jueves, 24 de abril de 2008

Morir diferente, (cuento), Juan González Febles


A Rodolfito le gustaban los hombres y entre estos, los negros. No lo pudo evitar. Siempre fue así. Por suerte para él, su familia no notó grandes diferencias con los demás niños de su edad. Al menos no durante la infancia. Le protegieron y cuidaron de todo. No le permitieron juntarse con otros niños y lo mantuvieron ocupado entre un enjambre de solícitas tías. Querían que estudiara mucho y tuvo profesores particulares que complementaron su educación con clases de piano e idioma inglés y francés.

Rodolfito fue un niño normal que quería mucho a su madre. Siempre mantuvo esa identificación y esa preferencia por mamá. Cuando se hizo adulto, fue que se supo todo sobre sus afinidades. La familia estuvo dispuesta a perdonar las mariconerías, pero lo de los negros, era demasiado.

Todos eran de ideas avanzadas. Esta es la forma en que a los comunistas les gusta ser definidos. Pero por otra parte, eran buenos burgueses del Vedado, progresistas pero burgueses. ¡Total! Todos saben lo que sufrió Carlos Marx con su hija, casada con un mulato y nadie aspira a ser más comunista que él.

Al menos, en el caso de Marx, Lafargue era mulato y la hija, bueno; mujer. Lo de los negros era inadmisible y Rodolfito se fue a vivir solito en un apartamento en el Vedado. La familia lo prefirió así, la madre estuvo de acuerdo. El la visitaba continuamente, le traía regalos y pasaba mucho tiempo con ella.

La familia le salvó de las UMAP con sus influencias y Rody, se convirtió en una figura de la farándula habanera. El periodo especial fue su temporada de gloria. Como había viajado mucho en función de trabajo y tenía varios libros escritos y publicados en Europa, disponía de una cómoda renta. Vivía como rey en La Habana, con su cuenta bancaria en euros. Afectado y distante, salía a cazar jóvenes negros.

En los años de mayor hambruna en los inicios del Periodo Especial, Rodolfito invitaba a sus efebos negros a degustar bistec de res (palomilla o riñonada), papas fritas a la francesa y cerveza. Como tenía mucho dinero, impunidad e influencias, conseguía marihuana de la mejor calidad. Alguien muy bien parado, se la traía. Pero no la quería de Oriente, la de él, era de verdad; de afuera. La compartía como postre, esa munificencia le perdió.

El policía gordo y negro luchaba con la gente. Apenas conseguía mantener a los curiosos más allá del cordón de seguridad. También le costaba trabajo mantener su voluminoso abdomen dentro de los límites de su guerrera. La gente no le obedecía. A los gordos les cuesta un poco de trabajo mantener posiciones marciales. Sudaba copiosamente y algunos trasponían el cordón e ignoraban su autoridad.

Los vecinos acudieron a las llamadas de auxilio provenientes del apartamento de Rodolfito. Los asesinos, completamente drogados, no atinaron a abrir el mecanismo de la cerradura de la puerta principal y una reja de hierro les impidió escapar por la puerta trasera.

Presas de un pánico irracional, pidieron ayuda para ser sacados de allí. Un sencillo picaporte, convencional y sin diferencias notables con otros millones de picaportes similares, les impidió abandonar la escena del crimen en que estaban comprometidos.

El apartamento estaba ocupado por personal del Departamento Técnico de Investigaciones o DTI. Esta es la versión cubana de la policía criminal. También trabajaban los forenses y otros especialistas del Instituto de Medicina Legal o Morgue habanera.

Los asesinos, dos jóvenes negros, casi adolescentes, lloriqueaban diciendo cosas sin sentido. Estaban choqueados y alegaron no recordar nada.

Los encontraron en la sala, dentro del apartamento. En la habitación contigua, el dueño del inmueble yacía inerte completamente desnudo. Estaba de rodillas sobre el piso, con el torso recostado sobre la cama. La cabeza estaba de lado y los brazos en cruz. Tenía untadas las nalgas y el ano con vaselina. Sus manos se crispaban sobre la sábana en el rigor postrero. En los ojos fijos y vidriosos, mantenía una expresión mezcla de dolor y sorpresa. Estaba cribado a punzonzazos. Los punzones homicidas fueron fácilmente ocupados en el lugar. Aún estaban manchados con sangre semi seca.

El apartamento estaba arreglado con gusto. En la pared, profusión de obras originales. Algunas estaban dedicadas. Todas, correctamente firmadas y certificadas. Las obras correspondían a Portocarrero, Amelia Peláez, Cabrera Moreno y otros consagrados. Porcelanas, bronces y cerámicas de valor, hablaban de la sensibilidad depurada del difunto.

Rodolfito fue director de coros y canturías en teatros y otros espacios consagrados al espectáculo. Era conocido y querido en el mundillo artístico. Pero aún más, en el micromundo gay habanero.

Mientras la policía tomaba declaraciones a los vecinos más allegados al difunto, el más joven de los asesinos, seguía sin recuperarse aun bajo los efectos de la droga.

El DTI se posesionó de un rincón dentro del espacio acordonado en el pasillo. Allí escuchaban las tonterías y las cosas absurdas que refiere la gente siempre que se produce un caso con estas características.

Dentro, aun trabajaban los forenses. La jefa del equipo era joven e inusualmente bella. Los asesinos permanecían en el sofá vigilados estrechamente por los policías. Mientras el que parecía mayor permanecía callado, el menor lloriqueaba y repetía:

-Quería que se la metiera y yo tenía mucha hambre. El maricón me sofocó…yo ná má quería comer y dormir. Una jama y una surna, ¡caballero…!

Cuando concluyeron las diligencias, les condujeron esposados entre dos hileras de personas. Había cientos de curiosos. Buscaban y compartían detalles escatológicos. Compartían un morbo que les unía y todos querían ver de cerca a los asesinos. Los llevaron en carro de patrulla que partió ululando sirena a través de la vía que abrieron dos motociclistas de la policía. Los motociclistas eran altos y esbeltos. Usaban gafas oscuras y casco protector.

Los especialistas del DTI se preparaban para marcharse. El jefe del equipo a quien todos llamaban mayor y saludaban con respeto, lo tenía todo dispuesto y conversaba con la bella forense. Quería acostarse con ella. La joven lo miraba fascinada y mientras jugueteaba con un solapín donde podía leerse, “forense”. El solapín estaba unido a una cinta. Esta fue un regalo del mayor. La cinta era azul y llevaba inscrito: Adidas.

Se trataba de un hombre de una edad indefinida entre los 35 o quizás los 40 años. Era delgado y fumaba demasiado. Pero era además musculoso y se veía que disfrutaba mucho su trabajo. A la joven le gustaba dilatar las cosas y obligarlo a cortejar.

El móvil del mayor chirrió y se dispuso a atender. La conversación llevaba sello de cosa oficial. El mayor contestaba con monosílabos. Decía: “si coronel”, “no coronel”, “copiado”, “ordene” y cosas de ese estilo. Al final concluyó con: “¿Móvil?, pasional… Positivo”… y cortó.

El mayor se quedó hasta el final. El carro de la Morgue abandonó la escena, llevándose al infortunado Rodolfito en una bolsa de nailon verdeolivo. Las bolsas fueron compradas para el ejército en el extranjero. El comprador pasó por alto el empleo que se les daría y por ser el ejército, las compró verdeolivo. Pensó que sería un color fabuloso para muertos o matadores. Rodolfito habría preferido el negro, el blanco o el naranja. Nunca habría aprobado el verde y mucho menos el verdeolivo, detestaba ese color.

La forense permaneció en la escena hasta que el cadáver levantado, fue retirado. No se marchó porque el mayor le pidió que le acompañara hasta su unidad. Ultimarían algunos detalles que no precisó y almorzarían juntos.

-¡Lástima que le hayan asesinado de esa forma! Sin dudas era un tipo culto. Esas pinturas son muy costosas y su apartamento un sueño. ¡Nunca tendré uno así!

-No tienes necesidad. Tú eres la belleza, ese tipo era un desviado, un problema para la sociedad, para su familia y para él mismo. Tú sabes al igual que yo, que esta gente acaba así…-dijo el mayor.

-No son malos y tampoco están desviados. Son sólo diferentes. ¿Notaste el gusto para decorar ese apartamento? Son personas como nosotros y…

-¿Cómo quien? ¿Como tú, como yo? Yo no puedo ser comparado con ningún maricón. Tú tampoco. Ellos están enfermos, desviados o que sé yo… ¡Diferentes! Pues si. Si son diferentes, que vivan diferente y que se mueran diferente…

La doctora hizo un mohín que pasó por lástima y era en realidad disgusto. El mayor le sostuvo la barbilla para mirar en sus ojos. Le dijo:

-Este país es para inteligentes y fuertes. No nos podemos permitir blandengues ni diferentes. Oye más a Fidel. ¿Copiaste compañera?

La muchacha asintió y recostó la cabeza en su hombro. El mayor miró por encima de ella. Quería saber si alguien más había presenciado el gesto de la muchacha, pero estaban solos.

-Vamos-dijo- Primero almorzaremos, lo haremos en Guanabo, en la Casa de Oficiales. Ya hemos trabajado demasiado. Después te daré una constancia para tu trabajo. Estuviste reunida con un oficial del DTI.

El automóvil del mayor era un Lada con motor reforzado y cristales polarizados. Los cristales eran suficientemente oscuros como para que nadie por fuera distinguiera si iba solo o no. En la Casa de Oficiales siempre tenían carne y buena cerveza. El mayor estaba seguro que la tarde sería especial. ¿Por qué no? Se lo había ganado y eso era todo lo que contaba. Al menos para él.
-¿Te pasa algo? ¿En qué piensas?
La muchacha lo pensó antes de responder.
-No me pasa nada, sólo que vivir diferente, o morir diferente, también es vivir o morir de alguna forma. A propósito, necesito regresar temprano…
Lawton, 2007-05-06


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