"Fidel Castro y el Movimiento 26 de Julio", dijo Sartre sin pensarlo dos veces cuando, en un encuentro en la Cité Universitaire con algunos miles de estudiantes franceses, uno de ellos le replicó que sólo el Partido Comunista podía hacer la revolución, desafiándolo a dar un ejemplo de lo contrario.
Esta anécdota, relatada por Carlos Fuentes en su ensayo sobre el Mayo Francés, alcanza a ilustrar cómo, aun cuando —según ha contado Simone de Beauvoir— a la altura del 68 Sartre ya estaba algo desilusionado con el rumbo de la que ocho años atrás había bautizado como "la revolución más original del mundo", en el último capítulo de su larga militancia socialista el gran filósofo se aferraba con fuerza a la utopía de la Revolución Cubana.
La convergencia de la "revolución contra la burguesía y la revolución dentro de la revolución" destacada por Fuentes, por entonces también simpatizante del régimen cubano, era, desde luego, en gran medida una ficción. Entre la insurrección de esos jóvenes libertarios a los que Sartre instaba a hacer causa común con los obreros y el curso del proceso revolucionario cubano, va un buen trecho —el que separa los grafitis de "Prohibido prohibir" y "Hagamos el amor y no la guerra" en los muros de La Sorbona, de las vallas con las consignas "Comandante en Jefe, Ordene" y "¡Estudio, trabajo, fusil!" en las calles de La Habana.
Al no apoyar oficialmente la revuelta estudiantil, pero sí la intervención soviética en Checoslovaquia unos meses después, Castro dejaría claro su lugar al lado de la revolución establecida, muy lejos de aquella originalidad que el filósofo había celebrado en Cuba durante su visita en marzo de 1960.
Una utopía estética
Nuestro 68 no fue el de la playa bajo los adoquines, sino el del "Cordón de La Habana" y los "cien años de lucha". Mientras la Revolución Cubana circulaba en el extranjero como símbolo de rebeldía antiburguesa, en el interior se instalaba en su nombre un "orden" más rígido que el franquista. El año terminó, significativamente, con la célebre serie de artículos de Leopoldo Ávila en Verde Olivo, donde se plantea desde la autoridad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias la doxa marxista-leninista-estalinista que el propio Castro decretó en 1971, cuando denostó a los intelectuales críticos y llamó a hacer un arte de masas que expresara verdaderamente a la revolución.
Había comenzado, sin embargo, con el Congreso Cultural de La Habana, donde más de quinientos intelectuales extranjeros fueron reconocidos por Castro como la verdadera vanguardia de la revolución en el mundo.
Unos meses atrás, el Salón de Mayo había marcado el apogeo de la luna de miel entre aquella intelligentsia de izquierdas y la Revolución Cubana. Carlos Franqui ha contado que, como condición para permitir que el mismo se celebrara en La Habana, Castro exigió que sus vacas también fueran expuestas, y así fueron, como arte pop en los jardines del recién construido Pabellón Cuba, junto a radares que podían pasar fácilmente por instalaciones avant-garde.
Aquella ficticia primavera de La Habana comportaba, de cierta manera, una utopía estética: el arte moderno se apropiaba por un momento de los emblemas de la revolución en sus dos frentes de batalla —el agropecuario y el militar—, mientras el gigantesco mural colectivo simbolizaba un regreso festivo al origen de la tradición revolucionaria, antes de la fatal escisión entre estalinismo y trotskismo.
Pocos meses después, sin embargo, la destrucción a mandarriazos del Museo de Arte Moderno, inaugurado en La Rampa durante el Congreso, restableció la preeminencia de la revolución sobre el arte: si la revolución misma era la gran obra cultural, como reconocía la declaración del Congreso de 1968, no había en ella espacio para un arte con las pretensiones del moderno. Esas vanguardias eran degeneraciones burguesas y debían ser erradicadas como tales, mientras del nuevo mundo, superada ya la división del trabajo manual y el intelectual, surgiría un arte sano, positivo, producido por y para las masas.
Ese episodio no podía ser más simbólico: remedaba al gesto vanguardista de destrucción del museo, símbolo de la separación del arte y la vida, pero con la diferencia de que no era el arte tradicional, académico y filisteo, el blanco de la violencia de los agentes de la Seguridad del Estado, sino el arte moderno, considerado ahora parte de la enfermedad que había que curar. Comunismo y fascismo, como se sabe, coinciden en su rechazo del arte moderno, mientras la utopía vanguardista de eliminar la escisión entre lo público y lo privado se realiza perversamente en la comunidad totalitaria donde los grandiosos objetivos colectivos sustituyen las iniciativas individuales y la vida interior.
La oreja peluda del fascismo
En 1968, el fascismo asomaba en Cuba su oreja peluda, al tiempo que Castro emulaba a su ídolo de juventud con el "Cordón de La Habana" y la "Zafra de los Diez Millones". A las clásicas fotos del Duce durante la battaglia del grano, participando con el torso desnudo en las labores de recolección y trilla del trigo, correspondían las del Comandante en el corte de caña. Y si en la Italia fascista, obsesionada con el crecimiento demográfico, las mujeres proliferas habían sido las heroínas del momento, en la Cuba de Castro ese puesto lo ocuparán las vacas; o más bien, una de ellas, la célebre Ubre Blanca, cuya repentina muerte marcó el fin de los delirios desarrollistas, funestos todos, de nuestro Mussolini tropical.
La "ofensiva revolucionaria" de marzo fue, en gran medida, una preparación para la movilización total en torno a la producción que culminaría en la cacareada "batalla de los diez millones". Bares, cabarés, quincallas y puestos de fritas fueron nacionalizados y cerrados: se alegaba que eran lugares donde proliferaba la vagancia, cuando, en palabras de Castro, no había que promover la "borrachera, sino el espíritu del trabajo".
Un puritanismo jacobino presidió aquella campaña nacional que saludó el cierre de los bares y cabarés como un paso más en la supresión de los vicios del pasado. "No se construye el comunismo con mentalidad de bodegueros", decía Castro, mientras embarcaba el país entero en una "construcción simultánea del socialismo y el comunismo" que, inspirada en las ideas de Ernesto Guevara, buscaba desarrollar la consciencia, eliminando los incentivos materiales y el poder del dinero.
Menos conocidos que el Cordón de La Habana y la zafra de 1969-1970, los tres "planes piloto" comenzados un año antes en zonas rurales reflejaban aquella ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción. El discurso que Castro pronunció el 28 de enero de 1967, en la inauguración del primero en San Andrés de Caiguanabo, resulta un documento muy ilustrativo de ese sueño de la razón que no produce sino monstruos.
La fascinación comunista por la técnica va, allí, mucho más allá de la sustitución de los bueyes por tractores: Castro habla de "acelerar el proceso de crecimiento" de las plantas de café aplicándoles hormonas. La tecnología promete un futuro de abundancia, donde con la introducción de las máquinas los trabajadores se liberan del esfuerzo físico y, además, "liberan tierra donde pueden tener cientos de vacas para producir todos los días miles de litros de leche".
'Pedagogía integral'
La otra pata del experimento es, desde luego, la educación, entendida como "pedagogía integral" para formar los valores de solidaridad y fraternidad propios del hombre nuevo. No por azar "se han escogido para dirigir esta escuela y para enseñar en esta escuela, jóvenes maestros y profesores formados enteramente en estos años de Revolución". Libres de las deformaciones del ancien régime, estos educadores pueden indicar a los niños el camino correcto. Y como este se pierde en "esas horas extraescolares donde se adquieren muchos malos hábitos, donde se adquieren muchos vicios, donde los muchachos se desvían", su tiempo ha de ser estrictamente reglamentado: una vez más Utopía remeda el orden monástico.
"Y la vida de todos los niños estará perfectamente organizada, estará perfectamente atendida. Irán a los círculos por la mañana —bien temprano— y regresarán a sus casas al atardecer. Y cuando ya tiene edad para ir al primer grado, entonces su vida entera estará organizada alrededor de la escuela. Allí tendrán los estudios, los campos deportivos, la alimentación. Irán los lunes y regresarán los viernes, y tal vez los sábados".
Los niños han de ser ocupados el mayor tiempo posible por el Estado, que, interesado en eliminar de una buena vez aquella pareja de la vagancia y del juego denostada por Saco, les inculcará el amor al trabajo, "no el trabajo como algo despreciable, no el trabajo como un sacrificio, sino el trabajo —incluso— como un placer, el trabajo como algo agradable, lo más agradable, lo más hermoso que el hombre puede y debe hacer; el concepto del trabajo ni siquiera como un deber, sino como una necesidad moral, como una forma de invertir el tiempo dignamente, útilmente".
He aquí, desde luego, la noción guevariana del "trabajo voluntario" como actividad no sólo productiva, sino también educativa, que comparte esa duplicidad con la guerra —la cual no sólo hizo la revolución, sino que también, según Guevara, revolucionó a los que en ella participaron—. Ambas celebraciones —la del trabajo voluntario y la de la guerra revolucionaria— apuntan, de cierta manera, a la utópica superación de la distinción del arte y la vida, la cual, como ha demostrado el pasado siglo, sólo se realiza distópicamente en el totalitarismo.
La concepción de la revolución como obra de arte total, donde se reintegrarían las esferas que en el mundo burgués permanecen autónomas o desagregadas, preside el kitsch totalitario. En el trabajo obligatorio y en el arte por decreto culmina el intento por cumplir la profecía del joven Marx sobre el fin de la oposición del trabajo y el arte propia de la sociedad de clases.
En la conclusión del discurso de Castro, una profesión de fe humanista muy propia de la izquierda radical: "Los reaccionarios desconfían del hombre, desconfían del ser humano; piensan que el ser humano es todavía algo así como una bestia, que solo se mueve azotado por el látigo; piensan que solo es capaz de hacer cosas nobles movido por un interés exclusivamente egoísta. El revolucionario tiene un concepto mucho más elevado del hombre, ve al hombre no como una bestia, considera al hombre capaz de formas superiores de vida, de formas superiores de conducta, formas superiores de estímulos; el revolucionario cree en el hombre, cree en los seres humanos. Y si no se cree en el ser humano no se es revolucionario".
En este punto, tantas veces repetido en artículos que en la prensa cubana apoyaban la "ofensiva revolucionaria" como paso crucial de la radicalización comunista, Castro estaba plenamente en sintonía con los intelectuales extranjeros que crearon el mito de la Revolución. En las entrevistas que concedió a su regreso a Francia, Simone de Beauvoir destacaba la experiencia cubana como una demostración de la perfectibilidad del hombre, que era como decir de una de las tesis centrales de El pensamiento político de la derecha, panfleto donde denunciaba el anticomunismo de pensadores liberales como Raymond Aron. Este, por cierto, también estuvo en Cuba en 1960, y sería interesante leer el artículo que a propósito escribió. Vacunado como estaba contra las tentaciones totalitarias, Aron se mostraba seguramente menos entusiasmado que sus compatriotas con los largos discursos que el Comandante, mussolinianamente, consideraba conversaciones suyas con el pueblo.
En todo caso, el curso del proceso castrista demuestra sus señalamientos, en El opio de los intelectuales, sobre las paradojas del utopismo comunista; y asimismo, el mito de la Revolución Cubana, notablemente erosionado pero aún sorprendentemente vivaz, no viene sino a reafirmar la idea de que el "comunismo, cuya fascinación procede de la idea de un sentido de la historia, es la religión por excelencia de los intelectuales". Si la Unión Soviética era, al decir de Aron, una "superstición", la Cuba de Castro no ha sido sino una superstición al cuadrado, o mejor, una "superstición dentro de la superstición".
Ciegos ante la represión
La idea de la Cuba original, auténticamente revolucionaria frente a la contrarrevolución estalinista, es el cansino ritornello del turismo revolucionario que tuvo su punto culminante en la gran peregrinación de enero del 68. Al apoyar la lucha armada como método revolucionario, ¿no reciclaba de cierto modo la Declaración del Congreso, la tesis trotskista sobre la revolución permanente?
En su testimonio sobre aquellos días, Max Aub ha escrito que Cuba era la esperanza que "los liberales pudimos tener al fin del XX Congreso del PCUS y que no ha cristalizado como supusimos; fue la esperanza de las Cien Flores, es la de las personas que soñamos todavía que pueden aunarse justicia y libertad". Lo mismo pensaban escritores surrealistas presentes en el Congreso, como André Pierre de Mandiargues, Michel Leiris y Joyce Mansour, quienes, cuatro años atrás, habían firmado junto a Breton un manifiesto sobre "El ejemplo de Cuba y su revolución".
Allí destacan la oposición al dogmatismo y la libertad de pensamiento en Cuba, pues "Una revolución con un arte libre puede ser una revolución sin termidor". "Una verdadera revolución ha de englobar al hombre en su totalidad social e individual. No basta con derribar las estructuras económicas capitalistas e instalar en el poder a otra clase que en el privilegio del poder ejerza su dominio con preceptos que en definitiva no serán más que un reflejo de los de la anterior sociedad: santidad del trabajo, amor sacrificado a la multiplicación de la especie, culto a la personalidad, funcionarismo del artista reducido al papel de propaganda, etc., etc.", proclamaban, aludiendo obviamente al estalinismo, que había sido, como se sabe, la causa de la escisión del grupo surrealista en los años treinta.
La paradoja es que todo ello que, en ese manifiesto publicado en la revista La Breche en 1964, los surrealistas querían ver lejos de la revolución cubana, se vislumbraba ya entonces y alcanzaría su apogeo en 1968, cuando la vida toda se organizaba en torno al trabajo productivo, y "vagancia" y "extravagancia" eran anatematizadas por un código de buenas costumbres que reproducía en no poca medida la moral pequeñoburguesa.
Los peregrinos de 1968 permanecían, sin embargo, ciegos ante la represión y la grisura de la situación cubana, proyectando sobre la Isla sus propios anhelos: los republicanos españoles veían la revolución que no tuvieron, el verdadero triunfo rojo que los nacionales les arrebataran; los latinoamericanos, una independencia total del imperialismo yanqui que habría de producirse, más temprano que tarde, en todo el continente; los europeos, un socialismo con rostro humano, después de sucesivas frustraciones en la órbita soviética.
Si aquel era, en palabras de Sartre, "le socialisme qui venait du froid", este era uno que venía del chaud: a diferencia de los europeos del Este, los cubanos tenían la música negra en el alma, y "les saltan pies y manos, se contonean, retuercen, siguen el ritmo con palmas, bailan todos por dentro y por fuera. Un comunismo mágico les anima", comenta Aux. Pero no, no era ya comunismo —apunta en otra parte de su testimonio—, sino "utopía". Una utopía hecha de reminiscencias: kibbutz, anarcosindicalismo catalán, Primera Internacional… El parecido de Fidel con Durruti y con el Noy del Sucre hacía, a los ojos de Aub, imposible que se entendiera con los soviéticos; un diálogo del Comandante con Stalin no era posible.
Lo más llamativo de aquella utopía cubana de 1968 era, claro, el desprecio del dinero. Según el escritor catalán, ese "afán anarquista de hacer desaparecer el dinero, de pisotearlo, de machacarlo, de quitarle todo valor da a la Revolución Cubana un aspecto totalmente distinto a las demás". Aub no advertía, empero, el costado represivo del asunto, demostrado una década después de forma indisputable por el genocidio camboyano.
El dinero que, al decir de un personaje de Borges, es "un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos", resulta, en cierto sentido, el límite mismo del comunismo; siendo la forma última de la propiedad que queda cuando todo lo demás ha sido nacionalizado, su eliminación marca el "gran salto adelante" desde el estadio socialista al pretendido reino de la libertad. Con la sola —y crucial— diferencia de que ahora el Estado, lejos de desaparecer, no ha hecho sino crecer, privando al individuo de toda autonomía: ya no puedes comprar en una tienda un ventilador o una lavadora, debes ganarlo con bonos de trabajo voluntario.
La utopía del fin del dinero y del trabajo voluntario se revela, entonces, como pesadilla histórica, desde el momento mismo en que el objetivo —el comunismo— se plantea como el resultado de una "construcción". Ese paso —sobre el que Marx poco dijo— no se puede llenar sino con violencia; y bien lo sabía Guevara, cuando señalaba que "para salvar al hombre había que reprimirlo".
Contraste de perspectivas
El 68 cubano era, en resumen, una nueva confirmación de la inevitable deriva totalitaria del socialismo real, y en este sentido, no mostraba originalidad alguna, más allá de las notas de color local que aportaba la idiosincrasia tropical. Los izquierdistas, sin embargo, se aferraban a sus sueños de juventud y a sus fáciles teorías sobre la descolonización. A pesar de sus diferencias de perspectiva, debatían fraternalmente sobre "los problemas de la cultura en relación con el Tercer Mundo"; sólo tres delegados se abstuvieron de firmar aquella Declaración de La Habana que, a fuerza de simplista y parcial, hoy resulta grotesca, en la que se denunciaba el imperialismo norteamericano y su "dominación colonial y neocolonial sobre los países subdesarrollados", pero nada se decía del imperialismo soviético.
Sólo trascendió, a manera de anécdota curiosa, una discrepancia que vale la pena recordar. Según Lisandro Otero, el día de la inauguración del Congreso, Joyce Mansour se situó detrás de David Alfaro Sequeiros, y propinándole una patada, le gritó que era "en nombre de Trotsky". Comenta Aub: "¡Tuvo que venir Sequeiros a una república socialista para que una mujer le diera un puntapié en el trasero 'de parte de André Breton'!".
Lo mismo da en nombre de quién haya sido la agresión al pintor mexicano; el incidente queda como gracioso símbolo de aquel falso milagro habanero que propiciara el encuentro de enemigos irreconciliables. El furibundo estalinista que participara en un frustrado intento de asesinar a Trotsky, y la discípula del trotskista Breton, ¿no eran como el paraguas y la máquina de coser de la célebre imagen de Lautreamont? Y La Habana, ¿no era la mesa de disección? ¿No decían que Cuba era la tierra del surrealismo? Pues en 1968 fue ocasión para desagraviar al maestro: ahora no era sólo el surrealismo al servicio de la revolución, sino, por carambola, la revolución al servicio del surrealismo. En cuanto a Trotsky, sólo cabe recordar que pocos meses después de la muerte de Guevara fueron destruidas las planas de La revolución permanente, que estaba en proceso de impresión.
Los fantasmas de León Davidovich y de Iosif Dugashvili andaban —qué duda cabe— por La Habana, capital de la revolución mundial, mientras la ciudad, ya bastante deteriorada por casi una década de maltrato e indolencia gubernamental, recibía un golpe mortal con la "ofensiva revolucionaria". Surgía, entonces, otro fantasma que tras la caída del Muro de Berlín ronda cada vez con más fuerza: el de la vieja ciudad con sus bares, su "bolita" y sus chinos.
Para los fellow travelers, el 68 marcó el inicio del "hundimiento del Titanic", ese "principio del fin" del que habla Ensersberger. Para los cubanos, era la definitiva pérdida de un país —la República— que hasta entonces sobrevivía en la música de las vitrolas. Este contraste de perspectivas —la de los cantores del experimento tropical y la de sus conejillos de Indias— fue captado insuperablemente por el poeta alemán en su Canto IX:
"Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos / en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto, / el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla / endurecidas por el sudor y la melaza. ¡qué gente tan superflua! / En las entrañas de La Habana la miseria ancestral / continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja / y a vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde, / la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes / se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche / "el pueblo" hacía paciente cola para comer pizza. / Pero en el hotel Nacional, en los salones frente al mar, / donde hace mucho tiempo solían cenar los gansters, los senadores, con emplumadas / reinas del stripteese / sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina, / deambulan ahora un puñado de trasnochados / trotskistas de París, que se sienten / "dulcemente subversivos", tirándose unos a otros bolitas / de pan y citas de Engels y de Freud".
Tomado de: Cubaencuentro.com
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Esta anécdota, relatada por Carlos Fuentes en su ensayo sobre el Mayo Francés, alcanza a ilustrar cómo, aun cuando —según ha contado Simone de Beauvoir— a la altura del 68 Sartre ya estaba algo desilusionado con el rumbo de la que ocho años atrás había bautizado como "la revolución más original del mundo", en el último capítulo de su larga militancia socialista el gran filósofo se aferraba con fuerza a la utopía de la Revolución Cubana.
La convergencia de la "revolución contra la burguesía y la revolución dentro de la revolución" destacada por Fuentes, por entonces también simpatizante del régimen cubano, era, desde luego, en gran medida una ficción. Entre la insurrección de esos jóvenes libertarios a los que Sartre instaba a hacer causa común con los obreros y el curso del proceso revolucionario cubano, va un buen trecho —el que separa los grafitis de "Prohibido prohibir" y "Hagamos el amor y no la guerra" en los muros de La Sorbona, de las vallas con las consignas "Comandante en Jefe, Ordene" y "¡Estudio, trabajo, fusil!" en las calles de La Habana.
Al no apoyar oficialmente la revuelta estudiantil, pero sí la intervención soviética en Checoslovaquia unos meses después, Castro dejaría claro su lugar al lado de la revolución establecida, muy lejos de aquella originalidad que el filósofo había celebrado en Cuba durante su visita en marzo de 1960.
Una utopía estética
Nuestro 68 no fue el de la playa bajo los adoquines, sino el del "Cordón de La Habana" y los "cien años de lucha". Mientras la Revolución Cubana circulaba en el extranjero como símbolo de rebeldía antiburguesa, en el interior se instalaba en su nombre un "orden" más rígido que el franquista. El año terminó, significativamente, con la célebre serie de artículos de Leopoldo Ávila en Verde Olivo, donde se plantea desde la autoridad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias la doxa marxista-leninista-estalinista que el propio Castro decretó en 1971, cuando denostó a los intelectuales críticos y llamó a hacer un arte de masas que expresara verdaderamente a la revolución.
Había comenzado, sin embargo, con el Congreso Cultural de La Habana, donde más de quinientos intelectuales extranjeros fueron reconocidos por Castro como la verdadera vanguardia de la revolución en el mundo.
Unos meses atrás, el Salón de Mayo había marcado el apogeo de la luna de miel entre aquella intelligentsia de izquierdas y la Revolución Cubana. Carlos Franqui ha contado que, como condición para permitir que el mismo se celebrara en La Habana, Castro exigió que sus vacas también fueran expuestas, y así fueron, como arte pop en los jardines del recién construido Pabellón Cuba, junto a radares que podían pasar fácilmente por instalaciones avant-garde.
Aquella ficticia primavera de La Habana comportaba, de cierta manera, una utopía estética: el arte moderno se apropiaba por un momento de los emblemas de la revolución en sus dos frentes de batalla —el agropecuario y el militar—, mientras el gigantesco mural colectivo simbolizaba un regreso festivo al origen de la tradición revolucionaria, antes de la fatal escisión entre estalinismo y trotskismo.
Pocos meses después, sin embargo, la destrucción a mandarriazos del Museo de Arte Moderno, inaugurado en La Rampa durante el Congreso, restableció la preeminencia de la revolución sobre el arte: si la revolución misma era la gran obra cultural, como reconocía la declaración del Congreso de 1968, no había en ella espacio para un arte con las pretensiones del moderno. Esas vanguardias eran degeneraciones burguesas y debían ser erradicadas como tales, mientras del nuevo mundo, superada ya la división del trabajo manual y el intelectual, surgiría un arte sano, positivo, producido por y para las masas.
Ese episodio no podía ser más simbólico: remedaba al gesto vanguardista de destrucción del museo, símbolo de la separación del arte y la vida, pero con la diferencia de que no era el arte tradicional, académico y filisteo, el blanco de la violencia de los agentes de la Seguridad del Estado, sino el arte moderno, considerado ahora parte de la enfermedad que había que curar. Comunismo y fascismo, como se sabe, coinciden en su rechazo del arte moderno, mientras la utopía vanguardista de eliminar la escisión entre lo público y lo privado se realiza perversamente en la comunidad totalitaria donde los grandiosos objetivos colectivos sustituyen las iniciativas individuales y la vida interior.
La oreja peluda del fascismo
En 1968, el fascismo asomaba en Cuba su oreja peluda, al tiempo que Castro emulaba a su ídolo de juventud con el "Cordón de La Habana" y la "Zafra de los Diez Millones". A las clásicas fotos del Duce durante la battaglia del grano, participando con el torso desnudo en las labores de recolección y trilla del trigo, correspondían las del Comandante en el corte de caña. Y si en la Italia fascista, obsesionada con el crecimiento demográfico, las mujeres proliferas habían sido las heroínas del momento, en la Cuba de Castro ese puesto lo ocuparán las vacas; o más bien, una de ellas, la célebre Ubre Blanca, cuya repentina muerte marcó el fin de los delirios desarrollistas, funestos todos, de nuestro Mussolini tropical.
La "ofensiva revolucionaria" de marzo fue, en gran medida, una preparación para la movilización total en torno a la producción que culminaría en la cacareada "batalla de los diez millones". Bares, cabarés, quincallas y puestos de fritas fueron nacionalizados y cerrados: se alegaba que eran lugares donde proliferaba la vagancia, cuando, en palabras de Castro, no había que promover la "borrachera, sino el espíritu del trabajo".
Un puritanismo jacobino presidió aquella campaña nacional que saludó el cierre de los bares y cabarés como un paso más en la supresión de los vicios del pasado. "No se construye el comunismo con mentalidad de bodegueros", decía Castro, mientras embarcaba el país entero en una "construcción simultánea del socialismo y el comunismo" que, inspirada en las ideas de Ernesto Guevara, buscaba desarrollar la consciencia, eliminando los incentivos materiales y el poder del dinero.
Menos conocidos que el Cordón de La Habana y la zafra de 1969-1970, los tres "planes piloto" comenzados un año antes en zonas rurales reflejaban aquella ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción. El discurso que Castro pronunció el 28 de enero de 1967, en la inauguración del primero en San Andrés de Caiguanabo, resulta un documento muy ilustrativo de ese sueño de la razón que no produce sino monstruos.
La fascinación comunista por la técnica va, allí, mucho más allá de la sustitución de los bueyes por tractores: Castro habla de "acelerar el proceso de crecimiento" de las plantas de café aplicándoles hormonas. La tecnología promete un futuro de abundancia, donde con la introducción de las máquinas los trabajadores se liberan del esfuerzo físico y, además, "liberan tierra donde pueden tener cientos de vacas para producir todos los días miles de litros de leche".
'Pedagogía integral'
La otra pata del experimento es, desde luego, la educación, entendida como "pedagogía integral" para formar los valores de solidaridad y fraternidad propios del hombre nuevo. No por azar "se han escogido para dirigir esta escuela y para enseñar en esta escuela, jóvenes maestros y profesores formados enteramente en estos años de Revolución". Libres de las deformaciones del ancien régime, estos educadores pueden indicar a los niños el camino correcto. Y como este se pierde en "esas horas extraescolares donde se adquieren muchos malos hábitos, donde se adquieren muchos vicios, donde los muchachos se desvían", su tiempo ha de ser estrictamente reglamentado: una vez más Utopía remeda el orden monástico.
"Y la vida de todos los niños estará perfectamente organizada, estará perfectamente atendida. Irán a los círculos por la mañana —bien temprano— y regresarán a sus casas al atardecer. Y cuando ya tiene edad para ir al primer grado, entonces su vida entera estará organizada alrededor de la escuela. Allí tendrán los estudios, los campos deportivos, la alimentación. Irán los lunes y regresarán los viernes, y tal vez los sábados".
Los niños han de ser ocupados el mayor tiempo posible por el Estado, que, interesado en eliminar de una buena vez aquella pareja de la vagancia y del juego denostada por Saco, les inculcará el amor al trabajo, "no el trabajo como algo despreciable, no el trabajo como un sacrificio, sino el trabajo —incluso— como un placer, el trabajo como algo agradable, lo más agradable, lo más hermoso que el hombre puede y debe hacer; el concepto del trabajo ni siquiera como un deber, sino como una necesidad moral, como una forma de invertir el tiempo dignamente, útilmente".
He aquí, desde luego, la noción guevariana del "trabajo voluntario" como actividad no sólo productiva, sino también educativa, que comparte esa duplicidad con la guerra —la cual no sólo hizo la revolución, sino que también, según Guevara, revolucionó a los que en ella participaron—. Ambas celebraciones —la del trabajo voluntario y la de la guerra revolucionaria— apuntan, de cierta manera, a la utópica superación de la distinción del arte y la vida, la cual, como ha demostrado el pasado siglo, sólo se realiza distópicamente en el totalitarismo.
La concepción de la revolución como obra de arte total, donde se reintegrarían las esferas que en el mundo burgués permanecen autónomas o desagregadas, preside el kitsch totalitario. En el trabajo obligatorio y en el arte por decreto culmina el intento por cumplir la profecía del joven Marx sobre el fin de la oposición del trabajo y el arte propia de la sociedad de clases.
En la conclusión del discurso de Castro, una profesión de fe humanista muy propia de la izquierda radical: "Los reaccionarios desconfían del hombre, desconfían del ser humano; piensan que el ser humano es todavía algo así como una bestia, que solo se mueve azotado por el látigo; piensan que solo es capaz de hacer cosas nobles movido por un interés exclusivamente egoísta. El revolucionario tiene un concepto mucho más elevado del hombre, ve al hombre no como una bestia, considera al hombre capaz de formas superiores de vida, de formas superiores de conducta, formas superiores de estímulos; el revolucionario cree en el hombre, cree en los seres humanos. Y si no se cree en el ser humano no se es revolucionario".
En este punto, tantas veces repetido en artículos que en la prensa cubana apoyaban la "ofensiva revolucionaria" como paso crucial de la radicalización comunista, Castro estaba plenamente en sintonía con los intelectuales extranjeros que crearon el mito de la Revolución. En las entrevistas que concedió a su regreso a Francia, Simone de Beauvoir destacaba la experiencia cubana como una demostración de la perfectibilidad del hombre, que era como decir de una de las tesis centrales de El pensamiento político de la derecha, panfleto donde denunciaba el anticomunismo de pensadores liberales como Raymond Aron. Este, por cierto, también estuvo en Cuba en 1960, y sería interesante leer el artículo que a propósito escribió. Vacunado como estaba contra las tentaciones totalitarias, Aron se mostraba seguramente menos entusiasmado que sus compatriotas con los largos discursos que el Comandante, mussolinianamente, consideraba conversaciones suyas con el pueblo.
En todo caso, el curso del proceso castrista demuestra sus señalamientos, en El opio de los intelectuales, sobre las paradojas del utopismo comunista; y asimismo, el mito de la Revolución Cubana, notablemente erosionado pero aún sorprendentemente vivaz, no viene sino a reafirmar la idea de que el "comunismo, cuya fascinación procede de la idea de un sentido de la historia, es la religión por excelencia de los intelectuales". Si la Unión Soviética era, al decir de Aron, una "superstición", la Cuba de Castro no ha sido sino una superstición al cuadrado, o mejor, una "superstición dentro de la superstición".
Ciegos ante la represión
La idea de la Cuba original, auténticamente revolucionaria frente a la contrarrevolución estalinista, es el cansino ritornello del turismo revolucionario que tuvo su punto culminante en la gran peregrinación de enero del 68. Al apoyar la lucha armada como método revolucionario, ¿no reciclaba de cierto modo la Declaración del Congreso, la tesis trotskista sobre la revolución permanente?
En su testimonio sobre aquellos días, Max Aub ha escrito que Cuba era la esperanza que "los liberales pudimos tener al fin del XX Congreso del PCUS y que no ha cristalizado como supusimos; fue la esperanza de las Cien Flores, es la de las personas que soñamos todavía que pueden aunarse justicia y libertad". Lo mismo pensaban escritores surrealistas presentes en el Congreso, como André Pierre de Mandiargues, Michel Leiris y Joyce Mansour, quienes, cuatro años atrás, habían firmado junto a Breton un manifiesto sobre "El ejemplo de Cuba y su revolución".
Allí destacan la oposición al dogmatismo y la libertad de pensamiento en Cuba, pues "Una revolución con un arte libre puede ser una revolución sin termidor". "Una verdadera revolución ha de englobar al hombre en su totalidad social e individual. No basta con derribar las estructuras económicas capitalistas e instalar en el poder a otra clase que en el privilegio del poder ejerza su dominio con preceptos que en definitiva no serán más que un reflejo de los de la anterior sociedad: santidad del trabajo, amor sacrificado a la multiplicación de la especie, culto a la personalidad, funcionarismo del artista reducido al papel de propaganda, etc., etc.", proclamaban, aludiendo obviamente al estalinismo, que había sido, como se sabe, la causa de la escisión del grupo surrealista en los años treinta.
La paradoja es que todo ello que, en ese manifiesto publicado en la revista La Breche en 1964, los surrealistas querían ver lejos de la revolución cubana, se vislumbraba ya entonces y alcanzaría su apogeo en 1968, cuando la vida toda se organizaba en torno al trabajo productivo, y "vagancia" y "extravagancia" eran anatematizadas por un código de buenas costumbres que reproducía en no poca medida la moral pequeñoburguesa.
Los peregrinos de 1968 permanecían, sin embargo, ciegos ante la represión y la grisura de la situación cubana, proyectando sobre la Isla sus propios anhelos: los republicanos españoles veían la revolución que no tuvieron, el verdadero triunfo rojo que los nacionales les arrebataran; los latinoamericanos, una independencia total del imperialismo yanqui que habría de producirse, más temprano que tarde, en todo el continente; los europeos, un socialismo con rostro humano, después de sucesivas frustraciones en la órbita soviética.
Si aquel era, en palabras de Sartre, "le socialisme qui venait du froid", este era uno que venía del chaud: a diferencia de los europeos del Este, los cubanos tenían la música negra en el alma, y "les saltan pies y manos, se contonean, retuercen, siguen el ritmo con palmas, bailan todos por dentro y por fuera. Un comunismo mágico les anima", comenta Aux. Pero no, no era ya comunismo —apunta en otra parte de su testimonio—, sino "utopía". Una utopía hecha de reminiscencias: kibbutz, anarcosindicalismo catalán, Primera Internacional… El parecido de Fidel con Durruti y con el Noy del Sucre hacía, a los ojos de Aub, imposible que se entendiera con los soviéticos; un diálogo del Comandante con Stalin no era posible.
Lo más llamativo de aquella utopía cubana de 1968 era, claro, el desprecio del dinero. Según el escritor catalán, ese "afán anarquista de hacer desaparecer el dinero, de pisotearlo, de machacarlo, de quitarle todo valor da a la Revolución Cubana un aspecto totalmente distinto a las demás". Aub no advertía, empero, el costado represivo del asunto, demostrado una década después de forma indisputable por el genocidio camboyano.
El dinero que, al decir de un personaje de Borges, es "un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos", resulta, en cierto sentido, el límite mismo del comunismo; siendo la forma última de la propiedad que queda cuando todo lo demás ha sido nacionalizado, su eliminación marca el "gran salto adelante" desde el estadio socialista al pretendido reino de la libertad. Con la sola —y crucial— diferencia de que ahora el Estado, lejos de desaparecer, no ha hecho sino crecer, privando al individuo de toda autonomía: ya no puedes comprar en una tienda un ventilador o una lavadora, debes ganarlo con bonos de trabajo voluntario.
La utopía del fin del dinero y del trabajo voluntario se revela, entonces, como pesadilla histórica, desde el momento mismo en que el objetivo —el comunismo— se plantea como el resultado de una "construcción". Ese paso —sobre el que Marx poco dijo— no se puede llenar sino con violencia; y bien lo sabía Guevara, cuando señalaba que "para salvar al hombre había que reprimirlo".
Contraste de perspectivas
El 68 cubano era, en resumen, una nueva confirmación de la inevitable deriva totalitaria del socialismo real, y en este sentido, no mostraba originalidad alguna, más allá de las notas de color local que aportaba la idiosincrasia tropical. Los izquierdistas, sin embargo, se aferraban a sus sueños de juventud y a sus fáciles teorías sobre la descolonización. A pesar de sus diferencias de perspectiva, debatían fraternalmente sobre "los problemas de la cultura en relación con el Tercer Mundo"; sólo tres delegados se abstuvieron de firmar aquella Declaración de La Habana que, a fuerza de simplista y parcial, hoy resulta grotesca, en la que se denunciaba el imperialismo norteamericano y su "dominación colonial y neocolonial sobre los países subdesarrollados", pero nada se decía del imperialismo soviético.
Sólo trascendió, a manera de anécdota curiosa, una discrepancia que vale la pena recordar. Según Lisandro Otero, el día de la inauguración del Congreso, Joyce Mansour se situó detrás de David Alfaro Sequeiros, y propinándole una patada, le gritó que era "en nombre de Trotsky". Comenta Aub: "¡Tuvo que venir Sequeiros a una república socialista para que una mujer le diera un puntapié en el trasero 'de parte de André Breton'!".
Lo mismo da en nombre de quién haya sido la agresión al pintor mexicano; el incidente queda como gracioso símbolo de aquel falso milagro habanero que propiciara el encuentro de enemigos irreconciliables. El furibundo estalinista que participara en un frustrado intento de asesinar a Trotsky, y la discípula del trotskista Breton, ¿no eran como el paraguas y la máquina de coser de la célebre imagen de Lautreamont? Y La Habana, ¿no era la mesa de disección? ¿No decían que Cuba era la tierra del surrealismo? Pues en 1968 fue ocasión para desagraviar al maestro: ahora no era sólo el surrealismo al servicio de la revolución, sino, por carambola, la revolución al servicio del surrealismo. En cuanto a Trotsky, sólo cabe recordar que pocos meses después de la muerte de Guevara fueron destruidas las planas de La revolución permanente, que estaba en proceso de impresión.
Los fantasmas de León Davidovich y de Iosif Dugashvili andaban —qué duda cabe— por La Habana, capital de la revolución mundial, mientras la ciudad, ya bastante deteriorada por casi una década de maltrato e indolencia gubernamental, recibía un golpe mortal con la "ofensiva revolucionaria". Surgía, entonces, otro fantasma que tras la caída del Muro de Berlín ronda cada vez con más fuerza: el de la vieja ciudad con sus bares, su "bolita" y sus chinos.
Para los fellow travelers, el 68 marcó el inicio del "hundimiento del Titanic", ese "principio del fin" del que habla Ensersberger. Para los cubanos, era la definitiva pérdida de un país —la República— que hasta entonces sobrevivía en la música de las vitrolas. Este contraste de perspectivas —la de los cantores del experimento tropical y la de sus conejillos de Indias— fue captado insuperablemente por el poeta alemán en su Canto IX:
"Todos esos extranjeros que posaban ante los fotógrafos / en los cañaverales de azúcar de Oriente, sus machetes en alto, / el pelo pegajoso, y camisas de mezclilla / endurecidas por el sudor y la melaza. ¡qué gente tan superflua! / En las entrañas de La Habana la miseria ancestral / continuaba su tarea de putrefacción, la ciudad hedía a orina vieja / y a vieja servidumbre, los grifos se secaban por la tarde, / la llama del gas se apagaba en el fogón, las paredes / se desmoronaban, no había leche fresca, y por la noche / "el pueblo" hacía paciente cola para comer pizza. / Pero en el hotel Nacional, en los salones frente al mar, / donde hace mucho tiempo solían cenar los gansters, los senadores, con emplumadas / reinas del stripteese / sentadas en sus adiposos muslos y regateando una propina, / deambulan ahora un puñado de trasnochados / trotskistas de París, que se sienten / "dulcemente subversivos", tirándose unos a otros bolitas / de pan y citas de Engels y de Freud".
Tomado de: Cubaencuentro.com
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