Ninguno nos quiere
Juan González Febles
Era una fresca y hermosa tarde de abril de La Habana. La luz natural y los colores se combinaban para conformar una brillante policromía. Esta realzaba la belleza del lugar. Miramar estaba concebido para la belleza. Sus creadores armonizaron todo el amor de la Isla hermosa con gusto y creatividad.
Crearon un símbolo de poder y status, amable y familiar. Como una contradanza. Una pieza de melodía suave, dulce y con base rítmica fuerte y sincopada. O quizás el danzón elemental combinado, de violines y rubias violas con negros bongoes y tumbadoras.
Rudy veía Miramar como el símbolo de la burguesía vencida. Era poder, pero poder blando. Era solidez, pero cálida y familiar. Le faltaba dureza y crueldad y quizás le sobraban escrúpulos. Era puño blando al que se reconoce y no se teme. Le citaron allí como militante del Partido Comunista para una misión secretísima. No tenía idea para qué.
Pero el lugar era hermoso. Se trataba de una escuela. Una escuela construida sin tener en cuenta el odio y la envidia. Con casuarinas y muros inofensivos. Sin defensas, sin arbustos espinosos, sin cascos de botella cortantes en el borde de los muros. Sin elementos útiles para cortar o herir con el pretexto de la protección.
Rudy atravesó el portón y se unió a un grupo en que vio gente conocida. Viejos compañeros del Partido, a algunos los había conocido cuando eran jóvenes y rebeldes. Habían engordado.
Llegaban en cómodos automóviles Lada. Tenían abdomen pronunciado y grueso cuello de bienestar. Ellos tampoco sabían para qué los habían citado. No hicieron preguntas porque siempre alguien traía respuestas o en el peor de los casos, hacía nuevas preguntas.
Mientras, conversaban animadamente sobre temas y cuestiones baladíes. Cuantos hijos nacieron desde que no se veían, quienes y por qué se divorciaron. Cómo anda la salud y qué fue de Fulano, donde anda Zutano. Lo hacían al pie de una estatua de Jesús Predicador con un niño en sus brazos. No hay que olvidar que los padres rectores de esa escuela, educaron en Cristo y lo hicieron con amor.
En esta escuela preparaban a los más favorecidos. También dirigían otra escuela y en aquella preparaban a los pobres con el mismo amor y propósito. Pero estaba situada lejos de Miramar. Entre los pobres, en el lugar adecuado.
Rudy era un cuadro del Partido. No era de los más endurecidos. Siempre le decían que su origen de clase lo traicionaba. Trataba infructuosamente de ganar méritos y convertirse en un hombre de vanguardia. Pero no lo conseguía. Le faltaba algo que los grandes gurues verdeolivo definían como odio de clase. Rudy no conseguía odiar adecuadamente. Hilario lo ayudó mucho en esto. Trabajaron juntos antes. Rudy le firmó su aval junto a otros militantes, para que pasara a trabajar en la Seguridad del Estado. No habían vuelto a verse.
El ideológico del Comité Municipal del Partido se dirigió a ellos, fue breve, casi lacónico.
-Vienen unos compañeros de la Seguridad para explicarnos la tarea. Nadie puede irse. Estén atentos- esto fue lo que dijo. Como de costumbre, nadie hizo preguntas.
Rudy se alejó y se sentó bajo una de las casuarinas. Miró para cerciorarse que no hubiera hormigas. Le preocupaban especialmente las hormigas bravas. Estas eran rojas y pequeñas. Muy agresivas. Continuaban picando, aun después que uno las aplastaba. Provocaban un ardor muy acentuado que sólo se aliviaba frotando alcohol con fuerza sobre la picada.
El sol vespertino era anaranjado y optimista. Los crepúsculos naranja son siempre optimistas. Es sol brillante pero blando, de los que estimula más que castigar. No hacía calor esa tarde de abril que alguien consideró el mes más cruel.
Los hombres de la Seguridad no se hicieron esperar. Llegaron en un auto de chapa oficial con los emblemas de su institución. A Rudy le parecía gracioso el comportamiento en público de estos hombres. Aunque sonreían en muy raras ocasiones, parecían estar representando un ballet. Tenían una conducta muy estereotipada, como si ensayaran sus apariciones en público. Era una coreografía ensayada muchas veces que repetían sin errores.
El auto en que llegaron era un Alfa Romeo al que no le cabía una antena más. Con el llegó, una camioneta abierta Mercedes Benz. Sin membretes, emblemas ni antenas.
A Rudy le pareció que cargaba aperos de labranza. Quizás los habían citado para alguna tarea de trabajo agrícola. Al volante iba un uniformado. Se veía a las claras que se trataba de un hombre de la Seguridad. Aunque verdeolivo, el uniforme era de mejor calidad que los que usa el ejército. La tela era china. Más brillante y de mejor cuerpo y textura. Como de costumbre, el chofer permaneció al volante aun después de apagar el motor. El pobre tipo mantenía las manos sobre la rueda del timón y no miraba ni a los lados, sin parpadear. Esperaba órdenes.
Los oficiales se adelantaron para saludar al secretario del Partido. Luego de los estrechones de mano, el secretario se dirigió a los reunidos invitándoles a pasar al salón de actos. Este se encontraba en una capilla reformada. El lugar conservaba los motivos arquitectónicos de su antiguo servicio. Se combinaban de forma caprichosa las banderas rojas, los gallardetes y las imágenes de Fidel Castro, Martí, Che Guevara, Marx, Engels y Lenin con los querubines y serafines originales. Una excelente convivencia de infierno con detalles celestiales. El mejor de los contrastes que alguien pudo jamás concebir.
En lo que fue el altar, colocaron la mesa con vasos de agua, micrófonos y algunas libretas de notas. El mantel que la cubría era rojo. Tenía en letras amarillas una leyenda en que podía leerse: Comité Municipal PCC. Los bancos originales de iglesia, fueron sustituidos por hileras de incómodas sillas de tijera. Allí se sentaron los convocados.
La reunión comenzó y el secretario pasó la palabra al oficial de mayor graduación entre los visitantes. Se trataba de un mayor. Este sin mayores preámbulos se dirigió a los presentes y les dijo: “La revolución está en peligro. El elemento lumpen y anti social de la ciudad se apresta para irrumpir de forma masiva en la embajada del Perú. Fidel ordenó retirar la custodia de la sede diplomática con el propósito de desbaratar de una vez por todas el relajito de los asilos y las guaguas. Los lumpen no van a desacreditar este proceso con impunidad. Vamos a darles la respuesta que merecen. Esto nos toca a nosotros los revolucionarios. Vamos a dejarles caer el puño de acero del proletariado”. Luego de una estudiada y dramatúrgica pausa, continuó. “Los que estén dispuestos para esta nueva tarea, que levanten la mano”.
Como de costumbre, el mayor obtuvo la unanimidad a que estaba acostumbrado.
El terreno deportivo de la escuela estaba dedicado a la práctica del béisbol. Aunque pobremente iluminado para un juego, la luz que disponían era la adecuada para el propósito a que les habían citado. Lo que a Rudy le pareció aperos de labranza y herramientas de trabajo agrícola, eran estacas de madera, cadenas, pedazos de tubería y gruesos trozos de manguera de regadío. Una idea sin formas precisas comenzó a conformarse en su cabeza. Pero aun no lo creía.
De inmediato fueron formados por escuadras. Los diligentes oficiales de la Seguridad entregaron a cada uno su “arma”. Hubo quien recibió una estaca, alguien un trozo de manguera, otro un pedazo de tubería, el de más allá una cadena y así sucesivamente. Cuando cada uno tuvo lo suyo, comenzó la instrucción. Debían golpear en clavículas, codos, canillas y en la cabeza. De forma preferente, en la parte trasera. Rudy tardaba en trazar los contornos del nuevo enemigo. No conseguía identificarlo en propiedad. Todo era ambiguo y ambivalente.
El mayor parecía satisfecho. No podía ser de otra forma. La militancia había comprendido la tarea. Todos aparentaban estar enardecidos y deseosos de cumplir con la revolución y el Comandante.
Ahora debían esperar por el transporte que los conduciría hasta la “zona de operaciones”. Eran ómnibus del transporte público. Los mismos que usaba el enemigo de clase para asaltar las embajadas. No hubo una larga espera. Llegaron al anochecer. Debían apostarse en el Monte Barreto. La misión consistía en impedir que los enemigos de clase irrumpieran en la embajada del Perú por el traspatio trasero.
Alguien explicó que de acuerdo con informes de inteligencia, obtenidos desde la CIA, el enemigo saldría de un bailable. Era casi seguro que iría directo a buscar asilo en la embajada. Vendría en completo estado de embriaguez. Rudy estaba tenso. Le sudaban las manos. Ya lo había comprendido todo. Sentía la necesidad apremiante e inaplazable de marcharse de allí, cuando aun estaba a tiempo. Pero tenía miedo. Mucho miedo a perder lo que con tanto esfuerzo había obtenido. No podía marcharse. Pensó en Elisa. No tenía planes de abandonar el país. ¿Pero cómo quedarse si abandonaba una tarea de choque?
A lo lejos, escuchó un rumor. Era una copla conocida cantada por muchos con bronco acento. “Pa los mayimbe, me llevan pa la loma, me llevan pa la loma y me voy pal Perú…”. Era la gente humilde de Buenavista y Los Quemaos. Una abigarrada comparsa de muertos de hambre. Habaneros y palestinos hermanados por la carencia.
Tal y como estaba previsto, salieron del bailable de Tropicana y descendían por la calle 70. A la altura de la calle 7ma, torcían en dirección al Monte Barreto para acceder a la embajada por detrás. No habían llegado a tiempo para entrar, dada la costumbre entre ellos de no leer la prensa ni escuchar noticias. Eso los perdió.
Rudy comenzó a sudar. Fue descubierto por su antiguo amigo y compañero. No supo si alegrarse o lamentarlo. Era Hilario. Vestía pantalón verde de reglamento, pulóver blanco y zapatos deportivos. Hilario lo comprendió todo al primer golpe de vista.
-¡Tonto! Esos son nuestros enemigos. Ninguno nos quiere. Hasta ayer aplaudían, hoy se van. ¡Traicionan a Fidel, a la revolución a ti, a mí! ¿Es qué no lo ves? Vamos a partirles los cojones. Ninguno vale una peseta. ¿No lo ves?
Rudy asintió resignado. Apretó la cabilla enteipada y siguió a su amigo y jefe. Tenía miedo y sentía asco. Se comportó muy bien. La evaluación política que alcanzó ese día, de seguro le ayudaría en el futuro. Por lo pronto, un sentimiento indefinido de culpa le sigue. Cada vez que frente al aparato de televisión proyectan la imagen gastada del anciano, las hurras y las consignas de marchas interminables hacia ningún sitio, Rudy recuerda y le parece oír a su mentor y amigo: “no te engañes viejo, ninguno nos quiere…”
Fin, 2006-01-12
Juan González Febles
Era una fresca y hermosa tarde de abril de La Habana. La luz natural y los colores se combinaban para conformar una brillante policromía. Esta realzaba la belleza del lugar. Miramar estaba concebido para la belleza. Sus creadores armonizaron todo el amor de la Isla hermosa con gusto y creatividad.
Crearon un símbolo de poder y status, amable y familiar. Como una contradanza. Una pieza de melodía suave, dulce y con base rítmica fuerte y sincopada. O quizás el danzón elemental combinado, de violines y rubias violas con negros bongoes y tumbadoras.
Rudy veía Miramar como el símbolo de la burguesía vencida. Era poder, pero poder blando. Era solidez, pero cálida y familiar. Le faltaba dureza y crueldad y quizás le sobraban escrúpulos. Era puño blando al que se reconoce y no se teme. Le citaron allí como militante del Partido Comunista para una misión secretísima. No tenía idea para qué.
Pero el lugar era hermoso. Se trataba de una escuela. Una escuela construida sin tener en cuenta el odio y la envidia. Con casuarinas y muros inofensivos. Sin defensas, sin arbustos espinosos, sin cascos de botella cortantes en el borde de los muros. Sin elementos útiles para cortar o herir con el pretexto de la protección.
Rudy atravesó el portón y se unió a un grupo en que vio gente conocida. Viejos compañeros del Partido, a algunos los había conocido cuando eran jóvenes y rebeldes. Habían engordado.
Llegaban en cómodos automóviles Lada. Tenían abdomen pronunciado y grueso cuello de bienestar. Ellos tampoco sabían para qué los habían citado. No hicieron preguntas porque siempre alguien traía respuestas o en el peor de los casos, hacía nuevas preguntas.
Mientras, conversaban animadamente sobre temas y cuestiones baladíes. Cuantos hijos nacieron desde que no se veían, quienes y por qué se divorciaron. Cómo anda la salud y qué fue de Fulano, donde anda Zutano. Lo hacían al pie de una estatua de Jesús Predicador con un niño en sus brazos. No hay que olvidar que los padres rectores de esa escuela, educaron en Cristo y lo hicieron con amor.
En esta escuela preparaban a los más favorecidos. También dirigían otra escuela y en aquella preparaban a los pobres con el mismo amor y propósito. Pero estaba situada lejos de Miramar. Entre los pobres, en el lugar adecuado.
Rudy era un cuadro del Partido. No era de los más endurecidos. Siempre le decían que su origen de clase lo traicionaba. Trataba infructuosamente de ganar méritos y convertirse en un hombre de vanguardia. Pero no lo conseguía. Le faltaba algo que los grandes gurues verdeolivo definían como odio de clase. Rudy no conseguía odiar adecuadamente. Hilario lo ayudó mucho en esto. Trabajaron juntos antes. Rudy le firmó su aval junto a otros militantes, para que pasara a trabajar en la Seguridad del Estado. No habían vuelto a verse.
El ideológico del Comité Municipal del Partido se dirigió a ellos, fue breve, casi lacónico.
-Vienen unos compañeros de la Seguridad para explicarnos la tarea. Nadie puede irse. Estén atentos- esto fue lo que dijo. Como de costumbre, nadie hizo preguntas.
Rudy se alejó y se sentó bajo una de las casuarinas. Miró para cerciorarse que no hubiera hormigas. Le preocupaban especialmente las hormigas bravas. Estas eran rojas y pequeñas. Muy agresivas. Continuaban picando, aun después que uno las aplastaba. Provocaban un ardor muy acentuado que sólo se aliviaba frotando alcohol con fuerza sobre la picada.
El sol vespertino era anaranjado y optimista. Los crepúsculos naranja son siempre optimistas. Es sol brillante pero blando, de los que estimula más que castigar. No hacía calor esa tarde de abril que alguien consideró el mes más cruel.
Los hombres de la Seguridad no se hicieron esperar. Llegaron en un auto de chapa oficial con los emblemas de su institución. A Rudy le parecía gracioso el comportamiento en público de estos hombres. Aunque sonreían en muy raras ocasiones, parecían estar representando un ballet. Tenían una conducta muy estereotipada, como si ensayaran sus apariciones en público. Era una coreografía ensayada muchas veces que repetían sin errores.
El auto en que llegaron era un Alfa Romeo al que no le cabía una antena más. Con el llegó, una camioneta abierta Mercedes Benz. Sin membretes, emblemas ni antenas.
A Rudy le pareció que cargaba aperos de labranza. Quizás los habían citado para alguna tarea de trabajo agrícola. Al volante iba un uniformado. Se veía a las claras que se trataba de un hombre de la Seguridad. Aunque verdeolivo, el uniforme era de mejor calidad que los que usa el ejército. La tela era china. Más brillante y de mejor cuerpo y textura. Como de costumbre, el chofer permaneció al volante aun después de apagar el motor. El pobre tipo mantenía las manos sobre la rueda del timón y no miraba ni a los lados, sin parpadear. Esperaba órdenes.
Los oficiales se adelantaron para saludar al secretario del Partido. Luego de los estrechones de mano, el secretario se dirigió a los reunidos invitándoles a pasar al salón de actos. Este se encontraba en una capilla reformada. El lugar conservaba los motivos arquitectónicos de su antiguo servicio. Se combinaban de forma caprichosa las banderas rojas, los gallardetes y las imágenes de Fidel Castro, Martí, Che Guevara, Marx, Engels y Lenin con los querubines y serafines originales. Una excelente convivencia de infierno con detalles celestiales. El mejor de los contrastes que alguien pudo jamás concebir.
En lo que fue el altar, colocaron la mesa con vasos de agua, micrófonos y algunas libretas de notas. El mantel que la cubría era rojo. Tenía en letras amarillas una leyenda en que podía leerse: Comité Municipal PCC. Los bancos originales de iglesia, fueron sustituidos por hileras de incómodas sillas de tijera. Allí se sentaron los convocados.
La reunión comenzó y el secretario pasó la palabra al oficial de mayor graduación entre los visitantes. Se trataba de un mayor. Este sin mayores preámbulos se dirigió a los presentes y les dijo: “La revolución está en peligro. El elemento lumpen y anti social de la ciudad se apresta para irrumpir de forma masiva en la embajada del Perú. Fidel ordenó retirar la custodia de la sede diplomática con el propósito de desbaratar de una vez por todas el relajito de los asilos y las guaguas. Los lumpen no van a desacreditar este proceso con impunidad. Vamos a darles la respuesta que merecen. Esto nos toca a nosotros los revolucionarios. Vamos a dejarles caer el puño de acero del proletariado”. Luego de una estudiada y dramatúrgica pausa, continuó. “Los que estén dispuestos para esta nueva tarea, que levanten la mano”.
Como de costumbre, el mayor obtuvo la unanimidad a que estaba acostumbrado.
El terreno deportivo de la escuela estaba dedicado a la práctica del béisbol. Aunque pobremente iluminado para un juego, la luz que disponían era la adecuada para el propósito a que les habían citado. Lo que a Rudy le pareció aperos de labranza y herramientas de trabajo agrícola, eran estacas de madera, cadenas, pedazos de tubería y gruesos trozos de manguera de regadío. Una idea sin formas precisas comenzó a conformarse en su cabeza. Pero aun no lo creía.
De inmediato fueron formados por escuadras. Los diligentes oficiales de la Seguridad entregaron a cada uno su “arma”. Hubo quien recibió una estaca, alguien un trozo de manguera, otro un pedazo de tubería, el de más allá una cadena y así sucesivamente. Cuando cada uno tuvo lo suyo, comenzó la instrucción. Debían golpear en clavículas, codos, canillas y en la cabeza. De forma preferente, en la parte trasera. Rudy tardaba en trazar los contornos del nuevo enemigo. No conseguía identificarlo en propiedad. Todo era ambiguo y ambivalente.
El mayor parecía satisfecho. No podía ser de otra forma. La militancia había comprendido la tarea. Todos aparentaban estar enardecidos y deseosos de cumplir con la revolución y el Comandante.
Ahora debían esperar por el transporte que los conduciría hasta la “zona de operaciones”. Eran ómnibus del transporte público. Los mismos que usaba el enemigo de clase para asaltar las embajadas. No hubo una larga espera. Llegaron al anochecer. Debían apostarse en el Monte Barreto. La misión consistía en impedir que los enemigos de clase irrumpieran en la embajada del Perú por el traspatio trasero.
Alguien explicó que de acuerdo con informes de inteligencia, obtenidos desde la CIA, el enemigo saldría de un bailable. Era casi seguro que iría directo a buscar asilo en la embajada. Vendría en completo estado de embriaguez. Rudy estaba tenso. Le sudaban las manos. Ya lo había comprendido todo. Sentía la necesidad apremiante e inaplazable de marcharse de allí, cuando aun estaba a tiempo. Pero tenía miedo. Mucho miedo a perder lo que con tanto esfuerzo había obtenido. No podía marcharse. Pensó en Elisa. No tenía planes de abandonar el país. ¿Pero cómo quedarse si abandonaba una tarea de choque?
A lo lejos, escuchó un rumor. Era una copla conocida cantada por muchos con bronco acento. “Pa los mayimbe, me llevan pa la loma, me llevan pa la loma y me voy pal Perú…”. Era la gente humilde de Buenavista y Los Quemaos. Una abigarrada comparsa de muertos de hambre. Habaneros y palestinos hermanados por la carencia.
Tal y como estaba previsto, salieron del bailable de Tropicana y descendían por la calle 70. A la altura de la calle 7ma, torcían en dirección al Monte Barreto para acceder a la embajada por detrás. No habían llegado a tiempo para entrar, dada la costumbre entre ellos de no leer la prensa ni escuchar noticias. Eso los perdió.
Rudy comenzó a sudar. Fue descubierto por su antiguo amigo y compañero. No supo si alegrarse o lamentarlo. Era Hilario. Vestía pantalón verde de reglamento, pulóver blanco y zapatos deportivos. Hilario lo comprendió todo al primer golpe de vista.
-¡Tonto! Esos son nuestros enemigos. Ninguno nos quiere. Hasta ayer aplaudían, hoy se van. ¡Traicionan a Fidel, a la revolución a ti, a mí! ¿Es qué no lo ves? Vamos a partirles los cojones. Ninguno vale una peseta. ¿No lo ves?
Rudy asintió resignado. Apretó la cabilla enteipada y siguió a su amigo y jefe. Tenía miedo y sentía asco. Se comportó muy bien. La evaluación política que alcanzó ese día, de seguro le ayudaría en el futuro. Por lo pronto, un sentimiento indefinido de culpa le sigue. Cada vez que frente al aparato de televisión proyectan la imagen gastada del anciano, las hurras y las consignas de marchas interminables hacia ningún sitio, Rudy recuerda y le parece oír a su mentor y amigo: “no te engañes viejo, ninguno nos quiere…”
Fin, 2006-01-12
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