jueves, 27 de marzo de 2008

Problema de familia (cuento), Juan González Febles


Lo encontraron muerto al amanecer. Se suicidó con la pistola automática 9mm que le regaló el vice ministro. Introdujo el cañón en la boca y disparó. Había restos de masa encefálica por las paredes y el techo. La forense declaró que la muerte fue instantánea. Ocurrió entre las dos y las cuatro a.m. El equipo de criminalistas a cargo, se comportó con alta profesionalidad y singular cortesía. Una última carta del suicida para su hija, le fue entregada, previo análisis, cerrada.

Ella guardó la carta y declaró que la leería después. Prefería estar a solas. Todo el mundo comprendió. El equipo forense se retiró cerca de la una p.m. Para ellos fue un sencillo caso de suicidio. Una muerte parecida a otras en que actuaban continuamente.

Romárico Izaguirre era para el consenso general un hombre de éxito. Fue licenciado del Ministerio del Interior con grados de coronel. Le separaron del servicio activo durante la debacle de 1989. Era miembro de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana. Se le consideraba un pilar moral de su comunidad.

Se comentó que el hombre andaba enfermo. Que estaba profundamente deprimido. ¡Como se hubiera reído el difunto! Para su criterio, la depresión y otros trastornos síquicos, no eran más que puras blandenguerías. Cosas para el consumo de artistas y maricones. Los hombres derechos jamás se deprimían.

Últimamente cultivaba rosas. Trajo las semillas de Bulgaria antes que cayeran el Bloque y el Muro. Fue en tiempos de glorias y bonanzas. En aquel momento le asignaron un jardinero de ascendencia japonesa. Estaba orgulloso de su jardín, de sus rosas, de su casa y de su vida.

Cuando le licenciaron, se ocupó personalmente de sus rosas. No lo tomó a mal, fue reencontrarse con su pasado campesino. Las rosas del coronel Izaguirre continuaron siendo singularmente hermosas.

Definitivamente, lo que nunca logró conciliar fue la vida familiar y personal. No anduvo con suerte en su primer matrimonio. Nada bueno logró de él. La esposa se suicidó a raíz del divorcio. El hijo mayor se marchó por el Mariel como escoria en 1980. Romárico se negó a saber de él, y no permitió que fuera mencionado en su presencia.

Años después le informaron que el hijo menor de ese matrimonio, se había vuelto maricón. Se culpó por haberle permitido estudiar pintura y escultura. Lo hizo ante la insistencia de su difunta madre. Estaba convencido que los pinceles y los lienzos influyeron de forma determinante en las opciones sexuales del muchacho. A pesar de todo, tampoco quiso saber más de él.

Volvió a casarse con la profesora de inglés. Una suboficial de muy buena presencia, quince años más joven. Ella era habanera, mundana, sofisticada y muy liberal. Formaba parte de una hornada de oficiales promovida por Ramiro Valdés, ministro del interior en aquel entonces.

Deseoso de estrenar su status de primer oficial, pasó la luna de miel en una casa para oficiales en Varadero. Ella quedó encinta de inmediato. Decidieron ponerle a la niña Mariana, por la madre llamada Ana María.

Ana María resultó una guevarista furiosa. Quiso educar a la niña como si se tratara de formar la media naranja del hombre nuevo. La niña creció sin fantasía. No conoció de Reyes Magos y jamás habló a las muñecas. Era una niña rubia preciosa. Sus ojos andaban entre el azul de los de su madre y el verde mate de los del padre.

Mariana fue aleccionada en la solidaridad y el servicio a los semejantes. Pero sólo como deber consciente de la mente y nunca como sentimiento dulce del corazón. Era un amor abstracto y limitado, que se confundía y diluía en las prédicas políticas de odio e intransigencia. Creció en el aprendizaje incierto de lo que se dice por necesidad, lo que se hace por obligación y lo que se siente y se reprime por mera convención o conveniencia.

Pero era sensible e inteligente a pesar de todo. Se apegó mucho a su hermano homosexual. Durante el tiempo en que este permaneció en el armario, fue su favorito. El único posible ante la ausencia del otro y la negativa de su madre a tener más hijos para conservar la figura. Fue para ella la puerta a otra forma posible de sentir y ver el mundo. Por sus altos rendimientos académicos y la inocultable influencia familiar, la seleccionaron para la Escuela Especial Lenin. Esto terminó de formarla o deformarla. Se convirtió en una extraña en su mundo familiar. Pero le sirvió para marcar su espacio espiritual. Un espacio que andaba a mil años luz de las expectativas de sus padres.

Mariana continuó frecuentando a su hermano. Pasó por alto el rechazo de su padre. Un día lo sorprendió con una elaborada parrafada sobre los derechos en la esfera sexual. Hizo un énfasis especial en la libertad individual de opción.

Cuando Romárico fue licenciado, Mariana cumplió veinte años. Le dijo a su padre que era mejor así. Disponían de dos automóviles y la vida no había cambiado tanto para ellos.
-¿Cuál es tu sufrir?- decía -Todo será mejor sin reglas y sin órdenes. ¿No te Parece?

Así pensaba la niña. Ella fue el elemento más humano y tierno que se permitió Romárico. Lo único sensitivo que se permitió en la vida.

Pero la niña se equivocaba. 1989 fue el año de viraje en la vida de Romárico y de toda una generación de oficiales del Ministerio del Interior. Cayeron ruidosamente del cielo. Conocieron de privaciones. Unos se adaptaron, otros no. Ana María engordó y se convirtió en una hembra menopáusica intratable. Se refugió en el pasado y se aficionó a los cambalaches y las formas de hacer dinero. Vendió caramelos, golosinas, bisuterías e incidentalmente, pizzas. Llegó a sugerirle a Romárico instalar un restaurante paladar. Romárico rechazó indignado la propuesta. Le pareció un ultraje vestir un delantal…

Un día llegaron a verlo para proponerle un nuevo destino laboral. Los emisarios eran conocidos. Le trataron con respeto y camaradería y –esto fue significativo- le llamaron coronel.

Debía trabajar en la Dirección de Relaciones Internacionales del INDER. Le dijeron: “El deporte es un área estratégica que atiende el jefe en persona”. Esta era la fórmula que emplean los iniciados del poder, para hablar de Castro. Romárico se sentía honrado. Le explicaron que él era un coronel. Que su jefe inmediato y verdadero siempre sería el ministro del interior. Que recordara que su ascenso a coronel, lo concedió “Fidel” en persona. Trabajaría en el INDER, pero que nadie se llame a error: continuaba siendo un hombre de confianza del Comandante. Se sentía eufórico.

Desde entonces, compartió su tiempo entre su trabajo, las rosas y la Asociación de Combatientes de La Revolución Cubana. La última tarde se encontraba en la Asociación y alguien le dijo que dos jóvenes oficiales querían hablarle.

Eran muy jóvenes, casi imberbes. El que parecía de mayor graduación se adelantó y le extendió la mano.
-Soy el capitán Omar, DTI- dijo mostrando su identificación- él es el primer teniente Eloy.

Romárico les hizo pasar al fondo de la espaciosa sede de la Asociación de Combatientes. Se sentaron en una terraza ubicada al fondo. El césped estaba cuidadosamente cortado. Había árboles frutales: mangos, aguacates, mameyes y guayabos.

Aunque la población se quejaba de falta de agua corriente, todo allí era regado por aspersión. Se trataba de un ambiente artificialmente acogedor, decorado con gusto y sobriedad.

Se sentaron en butacas de mimbre traídas de Viet Nam. El centro de mesa estaba adornado con flores naturales. Un empleado les trajo refrescos hechos a partir de jugos de frutas naturales. Romárico aprovechó para decirles que las frutas provenían de la arboleda de la casa. De la atención y cuidado se ocupaban los miembros de la Asociación.

Una vez instalados, el oficial de mayor graduación tomó la palabra.
-Octavio es nuestro jefe. Nos pidió que le dijéramos que siente no haber atendido personalmente este asunto. Está muy presionado con el trabajo.
Romárico asintió y permaneció en silencio.
-El asunto que nos trae es delicado- dijo sacando de un portafolio un fólder precintado –Se trata de su hija, coronel.

Mientras hablaba, extendió sobre el centro de la mesa un paquete de fotografías. Lo hizo de forma fría e impersonal. Las fotografías eran de Mariana. En una de ellas sonreía y mostraba sus pechos desnudos. En otra estaba de rodillas junto a otra belleza trigueña, a los pies de un soberbio negro que mostraba una imponente y desproporcionada verga. En todas estaba completa y deslumbrantemente desnuda.
El joven oficial trataba de no mostrar sus emociones. Mientras, su compañero observaba detenidamente a Romárico. Después pasó a otro atado de fotos. Ahora, Mariana aparecía en compañía de extranjeros de edad madura avanzada en determinados espacios turísticos. Estos se ubicaban en el interior del país o en la capital. Pero se trataba en todos los casos de espacios consagrados al turismo.

Romárico estaba demudado. Sudaba profusamente y sus interlocutores temieron un eventual accidente cardiovascular. No hallaba que decir. El oficial prosiguió.

-Si así lo desea, puede quedarse con las fotos. Octavio insistió en que le dijéramos, que Fidel no ha sido informado. El se reunirá con usted, pero de todos modos, ya sabe donde y como contactarle. Nosotros no tenemos nada más. Si usted lo permite, debemos retirarnos.
-Pueden- dijo Romárico con un hilo de voz.

Los oficiales se retiraron. El de menor graduación le manifestó a su compañero su preocupación. Temía un suicidio.

-Este hombre necesita ayuda. No debimos marcharnos. No tan rápido.
-Esas fueron las órdenes –cortó el jefe.

Romárico se despidió casi con afabilidad de los asociados que se encontraban allí, en ese aciago momento. Le dijo al negro Marcial, de la gente de Camilo, que dispusiera de su taquilla y de todo lo demás, porque se iba a “cumplir misión”. Nadie hizo preguntas, no era lo acostumbrado entre ellos. Tampoco hubo abrazos ni cualquier otra manifestación de efusión. Pero todos percibían el frío aliento de la muerte. Era algo a lo que se habían acostumbrado y funcionaba casi con independencia a sus voluntades.

Romárico no usaba el automóvil para ir hasta la Asociación. Le gustaba hacerlo a pie. Le agradaba sentir la brisa mientras caminaba bajo la sombra de los árboles. A fin de cuentas conquistaron Miramar. Se lo arrancaron a la burguesía a cojones y a balazos.

Caminó tratando de llevarse dentro toda la belleza que encontró a su paso. Las cosas se revelan a si mismas cuando se las mira despacio. Cuando se les presta atención por si mismas y no por el recuerdo de aquella mujer o de esa situación. Sólo por lo que representan por si mismas.

Llegó a su casa y no respondió cuando la esposa le preguntó si iba a bañarse. Respondió a su insistencia con un gruñido que pretendió pasar por afectuoso. Dijo que estaría en el despacho y no podía ser molestado por nadie.

Se construyó una oficina cómoda y acogedora en el jardín detrás de las rosas. Allí tenía una linea telefónica personal con una extensión en su alcoba. También su papelería personal y el acceso a Internet. Todo bajo llave. Nadie tenía acceso a este espacio. Ni mujer ni hijos ni familia ni amigos.

No se encerró con llave. Escribió una carta a su hija y no la culpó de nada. De hecho le pidió que dijera a sus dos hermanos, con los que había roto, que los amaba. Que le perdonaran.

Sacó de una gaveta una botella de vodka. Llenó dos vasos y encendió uno con la misma llama que usó para encender un habano caro. Uno de lujo y grandes proporciones. Conectó el aire acondicionado y bebió íntegra la botella.

Se sentía libre para hacer sus juicios por primera vez. Estaba por encima del bien y el mal. Recordó a muchos amigos y enemigos y brindó por ellos. Los igualó en el recuerdo y el homenaje. A fin de cuentas, uno debe casi más a los enemigos que a los amigos. Los enemigos preparan y forman sin elogios. Castigan con el error y premian con el éxito.

Cuando concluyó la botella, colocó el cañón del arma en la boca y disparó. Antes cerró los ojos. Fue una última y pequeña debilidad.
Lawton, 2005-07-24




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