Sofía llegó a París de la mano de Dios. Así pensaba, aunque todo parecía ser no más que casualidad, en su vida, nada era casual. Al menos, eso le había explicado Ña Petrona, su madrina de religión, mucho antes de viajar a Francia.
Francia, un país algo desconocido para ella si no era cuestión de perfumes, e incluso los perfumes franceses estaban a una distancia de 40 dólares en la tiendecita del mezanine del Palacio de la Artesanía, en la calle Cuba, frente a la Avenida del Puerto, en el barrio más transitado por extranjeros en toda La Habana.
Justo en ese lugar fue donde se encontró con un turista de paso, un francés, luego lo supo, que la miraba con ojos de aparato de rayos X. Ya conocía esa mirada en los ojos de otros hombres, los que la devoraban con la misma hambre. Sin embargo, la cuestión entonces fue diferente.
Aquella mirada azul y sostenida la taladró hasta el tuétano, mientras que un calor, más intenso que el del mediodía aquel, la envolvió mejor que el frío ambiente climatizado de la boutique de perfumería francesa.
Ella era La Hembra. Se sintió así por un instante. Se dio cuenta del desbalance de temperatura entre el exterior y su interior. Quizás estuvo siempre preparada para el inicio de una danza salvaje y absolutamente erótica en medio de las vitrinas de vidrio y metal, donde los frascos de perfumes relucían como joyas bajo las lámparas de luz fría.
Quizás por eso, se sintió también como una vitrina de vidrio y metal. Transparente y álgida por fuera, pero despidiendo el calor a través del brillo de sus joyas interiores, lista para exhibir sus artículos. Vidrio y metal. Vidrio derretido por aquella mirada extremadamente azul. Metal frío y duro, indiferente, gracias al particular reflejo que devolvía la superficie lisa y lustrada de los cristales de las vitrinas.
Solo cuando puso los pies en París para encaminarse al encuentro con Su Hombre, cayó en cuenta que ese viaje había comenzado mucho antes del día de mayo cuando abordó el avión en La Habana.
El viaje comenzó en realidad en aquella boutique del Palacio de la Artesanía, frente al canal de la bahía, cuando Frank la distinguió sin dificultad entre las pocas personas que contemplaban los frascos de perfume en la boutique del mezanine.
Él prosiguió el recorrido tras ella. Pasó a la otra habitación, una boutique donde vendían t-shirts de todos los colores. Él escogió uno azul como sus ojos. Sin perder tiempo, sin quitarle la mirada de encima a la Hembra descubierta. Pagó rápido, empujado por el instinto de que su presa se escapaba y se lanzó al pasillo en pos de los pasos de ella para preguntarle, con falsa ingenuidad, la opinión de ella acerca del color de la prenda adquirida en relación con el color de los ojos suyos.
Pero no fue fácil la tarea de hacerla comprender lo que Él decía. Simplemente porque no lo oía por estar zambullida en un juego sabido desde el inicio inseguro y peligroso.
Supo de su cercana presencia por el nerviosismo propio de las presas bajo acecho. Frank tuvo que hacer gala de la experiencia acumulada por siglos por los europeos en el arte de la cetrería para no soltar la presa escogida. Luego de apresada, únicamente entonces, sería asunto de domesticarla. Regular sus encuentros para ofrecerle con sus ojos y con sus manos, el alimento necesario al deseo de permanecer junto a él. En silencio, hierática,
Como si reposara sus largos huesos a su lado.
Después de 9 horas dentro de un avión, se sintió un poco perdida por los pasillos de la terminal aérea de Orly Sud donde desembarcó. La luz fría de las lámparas la cegó después de pasar el chequeo de la visa y el pasaporte. No sabía hacia donde ir a recoger su equipaje.
Se dejó llevar por un grupo de recién llegados. Se abandonó a la corriente de pasajeros con cara de trasnochados en una fiesta aburrida. Eran pasajeros del vuelo procedente de La Habana, tal como lo era ella.
Pasos más adelante se halló en un salón inmenso con carritos por todos lados y unas cintas que daban vueltas con algunas maletas. Le recordaban los tiovivos de su infancia, los caballitos, cuando su abuelo la llevaba a Jalisco Park.
De pronto, tuvo delante su maleta. La tomó por la agarradera y decidió seguir el flujo de pasajeros. Caminó por un pasillo que le pareció largo. Descendió unos escalones. Dobló a la izquierda. Vio la luz. No era la habitual luminosidad del sol que conocía. Era diferente, mas le era imposible confundirse. Era el sol. Hacía el camino con paso rápido.
Desembocó en un salón que le pareció sin fin y allí, entre tanta gente, distinguió la figura de Frank. Sólo la de él. En un segundo, estuvo a su lado. Segura.
Miró su cara, pero fueron sus manos, al contactar con su piel, las que le dieron la bienvenida. Además de ese perfume que le penetró por la nariz, el perfume de Frank, un perfume que ella podría afirmar que se llamaba París.
Allí estaba él. Esperándola con la atención de un halcón que vigila su presa en vuelo.
En ese instante, Sofía pensó en su abuelo. Recordó el día no muy lejano de una fiesta de cumpleaños, ocasión en que el viejo le regaló una Torre Eiffel en miniatura, encerrada en una bola de plástico con una especie de copos blancos como si fuera nieve. La sabía moviéndose en el fondo de su bolso de mano. Sabía que ese objeto era su mapa de navegación. Su mapa de viaje.
Ahora, Frank, alto, con los brazos y las piernas abiertas en medio del salón, envolviéndola con su cuerpo ancho, se asemejaba a la Torre. La Torre sería su refugio. La madrina se lo había trasmitido. Lo que dijeron los caracoles de Papito. No hubo vaticinio ni dudas. Los caracoles lo habían sentenciado con firmeza.
Allí estaba, al final del viaje, de pie en medio del salón del aeropuerto cuyo nombre era igualito al de un antiguo compañero de la escuela primaria, Orly.
Allí mismo, en aquel instante, con la nariz clavada en el pecho de Él, de Frank, sintiendo como los vellos del hombre asaltaban la entrada de sus fosas nasales, en ese justo instante, en medio de olas de emoción, temor y deseo sexual desatado que hacía temblar su cuerpo, comprendió que había llegado.
Mantilla, 16/01/2008
lucasgarve@yahoo.com
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