Mañana
Querido Leandro:
Nunca imaginé que aquella lectura de juventud, La sala número 6, de Antón Chejov, sembraría en mi espíritu el deseo de escribir sobre la locura. Cierto es que cuando Chejov escribió su relato, lo concibió de forma tal que a través de su lectura nos identificáramos con el Dr. Ragin. Pero, de identificarse con un personaje de la literatura a sufrir en la vida real los mismos síntomas, va un largo trecho. Por supuesto, en ningún momento he pensado que mi final pueda ser o se parezca al ocurrido al doctor Ragin. Pues si el propio autor de La sala, Antón Chéjov, murió tuberculoso a la edad de 43 años, y no en un manicomio sino en la selva negra alemana donde se encontraba el sanatorio Badenwiler, por lógica a mí me sucederá otra cosa bien distinta. Aunque en honor a la verdad, lo que vas a leer es la exacta relación de cuanto me acontece.
Si se quiere, el asunto ha comenzado como comienza todo. Primero un principio, y más tarde, un final. La idea de escribir sobre la locura se apoya en el hecho cierto de que mis facultades mentales se están deteriorando. Y si es cierto que para hacer literatura uno debe basarse en las vivencias propias nada mejor haría que escribir sobre lo que sé por mí mismo.
Pero antes de proseguir sería bueno aclarar que nadie está exento de volverse loco. En cualquier época y circunstancia, el aparato mental, por factores que aún permanecen en el misterio, puede dar muestras de agotamiento. Y si bien es cierto que el hidalgo don Quijote de la Mancha enloqueció leyendo libros de caballería, las estadísticas indican que la pérdida o el extravío de la razón no es una condición exclusiva de los individuos dedicados al estudio. Los manicomios del mundo están abarrotados de personas sencillas que no tienen grandes pretensiones. Y aquí me aventuro a esgrimir la idea de que la locura aparece cuando entre el corazón y cerebro se denota falta de equilibrio es decir, en el instante en que la percepción del primero se torna demasiado sensible ante la avalancha de información que le proporciona el segundo. Entonces se produce la descompensación de manea que no será mi intención extenderme (por ahora), en ese “reino desconocido”. Ya te lo digo desde el principio: Sólo pretendo escribirte una carta inicial donde pueda explicarte por qué me siento un poco loco. Por ello pasaré a narrarte algunas de mis experiencias personales. Es bueno que así sea, pues mi intención es presentarte una historia limpia, sin los trucos con que los escritores profesionales suelen escribir sus cartas.
Yo sostengo la opinión de que las personas, en su jornada de sufrimiento, sufren porque perciben con la nitidez de los dioses lo que les ocurre y ocurrirá. Son estados de conciencia en los que uno no está viviendo sino que, se contempla a sí mismo. Se trata de un distanciamiento que podría ser un privilegio o una maldición; es nuestra alma contemplando a nuestro cuerpo. Este divorcio produce el más espantoso de los dolores, porque hemos fallecido como materia y nuestro cuerpo continúa vivo. Pero lo más interesante es que el alma, distanciada del caracol de la carne, flota en un vacío que sólo los dioses pueden soportar las personas cuya alma nunca alcanzó a separarse del cuerpo, jamás conocerán el dolor verdadero.
Quizás el descubrimiento de que mi persona no le importe a nadie me ha hecho tejer una explicación fantástica del Universo donde yo, por supuesto, ocuparé algún lugar importante. A veces me he regalado la explicación de que mi fantástica participación en esta vida la he fabricado para cuando mi etapa de Eros termine y la noche de cada noche pierda su significado misterioso, y entonces no tenga que utilizar la imagen de un Padre en el estado totalitarista. O quizás el asunto se deba a una incapacidad mía de sentir amor por los demás; una suerte de inverosimilitud en los seres reales que ya nunca más podrá compartirse con la verosimilitud que me ofreció en la infancia Robinson Crusoe.
A lo largo de la existencia, y en relación con la cultura que haya podido acumular he utilizado para mi consumo personal la metáfora que mejor me explicara los giros del destino. Muchos actos de mi vida los he justificado con el convencimiento de que no soy yo quien prepara, en algunos casos, las causas que me conducen a un efecto. Y he resuelto el misterio de los acontecimientos atribuyendo algunas acciones de mi vida a una decisión ajena a mi propia voluntad. Yo, que pretendo escribir y pensar no me responsabilizo con la mayor parte de mi vida. Y cuando se ha tratado de hechos desconcertantes, me he dicho que tal o mas cual cosa ha ocurrido por la voluntad de los dioses. Esta metáfora me ha permitido respetar a las religiones y a los núcleos de poder; pues finalmente desconozco si alguno de esos acontecimientos son decretados allá en el Cielo o aquí en la Tierra.
Antes de proseguir, querido hermano Leandro, quisiera acotar que el Informe sobre ciegos, de Ernesto Sábato, más que mera literatura, ha tenido para mí un alcance tan serio que no me equivocaría si dijera que en él está implícitamente planteado el destino futuro de la Humanidad: NO EXISTE LA CASUALIDAD; y por lo mismo, o todos nos salvamos o todos nos jodemos.
Trabajo me costó comprender que mi conocimiento es una cárcel. Hoy sólo deseo cambiar de cárcel. Ser diferente, otro. Sólo las personas mediocres viven una existencia sin enterarse de que son prisioneros mentales.
Goethe pasó gran parte de su vida leyendo, pensando y escribiendo. Sólo para formular una pregunta única que le hubiera bastado para entrar en la Historia: ¿Es el hombre quien condiciona sus circunstancias, o son las circunstancias las que condicionan al hombre? Algunos hechos aparentemente casuales me sugerían prestar atención a los ‘acontecimientos poco probables’ que, de repente y como si mis actos estuvieran en un guión, sucedían independientes a mi decisión personal. Entonces no decía que tales casualidades eran las leyes matemáticas de una Mente Cósmica; y lo que para algunos suelen ser milagros o verdaderas desgracias, para el espacio profundo es el puro Caos que trabaja con una lógica a la cual la mente humana tiene el acceso prohibido.
Ahora soy capaz de recordar que mis estados de conformidad significaban una mente bajo el control de las circunstancias. Por ejemplo: un estado de sufrimiento podía ser una pequeña hendija para mirar lo real. Entonces el mecanismo de mi conciencia buscaba placer para anular esa mirada. Hay que reconocer que mirar lo Real sin Ayuda puede ocasionar la muerte o la locura.
Durante mi juventud había disfrutado –fuese ilusión o realidad- de independencia total. El mejor ejemplo para ilustrar lo que quiero significarte es que en los momentos de cometer ‘un pecado’, mi crimen espiritual quedaba impune. Si yo no habría la boca, ni el propio Dios, ocupado en la administración de su vasto Universo, tendría interés y tiempo de ocuparse de algo tan insignificante como mi persona. Eran los tiempos en que la zona más vulnerable de mi cuerpo era la cara. De algún modo debía proteger mi alma y lo hacía en momentos de inopia de la voluntad, utilizando gafas de cristales oscuros. Por lo demás estaba convencido de pasar inadvertido. Era como si dispusiera de la facultad de convertirme en un hombre invisible. De ahí mi pasión por las ciudades cosmopolitas donde nadie te conoce. Y por el contrario, mi rechazo a los barrios donde, a fuerza de que los lugareños te observan cada día, se llega a formular una opinión de tu persona como si te llevaran un expediente policiaco…(continuará).
Querido Leandro:
Nunca imaginé que aquella lectura de juventud, La sala número 6, de Antón Chejov, sembraría en mi espíritu el deseo de escribir sobre la locura. Cierto es que cuando Chejov escribió su relato, lo concibió de forma tal que a través de su lectura nos identificáramos con el Dr. Ragin. Pero, de identificarse con un personaje de la literatura a sufrir en la vida real los mismos síntomas, va un largo trecho. Por supuesto, en ningún momento he pensado que mi final pueda ser o se parezca al ocurrido al doctor Ragin. Pues si el propio autor de La sala, Antón Chéjov, murió tuberculoso a la edad de 43 años, y no en un manicomio sino en la selva negra alemana donde se encontraba el sanatorio Badenwiler, por lógica a mí me sucederá otra cosa bien distinta. Aunque en honor a la verdad, lo que vas a leer es la exacta relación de cuanto me acontece.
Si se quiere, el asunto ha comenzado como comienza todo. Primero un principio, y más tarde, un final. La idea de escribir sobre la locura se apoya en el hecho cierto de que mis facultades mentales se están deteriorando. Y si es cierto que para hacer literatura uno debe basarse en las vivencias propias nada mejor haría que escribir sobre lo que sé por mí mismo.
Pero antes de proseguir sería bueno aclarar que nadie está exento de volverse loco. En cualquier época y circunstancia, el aparato mental, por factores que aún permanecen en el misterio, puede dar muestras de agotamiento. Y si bien es cierto que el hidalgo don Quijote de la Mancha enloqueció leyendo libros de caballería, las estadísticas indican que la pérdida o el extravío de la razón no es una condición exclusiva de los individuos dedicados al estudio. Los manicomios del mundo están abarrotados de personas sencillas que no tienen grandes pretensiones. Y aquí me aventuro a esgrimir la idea de que la locura aparece cuando entre el corazón y cerebro se denota falta de equilibrio es decir, en el instante en que la percepción del primero se torna demasiado sensible ante la avalancha de información que le proporciona el segundo. Entonces se produce la descompensación de manea que no será mi intención extenderme (por ahora), en ese “reino desconocido”. Ya te lo digo desde el principio: Sólo pretendo escribirte una carta inicial donde pueda explicarte por qué me siento un poco loco. Por ello pasaré a narrarte algunas de mis experiencias personales. Es bueno que así sea, pues mi intención es presentarte una historia limpia, sin los trucos con que los escritores profesionales suelen escribir sus cartas.
Yo sostengo la opinión de que las personas, en su jornada de sufrimiento, sufren porque perciben con la nitidez de los dioses lo que les ocurre y ocurrirá. Son estados de conciencia en los que uno no está viviendo sino que, se contempla a sí mismo. Se trata de un distanciamiento que podría ser un privilegio o una maldición; es nuestra alma contemplando a nuestro cuerpo. Este divorcio produce el más espantoso de los dolores, porque hemos fallecido como materia y nuestro cuerpo continúa vivo. Pero lo más interesante es que el alma, distanciada del caracol de la carne, flota en un vacío que sólo los dioses pueden soportar las personas cuya alma nunca alcanzó a separarse del cuerpo, jamás conocerán el dolor verdadero.
Quizás el descubrimiento de que mi persona no le importe a nadie me ha hecho tejer una explicación fantástica del Universo donde yo, por supuesto, ocuparé algún lugar importante. A veces me he regalado la explicación de que mi fantástica participación en esta vida la he fabricado para cuando mi etapa de Eros termine y la noche de cada noche pierda su significado misterioso, y entonces no tenga que utilizar la imagen de un Padre en el estado totalitarista. O quizás el asunto se deba a una incapacidad mía de sentir amor por los demás; una suerte de inverosimilitud en los seres reales que ya nunca más podrá compartirse con la verosimilitud que me ofreció en la infancia Robinson Crusoe.
A lo largo de la existencia, y en relación con la cultura que haya podido acumular he utilizado para mi consumo personal la metáfora que mejor me explicara los giros del destino. Muchos actos de mi vida los he justificado con el convencimiento de que no soy yo quien prepara, en algunos casos, las causas que me conducen a un efecto. Y he resuelto el misterio de los acontecimientos atribuyendo algunas acciones de mi vida a una decisión ajena a mi propia voluntad. Yo, que pretendo escribir y pensar no me responsabilizo con la mayor parte de mi vida. Y cuando se ha tratado de hechos desconcertantes, me he dicho que tal o mas cual cosa ha ocurrido por la voluntad de los dioses. Esta metáfora me ha permitido respetar a las religiones y a los núcleos de poder; pues finalmente desconozco si alguno de esos acontecimientos son decretados allá en el Cielo o aquí en la Tierra.
Antes de proseguir, querido hermano Leandro, quisiera acotar que el Informe sobre ciegos, de Ernesto Sábato, más que mera literatura, ha tenido para mí un alcance tan serio que no me equivocaría si dijera que en él está implícitamente planteado el destino futuro de la Humanidad: NO EXISTE LA CASUALIDAD; y por lo mismo, o todos nos salvamos o todos nos jodemos.
Trabajo me costó comprender que mi conocimiento es una cárcel. Hoy sólo deseo cambiar de cárcel. Ser diferente, otro. Sólo las personas mediocres viven una existencia sin enterarse de que son prisioneros mentales.
Goethe pasó gran parte de su vida leyendo, pensando y escribiendo. Sólo para formular una pregunta única que le hubiera bastado para entrar en la Historia: ¿Es el hombre quien condiciona sus circunstancias, o son las circunstancias las que condicionan al hombre? Algunos hechos aparentemente casuales me sugerían prestar atención a los ‘acontecimientos poco probables’ que, de repente y como si mis actos estuvieran en un guión, sucedían independientes a mi decisión personal. Entonces no decía que tales casualidades eran las leyes matemáticas de una Mente Cósmica; y lo que para algunos suelen ser milagros o verdaderas desgracias, para el espacio profundo es el puro Caos que trabaja con una lógica a la cual la mente humana tiene el acceso prohibido.
Ahora soy capaz de recordar que mis estados de conformidad significaban una mente bajo el control de las circunstancias. Por ejemplo: un estado de sufrimiento podía ser una pequeña hendija para mirar lo real. Entonces el mecanismo de mi conciencia buscaba placer para anular esa mirada. Hay que reconocer que mirar lo Real sin Ayuda puede ocasionar la muerte o la locura.
Durante mi juventud había disfrutado –fuese ilusión o realidad- de independencia total. El mejor ejemplo para ilustrar lo que quiero significarte es que en los momentos de cometer ‘un pecado’, mi crimen espiritual quedaba impune. Si yo no habría la boca, ni el propio Dios, ocupado en la administración de su vasto Universo, tendría interés y tiempo de ocuparse de algo tan insignificante como mi persona. Eran los tiempos en que la zona más vulnerable de mi cuerpo era la cara. De algún modo debía proteger mi alma y lo hacía en momentos de inopia de la voluntad, utilizando gafas de cristales oscuros. Por lo demás estaba convencido de pasar inadvertido. Era como si dispusiera de la facultad de convertirme en un hombre invisible. De ahí mi pasión por las ciudades cosmopolitas donde nadie te conoce. Y por el contrario, mi rechazo a los barrios donde, a fuerza de que los lugareños te observan cada día, se llega a formular una opinión de tu persona como si te llevaran un expediente policiaco…(continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario