Arroyo Naranjo, La Habana, diciembre 11 de 2008 (SDP) Muchas veces, de joven, dudé antes de franquear el umbral de una iglesia. Hoy lo lamento por las veces que, necesitándolo mucho, me quedé con las ganas de rezar en la paz de la casa de Dios. También me avergüenza alguna vez que no me atreví a entrar, durante un entierro, en la capilla del cementerio. Había uniformados y militantes del Partido Comunista que se apartaban y observaban huraños a los que entraban. Uno no sabía cual de ellos podía hablar de más, pero era probable que alguien hablara y perjudicara tu futuro.
Creer en Dios, los santos o cualquier ente “sobrenatural” era cosa de gente atrasada, un rezago del decadente pasado burgués, nos decían. “La religión es el opio de los pueblos”, proclamaban los carteles del marxismo-leninismo que llegaba arrollador. Se suponía que un joven nacido con la revolución, respondiera plenamente a los preceptos del materialismo histórico. De no ser así, se arriesgaba. Las mejores carreras estaban expresamente vedadas a los creyentes. En definitiva, la universidad era (y aún es) para los revolucionarios.
La niñez y adolescencia de mi generación discurrió en un paisaje de iglesias cerradas y curas desterrados. A la puerta de los templos, los fieles eran vigilados por los milicianos y apedreados por las turbas que les gritaban bitongos y calambucos. En las casas, escondían los santos, las vírgenes y los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús. Los collares y los elegguás fueron a dar al fondo de los closets y los escaparates. Los números de la revista Atalaya de los Testigos de Jehová circulaban con tanto sigilo como si fueran panfletos subversivos.
Recuerdo, allá por 1961, las dos versiones, la católica y la comunista, de las pegatinas con el rostro de un niño en los parabrisas traseros de muchos carros de la ciudad. Un letrero advertía que dependía de ti que el muchacho fuera católico o ateo. No dejaban otra opción: se era gusano o ñángara.
Todo era chocante y confuso. Mi padre era comunista, se enorgullecía de haberlo sido durante el régimen de Batista y de haber ido a la cárcel por serlo, pero estaba casado por la iglesia y sus hijos habíamos sido bautizados. En materia de religión, papá prefería no opinar. Mi abuela, que se negó rotundamente a ocultar sus santos, se alegraba de ello. Pero mis hermanos, que estudiaron en colegios católicos de pago, desde los tiempos de la Alfabetización hasta ahora mismo se proclaman ateos convencidos.
En mi caso, empecé a creer por la influencia de mi abuela. En voz baja, pedía a Dios aprobar los exámenes, crecer unos centímetros más y que no descubrieran mis escapadas para ir a nadar. Oculté que creía hasta que un día, frente a una planilla (“cuéntame tu vida” las llamaban) que indagaba si tenía alguna creencia religiosa, me cansé de negar a Dios. A partir de ahí, mis problemas con la revolución, agravados por el diversionismo ideológico del que me culpaban, empeoraron drásticamente. No me pesó. Era mucho peor cargar indefinidamente con el miedo y la vergüenza.
En realidad, no soy un católico practicante. Sencillamente, creo. Como decimos por acá, “a mi manera”, que es el modo de creer de casi todos los cubanos (por ejemplo, tengo un amigo que dice que no cree en Dios, pero le tiene miedo). Ahora que está permitido creer y es de buen gusto ir a misa, vuelvo a dudar antes de entrar en un templo. No es que tema que me vean, sino que evito tener el disgusto de tropezarme allí con alguno de los mandarines. Ahora son devotos y buscan alianzas hasta con San Fang Cong.
Todo puede ser. Ya los creyentes militan en el Partido Único. Después de la visita del Papa, autorizaron la Navidad. A fines de los 90, hubo en la Plaza de la Revolución un aquelarre evangélico organizado por los pastores del Consejo de Iglesias que aplauden y di-putean en la Asamblea Nacional. El cardenal Jaime Ortega oró por la salud del Máximo Líder y los babalaos, entre rezos y toques de tambor por el Comandante, plantaron una ceiba en un parque de Bahía.
Quedé en espera de que el general Raúl Castro se persignara en la catedral ortodoxa de La Habana. Antes que él, el presidente ruso Medvedev encendió una vela y se persignó. El general-presidente también prendió un cirio, pero no se persignó. No hay que exagerar.
Días después, el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros asistió respetuoso a la ceremonia de beatificación del Padre Olayo, en Camaguey. Un buen gesto, otro más, ahora que las relaciones Iglesia-Estado van viento en popa. Sólo que temo que los gestos no nos devolverán las veces que no pudimos orar en las iglesias, los niños que no se pudieron bautizar y las navidades que no pudimos celebrar.
No está mal que haya, además de la Virgen del Cobre, un beato cubano en la antesala de la santidad a quien encomendarse en medio de tanto desastre. Esperemos que el próximo beato, recomendado por el cardenal Ortega, el Consejo de Iglesias o la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista, no sea un capellán de sotana verde olivo.
luicino2004@yahoo.com
Creer en Dios, los santos o cualquier ente “sobrenatural” era cosa de gente atrasada, un rezago del decadente pasado burgués, nos decían. “La religión es el opio de los pueblos”, proclamaban los carteles del marxismo-leninismo que llegaba arrollador. Se suponía que un joven nacido con la revolución, respondiera plenamente a los preceptos del materialismo histórico. De no ser así, se arriesgaba. Las mejores carreras estaban expresamente vedadas a los creyentes. En definitiva, la universidad era (y aún es) para los revolucionarios.
La niñez y adolescencia de mi generación discurrió en un paisaje de iglesias cerradas y curas desterrados. A la puerta de los templos, los fieles eran vigilados por los milicianos y apedreados por las turbas que les gritaban bitongos y calambucos. En las casas, escondían los santos, las vírgenes y los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús. Los collares y los elegguás fueron a dar al fondo de los closets y los escaparates. Los números de la revista Atalaya de los Testigos de Jehová circulaban con tanto sigilo como si fueran panfletos subversivos.
Recuerdo, allá por 1961, las dos versiones, la católica y la comunista, de las pegatinas con el rostro de un niño en los parabrisas traseros de muchos carros de la ciudad. Un letrero advertía que dependía de ti que el muchacho fuera católico o ateo. No dejaban otra opción: se era gusano o ñángara.
Todo era chocante y confuso. Mi padre era comunista, se enorgullecía de haberlo sido durante el régimen de Batista y de haber ido a la cárcel por serlo, pero estaba casado por la iglesia y sus hijos habíamos sido bautizados. En materia de religión, papá prefería no opinar. Mi abuela, que se negó rotundamente a ocultar sus santos, se alegraba de ello. Pero mis hermanos, que estudiaron en colegios católicos de pago, desde los tiempos de la Alfabetización hasta ahora mismo se proclaman ateos convencidos.
En mi caso, empecé a creer por la influencia de mi abuela. En voz baja, pedía a Dios aprobar los exámenes, crecer unos centímetros más y que no descubrieran mis escapadas para ir a nadar. Oculté que creía hasta que un día, frente a una planilla (“cuéntame tu vida” las llamaban) que indagaba si tenía alguna creencia religiosa, me cansé de negar a Dios. A partir de ahí, mis problemas con la revolución, agravados por el diversionismo ideológico del que me culpaban, empeoraron drásticamente. No me pesó. Era mucho peor cargar indefinidamente con el miedo y la vergüenza.
En realidad, no soy un católico practicante. Sencillamente, creo. Como decimos por acá, “a mi manera”, que es el modo de creer de casi todos los cubanos (por ejemplo, tengo un amigo que dice que no cree en Dios, pero le tiene miedo). Ahora que está permitido creer y es de buen gusto ir a misa, vuelvo a dudar antes de entrar en un templo. No es que tema que me vean, sino que evito tener el disgusto de tropezarme allí con alguno de los mandarines. Ahora son devotos y buscan alianzas hasta con San Fang Cong.
Todo puede ser. Ya los creyentes militan en el Partido Único. Después de la visita del Papa, autorizaron la Navidad. A fines de los 90, hubo en la Plaza de la Revolución un aquelarre evangélico organizado por los pastores del Consejo de Iglesias que aplauden y di-putean en la Asamblea Nacional. El cardenal Jaime Ortega oró por la salud del Máximo Líder y los babalaos, entre rezos y toques de tambor por el Comandante, plantaron una ceiba en un parque de Bahía.
Quedé en espera de que el general Raúl Castro se persignara en la catedral ortodoxa de La Habana. Antes que él, el presidente ruso Medvedev encendió una vela y se persignó. El general-presidente también prendió un cirio, pero no se persignó. No hay que exagerar.
Días después, el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros asistió respetuoso a la ceremonia de beatificación del Padre Olayo, en Camaguey. Un buen gesto, otro más, ahora que las relaciones Iglesia-Estado van viento en popa. Sólo que temo que los gestos no nos devolverán las veces que no pudimos orar en las iglesias, los niños que no se pudieron bautizar y las navidades que no pudimos celebrar.
No está mal que haya, además de la Virgen del Cobre, un beato cubano en la antesala de la santidad a quien encomendarse en medio de tanto desastre. Esperemos que el próximo beato, recomendado por el cardenal Ortega, el Consejo de Iglesias o la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista, no sea un capellán de sotana verde olivo.
luicino2004@yahoo.com
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