Desde su caída en desgracia, la función de repartidor de pan a domicilio fue la que mejor le retribuyó económicamente y de otras formas. Fue un regalo divino, o al menos, así lo interiorizó Chino. En sólo tres días, ganaba más que en un mes de su antiguo trabajo en la TV oficial, pero Chino amaba ese empleo y esta situación, le hizo sufrir.
Entonces, sin percatarse, estableció una relación especial con sus clientes. Estas eran mujeres en su inmensa mayoría. Mujeres aburridas y hastiadas en ciertas zonas del vivir. Cuando llegaba a sus casas, en ocasiones les cargaba un bulto pesado, apretaba una toma de agua goteante o colocaba un fusible. Siempre les traía un chiste o un piropo. Estaba al tanto de cada tinte, cada nuevo peinado o cada corte de pelo. A veces, bastaba con permanecer callado y escuchar asintiendo de vez en vez. Pero el quid estaba en el barrio. Sus clientas vivían en una zona congelada. Un lugar para personas bien apellidadas. Gente de bien consagrada a tareas importantes. Una zona residencial congelada para la frialdad, el confort y el aislamiento.
El barrio era hermoso. Sus jardines estaban bien cuidados y todas las casas parecían recién pintadas. Hasta la piel de los vecinos lucía un tinte diferente. Como si recién llegaran de un sitio mejor. Cuando Chino recorría esas calles y hacía sonar el silbato, le parecía estar en otro lugar. La belleza siempre aporta contenidos esenciales.
Con tiempo y habilidad consiguió que todas sus clientas esperaran el pan con ansiosa ilusión, que compraran el extra a sobreprecio y por añadidura, le premiaran con propinas, ropa de calidad y almuerzos especiales para él, que según consenso compartido: “era bueno y muy simpático”.
Cuando comenzó la complicidad compartida del sexo clandestino, las cosas se enredaron en su cabeza y llegó el momento en que le resultó imposible recordar, quien fue la primera o quien la siguió. En otra ocasión, se dio la conjunción que no hubo panaderos por ausencias justificadas y coincidentes. No hubo pan y el atribulado delegado, los otros factores de la comunidad y el Partido Comunista le pidieron que hiciera pan para la población, auxiliado por algunos ancianos cederistas. Chino se dijo a sí mismo: ¿Y por qué no? Y se hizo pan…
Esa noche la terminó arropado bajo las cobijas de la esposa de un alto funcionario ausente en el extranjero por funciones de trabajo. Mucha cerveza, carne roja y sexo, mientras su carretón de pan permanecía a buen recaudo en el garaje de la residencia. El humilde carretón compartía el espacio con un Alpha Romeo, que no circulaba por ser regalo del Máximo Líder y un modesto Nissan que era el auto familiar del funcionario.
Como verdadero extraño en otro paraíso, Chino acumuló información, como para llenar un archivo sobre las aberraciones y perversiones de aquellos elegidos por la patria o por si mismos. Sabía de quien necesitaba masajes anales, Viagra, o de quien lloraba en su orgasmo. Vistos desde ese ángulo no eran tan especiales: Unos pobres hombrecitos, vistiendo tallas por encima de la propia.
Chino conoció de las pequeñas y las grandes tragedias familiares, conyugales y eróticas de los elegidos. Sabía de policías crueles y despiadados en su trabajo, que se convertían en amorosos papitos y abuelitos de su círculo familiar. Para Chino, era la gran apertura al hombre en toda su divina complejidad.
Repartir pan rebasó con creces las expectativas de Chino. Compró equipo de CD y TV a color, aumentó de peso y se vestía a la moda. La vida cambio para bien. Pero como en todo, también tuvo su experiencia catártica y definitoria.
Odalys era bella. La palabra bella la definía. Los machos de todas las especies le rendían tributo. Gatos, perros, gallos y hombres caían fascinados por su aura. Las especies animales ante su presencia, se comportaban y realizaban la rutina que desplegaban ante las hembras de su especie en celo. Nació en Bayamo, era trigueña con una mata de pelo negro azabache y unas formas como para infartar. Estaba demasiado buena para ser real.
Rondaba los treinta años y era madre de un niño rubiecito, como todos los de ese reparto, de entre tres o quizás cuatro años.
Su esposo era 20 y más años mayor. Era militar y no permitía que su esposa trabajara fuera del hogar. Aunque se pretendía que esto era secreto, todos conocían que el hombre era oficial de la policía de Seguridad del Estado. Chino, cada vez que le llevaba el pan, preguntaba con inocencia y picardía: -¿Cómo le va al bombero?
Uno de esos días en que Odalys se preguntaba si su vida tenía algún sentido, sucedió. Ella le preguntó si conocía el tablero Ouija y él, con total suficiencia respondió que era de lo que más sabía. Ella le pidió que colocara el carretón en el garaje, por aquello de que la gente piensa mal. El niño se encontraba bien cuidado en el Círculo Infantil y pasaron a la alcoba matrimonial, para allí interrogar a los muertos sobre el pasado, el presente y el porvenir.
La habitación fue una revelación por si misma para Chino. Era amplia con dos inmensos clóset, de puertas de corredera de madera barnizada y un baño de dimensiones bastante amplias, en relación a todas sus experiencias.
Aunque Odalys no comprendió o quizás no quedó satisfecha del todo con las revelaciones de Ouija, se creó la magia. El supo que no era feliz y ella lloró sobre su hombro. Le mostró el interior de uno de los clóset y Chino quedó fascinado. Estaba lleno de armas de fuego. Desde escopetas de caza con uno y dos cañones, hasta pistolas. Fusiles AKM, cajas de municiones y cuchillos de monte, dagas, machetines y armas blancas exóticas, provenientes de diversas regiones del mundo.
Chino se sentía diferente porque libaba miel destinada a otro zángano. El whisky de malta escocés que degustó, le abrió una nueva perspectiva en relación con el servicio desinteresado a la patria. Aprendió que no sólo se podía morir por ella, gozarla era igualmente glorioso y además, agradable.
Chino poseyó a Odalys con una ternura y gentileza que convirtió en revelación para ella. Con fuerza y mucha delicadeza en una combinación armónica invencible. Para ella, transmutó la perversión en virtud. Odalys se sintió bebida, penetrada, saboreada y sometida como no recordaba haberlo sido nunca.
Para completar su rutina, Chino le pidió que se volviera para sodomizarla. Con su tono de voz grave, dulce e íntimo, le aseguró placer y le minimizó el dolor de las principiantes. Ella le creyó.
Casi hipnotizado por esta experiencia, percibió que el acceso a las autopistas del poder y a las bendiciones de la patria, se encuentra empedrado de capricho, azar, merecimiento o destino. Se nutre con habilidad, valor, capricho senil, o hembra jadeante, satisfecha e ilegalmente feliz.
Mientras, a cuatro puntos en la forma que los musulmanes hablan con Dios, Odalys recibió la ofrenda de macho de Chino.
La poseyó abstraído y a semi distancia del amor y el placer. Lo hizo con la vista y la imaginación fijas en un uniforme militar. El traje estaba investido con las estrellas que confieren mandato cruel, inmediato e inevitable. Estaba poseído por la sensación triunfante, que sodomizaba la visión sólida del poder absoluto que representaba.
Mientras, la prenda amenazante, impersonal e impotente, asistía a la gozadera desde su perchero. Lucía marcial, limpia y correctamente planchada, como para un desfile o quizás una marcha.
Lawton, 2007-03-18
Primer Premio en Cuento de la edición de 2007, del Concurso El Heraldo
Proyecto de Bibliotecas Independientes de Cuba
No hay comentarios:
Publicar un comentario