Arroyo Naranjo, La Habana, enero 15 de 2009 (SDP) La llegada del nuevo año resultó más desabrida y deprimente de lo habitual. Los ánimos andaban demasiado por el piso para celebrar. Incluso los ánimos de los mandarines, que no se esforzaron mucho en simular algo que se asemejara al regocijo. Tal vez (o precisamente) porque se cumplían los 50 años de la Revolución Cubana. Indudablemente, un tiempo demasiado largo, que inevitablemente desgasta y corroe.
Los días antes y después del primero de enero estuvieron cargados de signos ominosos. Todo resultó patético y sombrío en un aniversario tan redondo que espanta. La letanía de desastres sin solución inmediata recitada en la Asamblea Nacional. La parca felicitación de Fidel Castro por el aniversario. Las advertencias estilo Casandra sobre los riesgos para el Partido Único en el discurso del general Raúl Castro en Santiago de Cuba. Los rostros, tristes como en velorio, de los históricos.
El 8 de enero, una deslucida réplica infantil de la caravana rebelde de hace medio siglo, conmemoró la entrada de Fidel Castro en La Habana. Llevaron en filas a niños de las escuelas. A ambos lados de la vía, gritaban y agitaban banderitas de papel bajo una llovizna pertinaz. Luego corrían a refugiarse del agua.
Sólo el discurso en el antiguo campamento de Columbia del presidente ecuatoriano Rafael Correa intentó poner una nota de optimismo forzado en los oídos de sus anfitriones. Como quien trata de animar a un enfermo grave en el hospital.
Algunos representantes del antiperiodismo oficial califican el período transcurrido desde 1959 como “los primeros 50 años de la revolución cubana”. Un excelente chiste de humor cruel y de mal gusto.
Recordaba, en estos días, muchas cosas de estos 50 años. Constituyen el 98% de lo que he vivido desde que nací hasta hoy. Casi todas son malas… Las pocas buenas (o regulares) han sido a pesar de la revolución.
Ya renuncié a averiguar exactamente en que calle estaba, con casi tres años de edad, cuando desde los brazos de tío Félix, vi pasar a Fidel Castro y sus barbudos, a bordo de un tanque, rodeados por una multitud delirante, rumbo a La Habana. Siempre pensé que fue en Dolores. Estaba equivocado. Parece que fue en Concha y Luyanó. O tal vez lo soñé. No tiene importancia. Pasó demasiado tiempo. Ya no tengo a quien preguntar.
Cuando me deprimo, suelo hacer extrañas asociaciones de ideas. De pronto, me vino a la mente el último concierto sinfónico que se celebró en Berlín bajo el Tercer Reich.
Ocurrió a mediados de abril de 1945. Los bombardeos de la aviación aliada habían reducido todo a escombros y el Ejército Soviético avanzaba sobre la capital alemana.
Acudieron Speer, el almirante Donitz y otras altas figuras del régimen nazi. La orquesta filarmónica interpretó El Crepúsculo de los Dioses y el aria final de Brunilda, de Wagner, y la Sinfonía Romántica, de Bruckner. A la salida del teatro, miembros uniformados de la Juventud Hitleriana repartían pastillas de cianuro a los invitados.
No sé por qué traigo esta historia a colación. No viene al caso. Lo repito: se me ocurren cosas raras cuando estoy deprimido.
luicino2004@yahoo.com
Los días antes y después del primero de enero estuvieron cargados de signos ominosos. Todo resultó patético y sombrío en un aniversario tan redondo que espanta. La letanía de desastres sin solución inmediata recitada en la Asamblea Nacional. La parca felicitación de Fidel Castro por el aniversario. Las advertencias estilo Casandra sobre los riesgos para el Partido Único en el discurso del general Raúl Castro en Santiago de Cuba. Los rostros, tristes como en velorio, de los históricos.
El 8 de enero, una deslucida réplica infantil de la caravana rebelde de hace medio siglo, conmemoró la entrada de Fidel Castro en La Habana. Llevaron en filas a niños de las escuelas. A ambos lados de la vía, gritaban y agitaban banderitas de papel bajo una llovizna pertinaz. Luego corrían a refugiarse del agua.
Sólo el discurso en el antiguo campamento de Columbia del presidente ecuatoriano Rafael Correa intentó poner una nota de optimismo forzado en los oídos de sus anfitriones. Como quien trata de animar a un enfermo grave en el hospital.
Algunos representantes del antiperiodismo oficial califican el período transcurrido desde 1959 como “los primeros 50 años de la revolución cubana”. Un excelente chiste de humor cruel y de mal gusto.
Recordaba, en estos días, muchas cosas de estos 50 años. Constituyen el 98% de lo que he vivido desde que nací hasta hoy. Casi todas son malas… Las pocas buenas (o regulares) han sido a pesar de la revolución.
Ya renuncié a averiguar exactamente en que calle estaba, con casi tres años de edad, cuando desde los brazos de tío Félix, vi pasar a Fidel Castro y sus barbudos, a bordo de un tanque, rodeados por una multitud delirante, rumbo a La Habana. Siempre pensé que fue en Dolores. Estaba equivocado. Parece que fue en Concha y Luyanó. O tal vez lo soñé. No tiene importancia. Pasó demasiado tiempo. Ya no tengo a quien preguntar.
Cuando me deprimo, suelo hacer extrañas asociaciones de ideas. De pronto, me vino a la mente el último concierto sinfónico que se celebró en Berlín bajo el Tercer Reich.
Ocurrió a mediados de abril de 1945. Los bombardeos de la aviación aliada habían reducido todo a escombros y el Ejército Soviético avanzaba sobre la capital alemana.
Acudieron Speer, el almirante Donitz y otras altas figuras del régimen nazi. La orquesta filarmónica interpretó El Crepúsculo de los Dioses y el aria final de Brunilda, de Wagner, y la Sinfonía Romántica, de Bruckner. A la salida del teatro, miembros uniformados de la Juventud Hitleriana repartían pastillas de cianuro a los invitados.
No sé por qué traigo esta historia a colación. No viene al caso. Lo repito: se me ocurren cosas raras cuando estoy deprimido.
luicino2004@yahoo.com
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