jueves, 6 de marzo de 2008

El Viejo y el Perro, Cuento, Juan González Febles


La vecindad estaba compuesta de cincuenta o quizás sesenta casuchas construidas de los más disímiles materiales. Se ubicaba en una especie de valle flanqueado por algunas de las lomas más prominentes de la ciudad. Al este se hallaba la Calzada de Luyanó; al sur y al oeste, Lawton; y al norte, la Calzada del 10 de Octubre.Estaba atravesada por un arroyo que corría precario y sin nombre y cuya contaminación aún permitía la presencia de yupis, guajacones y gusarapos, amén de alguna que otra jicotea extraviada. Los niños y otros no tan niños pescaban en el lugar, siendo las presas más cotizadas las jicoteas, que de cualquier dimensión eran altamente valoradas por los practicantes de la santería.El viejo había vivido con su mujer hasta que ella murió. Entre ambos construyeron la casita que habitaron y se contaban entre los primeros que se asentaron en el lugar. Colaboraron para instalar la electricidad y el agua corriente, y el viejo recordaba que no legalizaron nada en aquel momento porque estaba en boga decir que todo era para el pueblo. Eran tiempos en que se declaraban muchas cosas gratuitas: el transporte, los teléfonos públicos, etc. El gobierno precisaba construir el comunismo con mucha prisa, y al viejo, a su esposa y al resto de los vecinos no le parecía mal.Estaba sentado con abandono sobre una caja grande de cartón tabla, en la que guardaba sus pertenencias. A su lado, como siempre, estaba el perro. Había decidido llevarlo con él, por encima de cualquier circunstancia. Amaba al perro y se sentía responsable con su suerte. También amaba al gato, pero estaba convencido de que era más inteligente que el perro y sabría arreglárselas sin ayuda humana para sobrevivir.Les llamaba perro y gato, a secas, y ellos respondían perfectamente sin necesidad de otro apelativo. El perro era flaco, fuerte y fibroso. Se parecía al viejo. Andaba por una edad que, según el viejo, se correspondía con la juventud madura en los hombres. Aunque no era de una raza pura y definida por un pedigrí, su porte era elegante y remedaba a los lobos o quizás a los pastores. Su temperamento era sosegado y taciturno, lo que le concedía ser la compañía ideal del viejo. Perro jamás ladraba sin razón, era valiente sin ser agresivo, y para asombro del viejo y luego de todo el vecindario, compartía una perfecta convivencia con el gato, a quien permitía libertades tales como dormir acurrucado en su regazo y hasta compartir la magra ración.El viejo contemplaba en silencio la desolación que le rodeaba y se distanció de su entorno dejándose llevar por pensamientos que solía degustar a solas.Los buldóser arrasaron con las casuchas del vecindario y los vecinos esperaban junto a sus pertenencias que la policía cotejara las identidades y determinara quiénes eran de las provincias orientales, para proceder a su deportación.La cosa había comenzado un mes atrás. Llegaron una mujer y dos hombres en un jeep ruso y empezaron a hacer preguntas. Dijeron que se trataba de una encuesta para mejorar las condiciones de vida en el barrio. La gente no les creyó de inicio y se mostraron reticentes y casi hostiles, pero insistieron y como la mujer andaba embarazada y uno de los dos hombres era homosexual, finalmente se confiaron considerándolos inofensivos y les dejaron hacer.Estuvieron viniendo y haciendo preguntas aparentemente tontas, durante poco más de dos semanas. Preguntaban a la gente si creían en santos y si iban a la iglesia; a las parejas, si habían legalizado sus uniones en las Notarías, quiénes dormían juntos, dónde trabajaban, quiénes se dedicaban a la santería y cosas de ese estilo. Les interesó mucho un cura joven, de unos treinta o treinticinco años, que frecuentaba el vecindario. El cura había organizado un equipo de béisbol y un conjunto de rock n¹ roll, con los más jóvenes. La gente lo apreciaba mucho, porque era respetuoso y afable y parecía quererles de verdad.El viejo estaba quieto, sentado y fumando un tabaco, que él mismo torcía con las hojas que le traía un amigo de la fábrica en la que trabajaba. Aún le quedaba mucho tabaco para hacer, lo cual era para él más ventajoso que fumarlo mal torcido por otros, según solía repetir.Trataba de comunicarse con Perro, pero no lo conseguía, porque Perro andaba inquieto. Se había contagiado con el desasosiego que percibía en el viejo, a pesar de su aparente tranquilidad y quietud.Al viejo no le gustaban los policías, como tampoco al resto de sus vecinos. Alimentaba prejuicios y, en el caso de la policía, se trataba de un sentimiento negativo repartido de forma equitativa, a partir de los tres rasgos más comunes entre estos uniformados, esto es, que en su gran mayoría eran negros, orientales y policías.

Sentía aprecio por muchos negros, por muchos orientales, e incluso por muchos negros orientales, pero la combinación de los tres factores le resultaba absolutamente intolerable.
Cuando la mujer que aparentemente era la jefa del grupo dio por terminado su trabajo, aparecieron en la vecindad un funcionario acompañado por varios policías, alegando venir en nombre del Poder Popular. Explicó que todos eran ilegales y que se prepararan para ser extraídos. En aquel momento el viejo pensó que son las muelas las que se extraen cuando están malas y hay un dentista a mano, pero leía mucho y sabía que la palabra desalojo estaba prohibida, al igual que muchas otras, por ejemplo, cliente. En una tienda ya no se era más cliente sino usuario. ‘Ellos’ querían cambiarlo todo.
La gente se enfureció y se abalanzó sobre el asustado hombre, arrebatándole y rompiéndole los papeles, sin que los policías se atrevieran a hacer cosa alguna, por cuanto se encontraban en franca desventaja numérica y, además, carecer de órdenes. Ese día huyeron bajo una andanada de piedras que los enfurecidos vecinos les arrojaron. El funcionario, visiblemente asustado, se protegía mientras decía: ‘¡compañeros, por favor, compañeros!’
Todos estaban demasiado enojados para hacer caso de nada. Días más tarde, reapareció el mismo funcionario vestido de miliciano. Pero en esta oportunidad venía con más policías, un buldóser, dos rastras y hasta una guagua. Los vecinos se insubordinaron y lanzaron piedras y cócteles incendiarios a las autoridades, que huían en desorden. El buldosero, asustado, abandonó el equipo. Alguien de la vecindad, ayudándose con un pedazo de manguera, drenó el tanque de combustible y luego roció el líquido inflamable por encima del equipo y le prendió fuego.
Al ver el buldóser quemado e inutilizado, el viejo supo que la represalia sería terrible. No hizo el menor ademán para detener la quema, porque sabía que sería inútil. Estaban demasiado enardecidos como para escuchar a nadie.
El viejo sabía o no, jamás se permitía un creo. Todo comenzó cuando se le reventó el apéndice. Siendo aún muy reciente la muerte de su mujer, se sintió enfermo de repente, aquejado de fuertes dolores que atribuyó a una indigestión. Luego de ingerir cocimientos, tisanas y cuanto remedio creyeron oportuno sus vecinos, decidieron llevarlo a un hospital, en donde le diagnosticaron una fuerte apendicitis, la cual devino en peritonitis con un pronóstico muy poco optimista.
Contó a sus vecinos que se sintió dando vueltas como un trompo, hasta que todo se aquietó y se vio en un espacio amplio, muy iluminado y con una música que jamás había escuchado en su vida. Desde entonces, el viejo sabía. No era cosa de rezar y pedir algo a alguien. Era cerrar los ojos y mirar y escuchar adentro y recibir una respuesta invenciblemente acertada sobre lo que quería conocer, fuere el asunto que fuere.
Llegaron antes del amanecer, un viernes en las brumas de la madrugada, apostándose en todas las posibles salidas del vecindario. Esta vez trajeron dos buldóser, rastras, carros de bombero, ambulancia y hasta carros especiales de la Brigada Anti-motín.Al amanecer todo comenzó. La Brigada Especial de la policía redujo a bastonazos y con nebulizaciones lacrimógenas y de todo tipo la resistencia de los vecinos, y el viejo quedó estupefacto al comprobar que las mujeres policías eran más crueles y resueltas en el cumplimiento de su triste oficio represivo que los mismos hombres.Los jóvenes que no consiguieron escapar fueron apaleados sin piedad y encerrados en los carros jaula. Las mujeres, los ancianos y los niños fueron obligados a sacar sus pertenencias de las casuchas: efectos eléctricos, utensilios de cocina, ropa, etc., colocándolas fuera del área de acción de las buldóser, con las cuales fueron derribadas sus viviendas, luego que las instalaciones eléctricas y de agua fueran desactivadas por personal de la policía.
El oficial que se encontraba al frente del destacamento policial tenía grados de mayor y aparentaba ser de Pinar del Río, o tal vez matancero. Era grueso y de cuello ancho y corto. Sudaba abundantemente y andaba de pésimo humor, porque no encontraba gusto en lo que hacía.
El viejo sabía que el tipo no estaba en su mejor momento y esto lo divertía, sobre todo al advertir algo en su expresión que concordaba exactamente con el apodo con que se le conocía. Le llamaban a sus espaldas, tanto sus compañeros de la policía, como sus vecinos: ‘huele mierda’. Y efectivamente, el tipo parecía estar oliendo excrementos, a partir de la gran cantidad de muecas que de forma continua hacía.El viejo esperaba en calma, un poco apartado del resto de las mujeres, los niños y demás vecinos. No llamaba la atención de nadie, porque le tildaban de raro y nadie tenía cabeza para pensar en él. La policía con torpeza cotejaba documentos de identidad, con el objetivo de establecer parentescos entre los arrestados y para determinar las procedencias, separando a aquellos que detectaban como orientales sin permiso de residencia.La caída de la tarde avanzaba velozmente y pronto sería de noche. El viejo no sentía inquietud por su futuro, porque sabía que, al menos para él, habría un después. No se ocupó en su momento por obtener su carné de identidad, porque en aquel entonces lo había interpretado como un ultraje. No era un delincuente y el tal documento le dio trazas de que se trataba de una ficha como las que se hacen a los criminales.La temperatura descendía rápidamente y el viejo compadeció a sus vecinos, por el crudo invierno que amenazaba echárseles encima. Pero tanto estos como los policías parecían haberlo olvidado del todo.El mayor ordenó que los vehículos se colocaran en forma de abanico, para aprovechar la luz de sus faros y concluir la faena que habían emprendido. Hecho esto, el viejo se dio cuenta de que estaba fuera de la zona iluminada por los camiones y que le quedaba poco por hacer allí.Cuidándose de no ser visto se colocó la caja sobre el hombro, la ladeó acomodando el peso lo mejor posible y echó a andar seguido por el perro. Se desplazaba rápida y sigilosamente por un trillo poco conocido, pero que para él resultaba familiar. Se sentía satisfecho por haberse librado, aunque fuera por poco tiempo. Estaba invitado desde la época en que su esposa aún vivía para residir en el barrio del Juanelo con unos parientes. Este era el momento de aceptar la proposición de su compadre.El Juanelo no es el peor lugar del mundo pensó, tengo al perro y todo lo que necesito para empezar. Esto y su confianza en sí mismo fue todo lo que se llevó consigo.
La Habana, abril 2002
Fin

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