. ¡Lástima! Si lo hubiera trabajado un poco… ¡Quien sabe!
Lawton, 2007-03-09
2 comentarios:
Estimado, González Febles, hubo un tiempo en Cuba, cuando los hombres eran hombres y las mujeres bonitas, que existían lugares donde los hombres podían reunirse a cambiar impresiones sin temor a chivatos y delatores. Uno de esos lugares era la escalinata de la casa situada en Rafael de Cárdenas esq. Calle 11, la escalinata de la barbería de Manolo. Tú tienes que haber pasado por allí muchas veces. Un poeta escribió: "Que no diera por tener un caballo que montar y una pampa pa' correr." Y que no diera yo por sentarme en esa escalinata y respirar libertad, y derechos acompañados de respeto.
Estás alucinando, Negro.
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