jueves, 12 de junio de 2008

Ladrones y policías, (cuento), Juan González Febles

Reynier Piedra es joven, alto, fuerte y proviene de Santiago de Cuba. Cuando se le presentó la oportunidad de mudarse a la capital, no la desdeñó. Aunque la suerte llegó convoyada con traje y destino de policía.

Por sus características físicas fue seleccionado para formar parte de la Brigada Especial y le gustó. Es la forma superior del policía, no es ser cualquier policía. Se siente súper cuando luce su uniforme y patrulla las calles de la Habana Vieja. Cuando sólo o en compañía de otros policías mira pasar mujeres hermosas en cualquier esquina habanera.

La Habana es hermosa aun bajo las condiciones que permiten a Reynier ser policía. Como las mujeres que todos desean y aman en secreto, a pesar de lo inconveniente o incosteable del romance, La Habana sedujo y encantó al santiaguero Reynier, que no regresará a Santiago. Sólo lo hará en la forma de una visita breve a la familia.

Bien entrenado para cualquier contratiempo, está al acecho con toda una compañía de la Brigada Especial de la Policía Nacional Revolucionaria. Se disponen a realizar un allanamiento sorpresivo contra un supuesto pilar del floreciente juego ilegal habanero. Este tendrá lugar en una manzana del barrio San Leopoldo del municipio Centro Habana.

La irrupción se producirá en un antiguo y deteriorado conjunto de tres edificios. Estos fueron construidos a principios del siglo XX. Con el tiempo, la edificación devino en una imprecisa ramificación de ciudadelas y habitaciones sin ventilación que la gente llama ratoneras. Todas están estrechamente interconectadas entre si. El sitio cuenta con un sinnúmero de pasillos y otros accesos no convencionales que no aparecen en los planos originales. Un laberinto fruto indeseado de la friolera de cien o más años de creatividad desordenada y convivencia azarosa.

Esas paredes conocen muchas generaciones de malvivientes, son muchas sus historias inéditas.

Reynier y el resto de los policías están tranquilos. Comparten un sentimiento de confianza. Se les ha entrenado mucho y bien. Están poseídos de la vanidad que embarga al soldado de una tropa élite. Inmediatamente que suene el silbato, penetrarán en los inmuebles a registrarlo todo. Para la policía, la culpabilidad comienza por compartir la vecindad en una zona calificada como de “alto potencial delictivo”. No tienen que preocuparse. Para la versión oficial, cada ciudadano es culpable y corre por cuenta de cada quien, demostrar su inocencia: Estas son las reglas del juego.

Suena la señal y salen como una exhalación del vientre de los camiones de transporte. Estos tienen logotipos de conocidas empresas civiles. Se mantuvieron cerrados con la finalidad de enmascarar la operación. En principio están deslumbrados con el contraste de la luz matutina con la penumbra reinante dentro de los vehículos.

Mientras otras escuadras irrumpen en las partes bajas y rodean el perímetro, la de Reynier marcha directamente a la azotea. No usan los helicópteros por temor que la reverberación y trepidación de los motores provoque un derrumbe. Los edificios están en pésimas condiciones arquitectónicas.

Descienden peinando cada cuartería y cada misérrima habitación de un lugar que recuerda más la africana Argel, que la caribeña Habana. La adrenalina le inunda, puede sentirla circulando. Se siente superior con su uniforme negro, sus botas de exportación, las gafas de cristal polarizado y su reloj pulsera Seiko submarino que le entregó el coronel, el día de su graduación.

Algunos vecinos reaccionan con hostilidad, en ocasiones increpan a los agentes. Los policías cuentan con el miedo. La actitud que predomina entre la gente es la no cooperación con la fuerza pública. Nadie acepta conocer al vecino de la habitación contigua, con quien comparte promiscuidad y sueños. Ocultan de extraños la identificación tan especial que les une y señala como marginales.

Reynier avanza empuñando en la mano derecha su arma de reglamento. Se trata de una pistola “Makarov” de fabricación rusa. En la mano izquierda el bastón, que para ellos es una tonfa, arma propia de artes marciales asiáticos.

Inspecciona con detenimiento la azotea de uno de los inmuebles. Se quedó atrás y lo prefiere así. No tendrá que ser el primero que irrumpa en el espacio de alguien. Los curiosos observan desde edificios contiguos más o menos distantes. A lo lejos, desde otra azotea Reynier descubre a alguien que observa con un telescopio de atril. Lo informa de inmediato a través de su equipo de comunicación móvil al centro de comando de la operación.

Sabe que le confiscarán el telescopio, los binoculares y cualquier medio para la observación a distancia. Estos son considerados “material de guerra” por las autoridades.

Aunque lo hace con cuidado, ha pisado en falso. Cae sin comprender que ha pasado. Mientras se produce la caída pide que esta no sea muy larga y además, no lastimar a ningún civil. El descenso se detuvo a una decena de pies, en un espacio cerrado y sin ventanas. Sólo tiene una salida. Sobre hojas de periódicos extendidos en el piso, dos lomas de billetes de 20, 50 y 100 pesos en dos grupos. Uno en convertibles y el otro en moneda nacional corriente. Junto al hallazgo, seis individuos, sorprendidos como él mismo, le miran sin atinar a reaccionar.

Reynier piensa rápido y casi por reflejo les apunta con su arma. Los desconocidos le miran y le apuntan a su vez con sus armas. Algunas son idénticas a la suya, otras son modelos norteamericanos y europeos clásicos. El momento es de suma tensión, todo puede suceder.

El mayor entre ellos le habla con voz calmada y casi hasta paternal. Le mira a los ojos. Reynier nunca sintió tanta paz y tanto aplomo en una mirada, le dijo:
-Muchacho, ¿vale la pena morir por 800 pesos mensuales, cigarros y una javita? Desmonta el arma, deja caer la cápsula y márchate a través de esa puerta, sin mirar atrás. Hazte ese favor. Si no, muérete con nosotros, pero eso será una gran pérdida para todos y una grandísima comemierdería… piénsalo.

Reynier miró los ojos de los hombres y supo inmediatamente que no vacilarían en disparar. Sintió un peso frío en su estómago y una desagradable sensación de calambre en sus piernas. Desmontó su arma y la cápsula saltó. Cayó y rebotó sobre el piso sin pulir. Les dio la espalda y salió por la única puerta. Fue a dar a un closet, que abandonó apartando ropa y pisando pantuflas.

De ahí a una habitación y de inmediato a un comedor, donde un niño de apenas diez años le mira con asombro. Lo hizo sin dejar de comer un sopón con frijoles. Su madre, indiferente finge no darse cuenta de nada de lo sucedido. La mujer aparenta no haber visto u oído algo fuera de lo normal.

El operativo ha concluido y reciben felicitaciones por la ejecución impecable del mismo. No encontraron dinero, droga o cosa alguna. Apenas un taller clandestino para fabricar acumuladores, una pizzería y una fábrica de caramelos. Pero ellos hicieron lo suyo con calidad. La gente de trabajo secreto cargará con el fracaso. El DTI, asumirá el revés.

Reynier se siente cansado y pegajoso. Hace calor en La Habana, suda y camina lentamente. Está preocupado. No sabe como justificará la pérdida de una cápsula. Pero eso es lo de menos, la comprará en bolsa negra. Las balas salen caras, pero, ¿qué se puede hacer?

Mientras camina absorto en sus pensamientos, siente que le halan la manga. Se trata de un niño, es un negrito con cara de pícaro. No tendrá más de siete o quizás ocho años.
El niño le dice:
-¡Compañero, compañero! Se le quedó esto…
Le extiende una bolsa de nailon similar a las usadas en las tiendas de venta por divisas. Reynier no comprende de inicio. Mira el contenido de la bolsa y se resiste a creer lo que ve. Adentro está la cápsula perdida y el cargador. Junto a estos, un fajo de billetes de a 100 cuc. Un fajo flamante y seductor de entre 3 y quizás algo menos, en centímetros.

Coloca la cápsula en el cargador y ya más sereno medita como hará para salir de la policía. Lo más atinado será casarse y luego buscar la salida instalado en La Habana. Tiene que salir limpio para poder trabajar en una corporación o en algo “que sirva”.

El dinero lo pondrá a buen recaudo. Tiene que pensar como se va de la policía. El dinero lo ayudará. Después de todo, descubrió que no tiene vocación heroica. No hay que forzar a la naturaleza, se impone vivir.
Lawton, La Habana, 2006-04-21

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado González Febles:

Leí "Policias y Ladrones" y te diré, que como siempre, me pones a pensar, porque a ti hay que leerte a seis niveles distintos: texto, contexto, subtexto, lo que se calla, lo que implica, y lo que se piensa. Ese cuento no podía haberlo escrito mas nadie. En el climax de la acción, me parece estar viendo y oyendo a Billo "El Apuntador". Lo resúcitaste; él tiene que haber muerto hace tiempo. Billo ya era viejo cuando yo lo conocí, pero era un arquetipo. Un abrazo, El Negro.