Arroyo Naranjo, La Habana, julio 10 de 2008, (SDP) En la literatura cubana hay un canon como un cañón. Inflexible e inexorable. Por los más disímiles motivos, proscribe o aprueba, exalta o disminuye, invita o discrimina.
La visión teleológica del destino nacional que se inició con el Gólgota guerrero de Martí en Dos Ríos, precisa de un sacrosanto canon artístico.
Para el meta relato histórico es esencial evitar desafinamientos, templanzas excesivas y alteridades estridentes.
Antes, ahora y amenazando con ser también para mañana, el canon excluye más por motivos extra literarios que por méritos estéticos. Del siglo XIX a hoy, sus víctimas han sido (no podían ser otros) negros, mujeres, homosexuales, desterrados, disidentes. Si alguno de los autores reúne dos o más de los requerimientos para la excomunión, peor para él.
Disminuyen a Plácido. Cuestionan si la Avellaneda era cubana o española. Se olvidan de Agustín Acosta. Discuten los méritos de Cabrera Infante y lo acusan de escribir refritos. Les incomoda la homosexualidad (cuando no era moda ni se hablaba de queer theory) y otras inconveniencias de Julián del Casal, Emilio Ballagas, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Calvert Casey y Severo Sarduy.
Un consenso, raro entre tantas desavenencias, logró recopilar los gustos, manías, prejuicios e intereses de una elite bien pensante blanca, machista, patriotera, tradicionalista, mediocre e intolerante.
Burgueses descendientes de negreros, poetas origenistas católicos, ideólogos marxistas que leyeron a Marx a través de la interpretación que hizo Lenin según los manuales estalinistas, comisarios culturales, rehabilitados de las telarañas del Decenio Gris, confluyen en la consolidación de la tiranía canónica. Todos ponen su piedrecilla en el muro.
Para ellos, en el arte como en la vida, todo debe ser sólido e inconmovible, con los menos matices posibles. Los inspiran y arrullan himnos patrióticos, cascos de caballerías al galope, toques a degüello y estampidos de armas de fuego.
Porteros de cuello y corbata, guayabera o uniforme verde olivo, cuidan el umbral del paraíso literario. Se emboscan detrás de la bandera, la cruz, una estatua de Martí o un discurso de Fidel Castro. Toman puntería y tiran a matar. Aún contra los muertos.
Los censores son peores cuando pretenden ser ecuménicos. El Ministro de Cultura, Abel Prieto, trata en vano de demostrar que la cultura cubana es una sola: la que apoya a la revolución. Prieto, aunque sienta pautas acerca de lo realmente valioso en la literatura cubana, niega que en Cuba haya censura.
Lo que hay, según él, “es un canon estético, para nada político” que privilegia los poemas de Antonio Guerrero sobre los de Heberto Padilla o Raúl Rivero.
De tantos que han sido los hacedores del canon, no sé quien ha hecho más daño en cuanto a canonizaciones. Siempre pienso en Cintio Vitier y su libro “Lo cubano en la poesía”.
La beatitud aristocratizante y fidelista de Cintio Vitier al canonizar, esteriliza, se torna abstracta y pretende homogenizar lo que considera debe ser lo cubano. Para ello, lima todo lo que resulte diferente, sin sentido histórico y de color oscuro.
¿Cómo no iba a menospreciar Vitier a Plácido, el mulato matancero, si criticó a Nicolás Guillén, el Poeta Nacional de la nómina revolucionaria, haber roto en sus versos “el bello equilibrio entre lo blanco y lo negro?”
Cuando se habla del canon literario cubano, no puedo dejar de imaginar que diría el infundioso de Reinaldo Arenas al respecto. En su lugar, lo que oigo es el último estertor de Julián del Casal que se vuelve a morir de risa.
Arroyo Naranjo, 2008-03-17
luicino2004@yahoo.com
La visión teleológica del destino nacional que se inició con el Gólgota guerrero de Martí en Dos Ríos, precisa de un sacrosanto canon artístico.
Para el meta relato histórico es esencial evitar desafinamientos, templanzas excesivas y alteridades estridentes.
Antes, ahora y amenazando con ser también para mañana, el canon excluye más por motivos extra literarios que por méritos estéticos. Del siglo XIX a hoy, sus víctimas han sido (no podían ser otros) negros, mujeres, homosexuales, desterrados, disidentes. Si alguno de los autores reúne dos o más de los requerimientos para la excomunión, peor para él.
Disminuyen a Plácido. Cuestionan si la Avellaneda era cubana o española. Se olvidan de Agustín Acosta. Discuten los méritos de Cabrera Infante y lo acusan de escribir refritos. Les incomoda la homosexualidad (cuando no era moda ni se hablaba de queer theory) y otras inconveniencias de Julián del Casal, Emilio Ballagas, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Calvert Casey y Severo Sarduy.
Un consenso, raro entre tantas desavenencias, logró recopilar los gustos, manías, prejuicios e intereses de una elite bien pensante blanca, machista, patriotera, tradicionalista, mediocre e intolerante.
Burgueses descendientes de negreros, poetas origenistas católicos, ideólogos marxistas que leyeron a Marx a través de la interpretación que hizo Lenin según los manuales estalinistas, comisarios culturales, rehabilitados de las telarañas del Decenio Gris, confluyen en la consolidación de la tiranía canónica. Todos ponen su piedrecilla en el muro.
Para ellos, en el arte como en la vida, todo debe ser sólido e inconmovible, con los menos matices posibles. Los inspiran y arrullan himnos patrióticos, cascos de caballerías al galope, toques a degüello y estampidos de armas de fuego.
Porteros de cuello y corbata, guayabera o uniforme verde olivo, cuidan el umbral del paraíso literario. Se emboscan detrás de la bandera, la cruz, una estatua de Martí o un discurso de Fidel Castro. Toman puntería y tiran a matar. Aún contra los muertos.
Los censores son peores cuando pretenden ser ecuménicos. El Ministro de Cultura, Abel Prieto, trata en vano de demostrar que la cultura cubana es una sola: la que apoya a la revolución. Prieto, aunque sienta pautas acerca de lo realmente valioso en la literatura cubana, niega que en Cuba haya censura.
Lo que hay, según él, “es un canon estético, para nada político” que privilegia los poemas de Antonio Guerrero sobre los de Heberto Padilla o Raúl Rivero.
De tantos que han sido los hacedores del canon, no sé quien ha hecho más daño en cuanto a canonizaciones. Siempre pienso en Cintio Vitier y su libro “Lo cubano en la poesía”.
La beatitud aristocratizante y fidelista de Cintio Vitier al canonizar, esteriliza, se torna abstracta y pretende homogenizar lo que considera debe ser lo cubano. Para ello, lima todo lo que resulte diferente, sin sentido histórico y de color oscuro.
¿Cómo no iba a menospreciar Vitier a Plácido, el mulato matancero, si criticó a Nicolás Guillén, el Poeta Nacional de la nómina revolucionaria, haber roto en sus versos “el bello equilibrio entre lo blanco y lo negro?”
Cuando se habla del canon literario cubano, no puedo dejar de imaginar que diría el infundioso de Reinaldo Arenas al respecto. En su lugar, lo que oigo es el último estertor de Julián del Casal que se vuelve a morir de risa.
Arroyo Naranjo, 2008-03-17
luicino2004@yahoo.com
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