jueves, 20 de marzo de 2008

Dos puentes sobre el río (Fragmento), Eduardo Camilo González Bonachea


I
En la escena aparecen dos muchachos de apenas veinte años. Hay dos puentes, uno más ancho y otro más estrecho. Como fondo, la fachada de la recién inaugurada Escuela de Medicina, y más allá, los marabuzales abruptos y vírgenes a los que les llaman La Liberia, donde un hilo de humo ambarino asciende vertical.

Sobre el puente estrecho está el joven de pelo azabache ensortijado y piel blanca; tiene ojos oscuros que abre y

Sobre el puente ancho está el otro joven, también de cabellos ensortijados, pero de color oro viejo. No sabe que hacer con sus manos en tanto se mueve de un extremo a otro.

Ambos exploran la utilidad de los puentes para alcanzar diversos objetivos, por ejemplo, el examen de anatomía. Ambos han repasado hasta el infinito las numerosas irregularidades de un cráneo barnizado y sus fragmentos dispersos. El hecho es tentar a la Providencia. En cuál de los dos puentes estará la suerte. Cuál cumplirá lo que se pide.

Puente: construcción sobre un río. Puentes que se cruzan y en los que cabe un sólo pie. La suerte. El examen. Todo es ancho y estrecho, verde como el arroyo que refleja las figuras manchadas de lino.
Nadie sabe si es una escena real. Una secuencia fija. No hay fotógrafos. Nadie filma. Nadie es escritor.
II

Subo la calle lentamente, calle desgastada, tortuosa. Incesantes pisadas me la han hecho un lugar imprescindible en la memoria. Con los ojos cerrados apoyaba la cabeza en los brazos de mi madre para tantear las distancias, ella sacudía el brazo, me traía a la “realidad”. Conozco cada piedra, cada tramo. De hecho, es un puente recurvado, agónico, un gran puente. Distinto al de la cabecera de mi cama en la cual el Ángel de la Guarda con sus alas blanquísimas nos protegía el paso por unas traviesas rotas y un río que esperaba al ser y al cuerpo en el vacío instintivo. He vivido con el temor de esa caída. De ese estremecimiento. Del sueño a la muerte. Es la primera noción que tengo de la vida.

Todos los días a esta misma hora el sol cae en abanico con una brillantez tan pura que los sonidos escapan. Traigo un mazo de lechugas rutilantes, corrugadas. Camino despacio, sueño o creo soñar, dormir, un pie delante del otro lento, para que pasen los minutos, las horas, cinco, diez, quince o veinte años para que pase la Época.

De una casa lateral alguien me llama por mi nombre y mis dos apellidos en un spanglish con un acento especial que no parece ser del sur de la Florida. Frente a mí está sonriente el muchacho de cabellos ensortijados ya no tan oscuros. Me abraza y no sé si el devenir es una ilusión tácita o una regresión. Sus ojos casi iguales, incipientes patas de gallina. Estás muy bien (palabras sin sentido que viajan hacia dentro o hacia fuera). Mañana nos vemos en la casa, quiero armar el pedazo de historia que nos falta. ¿Es un rompecabezas la historia? Quiero regalarte mis huesos. No entiendo, estoy turbado. Me voy a quedar sin la “verdad de la vida”. La vida no tiene verdad, digo. (Quiero irme.) No sabía que llegabas. Nos vemos seguro mañana. Muevo las lechugas de un lugar a otro, no sé que hacer con ellas, no se que hacer con mis manos.

Ahora digo mañana y se que mañana no es mentira, deambulo por la calle-puente en la que no está el Ángel bueno. Repaso de memoria versos favoritos del juicio final, pudiera haberse escrito después de una guerra. ¿Es la guerra la madre de todas las cosas? Así dice: “Vuelvo al lugar del crimen. El asesinado me espera con los testigos que probarían mi culpa. Los veo jadear y exhibir su hambre y su odio en una mano y en la otra un espejo.

III

Hay una guagua pegada a la acera de una unidad de la Policía Nacional Revolucionaria que no es la principal del pueblo. Se divisa una multitud enardecida alrededor de ella. El muchacho de cabellos rubios está inmerso aunque no quiere ser multitud sino un rostro. Un grupo de personas entra discretamente al ómnibus. La gente grita , blasfema, patalea. ¡Pin pon fuera! Escupen, tiran cosas, tomates maduros, huevos. Alguien se arranca el pelo para gritar más fuerte. Empiezan a golpear la guagua que parece hundirse en el asfalto. El joven de cabello negro ensortijado pasa, lleva un rosario blanco el cual el muchacho rubio no conoce. Separa las cuentas como quien aprende a rezar. Una viejita encorvada sube, lo besa o lo bendice. La gente la empuja, quiere golpearla, la saca. Milagrosamente escapa de ese grupo que quiere ser multitud. El joven de la guagua levanta el rosario en una hebra de luz “es fuerte el amor como la muerte”. La frase no parece cursi o gastada si se enlentece la imagen congelada. Cámara detenida. La multitud que quiere ser unánime descubre a quien están dirigidas estas palabras, se vira hacia el aludido: Miren a este descarado saludando. Lo zarandean, intentan montarlo en la Girón destartalada, pero esta empieza a moverse, se desliza, lo dejan, lo olvidan. Vuelve a ser un rostro, un esfumado, igual que el del otro que se va con un rosario recién estrenado en la mano izquierda. Oscurece. Delante aparece un puente moldeado en barro, debajo del río de Heráclito.

Esta secuencia parecerá un lugar común, algo estridente. Parecerá “lo no vivido”. Pudiera atenuarse, pero no sé retocar imágenes. Apenas se escribir.

IV

La casa de mi antiguo amigo estará en el mismo lugar de siempre, donde dejé de verla habitada por su madre y su hermana, invisibles fantasmas adentro. Aun distinguiré la terraza dibujando un semicírculo abierto, rodeada de pájaros disímiles y fugaces. La balaustrada de lanzas de madera que cruzábamos con el miedo de caernos y quedarnos clavados para siempre. Me guiará el olor húmedo y la textura de la trementina. Cantara muy lejos: “Creyó que el mar era el cielo, se equivocaba, se equivocaba…”. El abrirá la puerta como si nunca se hubiera ausentado y yo sentiré por segunda vez quebrarse el vidrio penoso del tiempo, su desgarradura. Él estará acariciando el cráneo barnizado, nuestro Yorik. Mostrará el temporal, los parietales desprendidos mientras se hervían chícharos a través del agujero magno, la mandíbula enorme de Amaury Pérez. Me enseñará la libreta de anatomía conservada durante veinte años a resguardo de las polillas el cerebro sajado, la vista de corte que sólo nosotros conocíamos.

Empezarán a llegar los familiares, los invitados, las sombras, los habitantes de la Época y ya casi no tendremos minutos para “empatar o armar” lo que los falta. Yo me mostraré sobrio y filosofal, explicando el significado del vocablo transcurrir. El me dirá entre otras cosas que vive en Nueva Orleáns, de ahí el acento; que es una ciudad preciosa, casi barroca, francesa, “no americana”; que tiene un hijo de quince años “americano” que apenas lo visita. Piensa, imagina (¿complejo de inferioridad latino?) que le molesta su perfil del sur, su cubaneo, su preferencia por ciertos ritmos, ciertas comidas…

Tomaremos ron con marrasquino a la europea, oiremos a Rita Pavone, a Manzanero Contigo aprendí, Hotel California, la vieja. Alguien querrá pedir perdón por algo muy ambiguo y dará gracias a Dios por los reencuentros.




V

Han trazado un puente, con leves pinceladas amarillas, un puente ondulante en medio de un cielo de tinta, oscuro, casi oriental. Siempre que existe el puente, debemos imaginar el río, las aguas de Heráclito. Flores de loto. Panta rhei: ¿Es todo idéntico o no idéntico?

Dos muchachos se zambullen en una desnudez cómplice, sus cuerpos elásticos se trenzan, se doblan encima del frío y las fronteras, imitando juncos quebradizos, dorados y oscuros a la vez. Han masticado tabletas rosadas y blancas han bebido vino de arroz, amargo, metálico. Sus muslos se entrecruzan, recorren en sus cuerpos toda la anatomía del mundo. Sus deseos los extenúan mientras una miel delgada se difumina bajo el agua. Han cerrado los ojos y la boca acumulando la esperma al sueño. Una forma de nacer o de morir, el agua es el paño del rey, los reyes están desnudos, nada enmarca con esta desnudez: Ni las gotas de cristal murano, ni las hebras de jade del lino, ni la luna de papel cayéndose a pedazos, ni los peces salobres escapando del fin de siglo. Su belleza es primigenia. El agua va enredándose en los rostros, lentamente. Nunca más, Heráclito.

Este es el lienzo que más se parece a la realidad o al espejismo, sobre el que debo volver. El de la zambullida. El que me satisface más.

El pintor recoge su caballete a la antigua usanza…

1er Premio de Cuento, Concurso El Heraldo, edición 2002

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