Luego de actuar en el concierto que festejó el aniversario número 45 de la Unión de Jóvenes Comunistas, el periódico Granma, órgano oficial del Partido Único, acusó sin derecho a réplica, al popular cantante Paulito FG de estar poseído por los demonios del consumismo y la espectacularidad.
Una década atrás, por las mismas acusaciones, los comisarios culturales sancionaron a la Charanga Habanera.
La aristocracia de la timba y el son, a pesar de las cadenas de oro, los viajes al exterior y los impuestos cuantiosos que pagan, no están exentos de la guerra contra todo el pueblo. A ellos, como a los chicos del hip-hop y el reggaeton y a cada hijo de vecino de la isla, también les toca su porción amarga del cake.
Se equivocan los que piensan que los únicos músicos reprimidos por los comisarios musicales debido al diversionismo ideológico fueron los rockeros. También a los salseros les tocó su turno en la larga fila de los revisores de la corrección político-ideológica.
Desde los inicios, sones, guarachas y boleros, le parecieron a los comisarios la decadente música del pasado con la que no quedaba más remedio que lidiar hasta que apareciera una música apta para los oídos del hombre nuevo. Sólo que privar de la libertad a los cubanos fue mucho más fácil que quitarles la música.
Ni siquiera se la pudieron quitar en el empeño alucinado y desastroso de la zafra de los 10 millones que no fueron. La mayor renovación de la música popular cubana ocurrió en esa época. La protagonizó Juan Formell y su orquesta que paradójicamente se llamó Los Van Van.
Los carnavales habaneros de 1972 fueron memorables por muchas razones, además de la música de los Van Van.
El baile empezó a salir de los muros custodiados de la Polar y la Tropical y se desplazó a los espacios abiertos de La Punta y La Valla de Paseo y Primera, frente al Hotel Riviera.
Los policías con cascos blancos, las redadas y los bastonazos eran los mismos. Los atenuaban la cerveza, el aguardiente Coronilla, el vino vietnamita y un brebaje que llamaban Pancho El Bravo, que echaba por tierra al más aguerrido bebedor. La Ley Seca había llegado a su fin.
Los bailadores que acudían a La Punta y La Valla eran el mejor termómetro para medir la popularidad de las orquestas que allí tocaban.
Las dos primeras noches de los carnavales de 1972, un nuevo conjunto, Los Latinos, sirvió de telonero a los Van Van en La Valla. Al mismo tiempo, en La Punta, la Monumental antecedía a la Ritmo Oriental.
La Monumental y Los Latinos enloquecieron a los bailadores, pero no fueron del agrado de los comisarios culturales. Su atuendo (peinados afro, pantalones patas de elefantes y zapatos de plataforma) recordaba demasiado a los Temptations y otros similares de la música soul del enemigo.
Después repararon además en que su música con tambora, permeada por el merengue dominicano de Johnny Ventura y Wilfrido Vargas, no sonaba cubana. Ahí empezó la batalla de los comisarios culturales contra la salsa.
Al principio, no distinguían bien los límites entre la salsa neoyorquina de Fania All Stars y el sonido Filadelfia. Daba igual. Ambas venían del imperio. Se querían robar el son y “mercantilizar lo más auténtico de nuestra cultura”, decían.
La creación de la salsa fue la solución de las disqueras neoyorquinas para compensar el vacío creado por el embargo norteamericano en el mercado de la música procedente de Cuba.
Hasta entonces, la diferencia entre las orquestas cubanas venía dada por la inter relación entre los instrumentos de percusión que la integraban. A partir de la llegada de la salsa, los músicos cubanos empezaron a preocuparse por los formatos orquestales y por un nuevo modo de emplear los metales.
Formell, al electrificar los instrumentos de los Van Van, tuvo suerte de adelantarse unos años a la salsa. Eso le ahorró disgustos con los comisarios.
Todos los músicos que se desviaron del son más ortodoxo y se asemejaron a la salsa, fueron atacados por su debilidad ideológica.
Los peores ataques se centraron en Los Karachi, una orquesta santiaguera que privilegiaba los trombones y no se ocultaba para confesar que tocaban salsa y admiraban la música que hacían en New York y Puerto Rico.
También la veterana orquesta Rumbavana, donde había ido a parar, con su peculiar forma de cantar los boleros, Ricardo Rivera, el cantante de Los Latinos, sufrió los embates de los mandamases de la cultura.
Hasta el hoy emblemático caballero del son y diputado al parlamento, Adalberto Álvarez, procedente de Rumbavana, pasó sus apuros para crear Son 14 en 1978.
Por entonces, ya los cubanos, ajenos a los teóricos de las prohibiciones, enloquecían bailando salsa con el Pedro Navaja, de Rubén Blades y Willy Colón.
Unos años después, en 1982, Oscar De León pedía cable, hacía olvidar el desastre de Granada, nos devolvía al Benny y reprochaba a los soneros cubanos no saber improvisar.
La salsa acabó por ser adoptada por los comisarios como un muy rentable en divisas subgénero del son.
En los años 80, a los comisarios culturales, más que el robo de la salsa por los músicos neoyorquinos o boricuas, les preocupaban los pintores y trovadores contestatarios y los escritores de la diáspora.
Los comisarios siempre tienen algo que los preocupe: los textos rebeldes del hip-hop, el rock en inglés de Hipnosis, la vulgaridad desoladora y escatológica del reggaeton o “el consumismo y la espectacularidad de mal gusto” de Paulito FG y la Charanga Habanera.
Arroyo Naranjo, 2008-03-19
luicino2004@yahoo.com
http://prolibertadprensa.blogspot.com/
1 comentario:
Todas las formas del arte, las aceptadas por los "mandamases" comunistas y las que no, abiertamente o subrepticiamente, deben ir encaminadas a socavar la tiranía y crear animosidad en contra de los agentes del miedo.
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