jueves, 10 de abril de 2008

ARTE Y LITERATURA, El día que apareció Mijaíl (cuento) Luis Cino

En la unidad, el policía de la carpeta que recogió la denuncia de la desaparición, no les hizo mucho caso. Hacía calor y era un día malo. Tan malo como puede ser un día en una unidad policial de La Habana.

Simuló que los oía con atención, mientras jugueteaba con un bolígrafo sobre la plancha de granito gris que le servía de mesa. Su mente vagaba por otros rumbos. Tenía asuntos que atender más urgentes que la lata que le estaban dando estos dos mugrosos. ¿Qué importancia podía tener que un muchacho de 23 años, seguramente tan mugroso como ellos, que decían ser sus hermanos, no hubiera ido dos noches a dormir en casa?

-Andará con alguna mujercita, compay, ya aparecerá-dijo y apuntó de mala gana, por si acaso, el nombre y la dirección. “O se largó en una balsa”, pensó para sus adentros.

Elio y Vladimir también pensaron lo mismo. El problema fue convencer a su madre cuando llegaron a la casa. Mijail había salido temprano en la mañana, hacía dos días, y no había regresado. La vieja no creía que estuviera con alguna mujer. No en la facha que salió de la casa.

Mijail era el tercero de sus cuatro hijos. Sólo un año mayor que Iván. Los dos que más guerra le daban. Siempre borrachos y con alguna bandida a cuestas. Eso, cuando tenían dinero. No se podía pedir más de ellos, decía. ¡Era tan poco lo que les había tocado! No tenían zapatos ni ropa decente, ni siquiera un cuarto. Uno dormía con ella desde que murió el viejo, otro en el sofá de la sala y el mayor en un catre.

Vladimir y Elio eran los mayores. Los dos trabajaban, y aunque no tuvieran mujer, habían sentado cabeza y se sabían cuidar.

Los dos hermanos dejaron a la vieja llorando y prendiendo velas a los santos, y se fueron al amanecer para el trabajo. Cuando llegaron, todos los camiones estaban para la planta de asfalto. Hasta cerca del mediodía, no regresaría el primero. Sólo entonces saldrían las brigadas de bacheo a trabajar.

Sentados en la acera, bajo un álamo, los obreros esperaban. La piel terrosa, la derrota en los ojos y las palabrotas en la boca. Tenían toda la mañana por delante.

Elio sacó las cartas del bolsillo de su overall, las barajó y comenzó el juego.

A las diez de la mañana, los dos hermanos habían perdido una caja de cigarros y todo el dinero que tenían. Siete pesos entre los dos. Hoy no era su día de suerte.

Vieron a Iván, el menor de sus hermanos bajar la loma de Luz. Venía sudado, sin camisa y muy serio. Frenó su bicicleta junto al árbol y sin dar tiempo a que le preguntaran, dijo:

-Yo creo que Mijail andaba buscando ladrillos o recebo para el cuarto que quería hacer en el patio. Dice Papo que no le devolvió la pala ni el vagón. Mijail los tiene hace tres días.

-Coño, ¿y por qué no lo dijiste antes? –Preguntó Vladimir- Si se llevó la pala y el vagón, entonces fue a buscar recebo a la Loma del Burro. Vamos allá a buscarlo.

Nadie reparó en el jefe de brigada que recordaba que el camión del asfalto estaba al llegar. Elio lo fulminó con la vista, pero no le respondió.

La Loma del Burro quedaba a unos 600 metros. Varios obreros agarraron picos y palas y se fueron con los tres hermanos a buscar a Mijail. Unos por solidaridad, otros por entretenerse en algo.

Se dispersaron por la loma y empezaron a buscar. Por todos lados había excavaciones. Casi tantas como condones y papeles cagados. La gente abría agujeros en la roca de la loma para sacar el polvo amarillento que llamaban con optimismo “recebo”. Lo empleaban para reparar sus casas o para venderlo, a 20 pesos el saco.

No tuvieron que buscar mucho. Cerca de un saco a medio llenar, había una camiseta roja. Empezaron a cavar por los alrededores. La peste les avisó. También el zumbido de las moscas.

Lo primero que apareció fue una rodilla. Enorme. Parecía que la hubieran inflado como a un globo. Embutida y violácea dentro del pantalón gris.

Iván se apoyó en un árbol y vomitó hasta que se sintió como si hubiera largado el estómago. Elio lo abrazó y empezó a llorar. Vladimir dijo que no cavaran más y avisaran a la policía.

No lo desenterraron hasta que vinieron los guardias, una hora después. Llegaron en un patrullero y una camioneta de Criminalística. Parquearon donde terminaba la calle y empezaba la hierba. Con órdenes secas y empujones, apartaron a los curiosos. Amarraron cintas amarillas alrededor del lugar. Un gordo apuntaba en un cuaderno lo que le decía un canoso alto y flaco, vestido con una bata blanca y con cara de estreñimiento.

Mijail, con el rostro hinchado y amoratado, parecía indiferente al alboroto. Tenía la pala al lado suyo. Estaba sentado dentro del hueco, la cabeza y los brazos apoyados en las rodillas. Cogiendo un diez. Se durmió pensando en las nalgas de Yamila y en los sitios a donde nunca pudo ir. Dormitaba, protegido del sol, cuando se desprendió el diluvio de rocas y tierra que lo sepultó. La carretilla no apareció.

Después que se llevaron el cadáver a Medicina Legal, Iván montó en la bicicleta y fue a avisar a la madre.

Vladimir y Elio regresaron al trabajo. Justo a tiempo para almorzar. Arroz, frijoles colorados. Se sentaron en la última mesa del comedor, muy serios y con los ojos enrojecidos. Comieron rápido, sin hablar con nadie y sin apenas levantar la vista de las mugrientas bandejas de aluminio.

Después, salieron con la brigada a tirar asfalto. No podían fallar. Si ellos faltaban, sólo serían tres hombres para hacer el trabajo. Si se apuraban, antes de las cinco habrían terminado. De todos modos, la autopsia demoraría y ellos ya no podían hacer nada por Mijail.
Luís Cino, del libro en preparación “Los más dichosos del mundo”
Arroyo Naranjo, 2007-06-13


1 comentario:

Anónimo dijo...

La fotografía muestra la ladera bonita de la Loma del Burro. La parte de la loma a la que Luis Cino se refiere es la ladera opuesta, la que no aparece en la foto.