No fue de los primeros en bajar de las lomas y cuando lo hizo, bajó con reputación de milagroso. Le decían Nonato y tenía fama de brujo, todos decían que era efectivo. Tanto, para los asuntos de la vida como de la muerte. O los asuntos de la buena o la mala vida en que acostumbran a mandar los muertos.
Procedía de un lugar montañoso de la zona oriental. Vivió algo alejado, al pie de las lomas. A pocos y largos kilómetros del pueblo Veguitas. Como era pichón lejano de haitianos, canarios y libaneses, practicaba una extraña forma de vodú con implantes espiritistas, cristianos y africanos. Pero si le preguntaban, él siempre respondía que lo suyo venía de sus muertos. Estos eran, unos difuntos apátridas y ambiguos de orígenes y procedimientos diversos.
Gente agradecida con mucha influencia lo acercó a La Habana. Nonato en su momento les hizo protecciones y resguardos para que vivieran y ganaran la guerra maniguera que le hicieron en principio al gobierno. Después, para la guerra larga, bárbara y sucia que libraron contra todos para quedar empoderados por siempre.
Vivía alejado en El Cotorro. Esta es una localidad periférica habanera con toque rural, pero a fin de cuentas en la capital. Sus influyentes amistades consiguieron para el una villa semi campestre a la que se accedía a través de unas decenas de metros de terraplén, cubiertos con fondos de botella. Allí se instaló con su familia y construyó una cerca de piedras para protegerse de las miradas y las visitas indiscretas. Su familia la componían tres hermanas a las que llamaba indistintamente “cuñada”, a secas. La gente murmuraba que vivía con las tres. Era cierto.
Sus muertos lo permitían. Estos se encontraban más allá de las leyes de los hombres y de los curas con sotana a los que odiaban. Nonato, personalmente también los odiaba y los respetaba. Era una combinación ambivalente y equilibrada de odio, respeto y distancia…
Los cuatreros irregulares a los que protegió, con el tiempo se convirtieron en generales de poder y leyenda. Eran barones de las armas, con batallas y glorias ganadas en guerras lejanas libradas más allá del mar. Ninguno tenía escrúpulos de índole alguna para visitar a Nonato. No los tuvieron incluso, cuando fueron ateos por definición, conveniencia y distinción.
Nonato y sus cuñadas tenían su historia. Las conoció mientras andaba por esas lomas en busca de asentamiento y paz. Un buen día tropezó con un matrimonio de canarios que vivían alejados con sus cuatro hijas. Se prendó de la mayor de estas y se la llevó de acuerdo a la costumbre de esos lares, en la grupa y con bendición familiar incluida. Cuando el matrimonio murió casi de forma simultánea, se hizo cargo de las cuñadas, que al momento contaban con 9, 11 y 12 años respectivamente. Las desvirgó por turno, inmediatamente que salieron de la segunda menstruación. Su mujer no protestó porque estaba sinceramente convencida que Nonato era hombre de Dios o del Diablo. Vivieron en perfecta armonía hasta que un buen día, Nonato enfermó gravemente y su esposa murió de repente. Entonces, él se recuperó y la vida continuó.
Nonato y su familia disfrutaban una buena vida. Poco a poco se hizo de las cosas materiales que hacen la vida hermosa. Pero incluso, sus adquisiciones, contaban con su propia historia. Tenía un estilo peculiar para consultar. Sostenía en las manos una vasija circular de barro repleta de un aguardiente especial que hacían para él, en un central azucarero cercano. Encendía el aguardiente con un pedazo de vela y sostenía el recipiente en llamas en su mano izquierda. De forma inexplicable para los neófitos, a ratos llevaba el recipiente incendiado a sus labios y bebía. No se quemaba y así, conseguía infundir miedo y respeto. Para muchos, era el Diablo en persona o quizás uno de sus allegados.
La historia de cómo adquirió el primero de sus tres vehículos, tenía mucho de la forma en que relacionaba lo milagroso con la gente y con lo material. Un hombre desesperado acudió con su esposa, porque la pequeña hija de ambos, estaba por morir de unas fiebres encefálicas de origen desconocido. Antes de comenzar, Nonato les dijo que todo en la vida tiene un precio y un costo. Luego de una estudiada pausa, les preguntó: -¿Qué están dispuestos a dar por la vida de su hija?
La niña inexplicablemente sanó y Nonato se hizo de un jeep Willys en perfecto estado mecánico y estético.
A Nonato no le gustaban los amaneceres. Nunca contempló por puro placer el nacimiento del sol de un nuevo día. Pero trataba de estar libre para verlo morir. Le gustaba sentarse al fondo de la casa con un mocho de tabaco y contemplar en completo silencio los atardeceres rojos, que preceden las sombras de la noche. Inmediatamente después comía. Luego del reposo, del café y el tabaco, estaba listo para recibir a quien fuera. Pero eso sí, nunca más de tres por vez…
Nonato recibía tres personas cada día. Repetía que el cuarto saldría mal. Nunca alguien osó preguntar por qué. Eran reglas impuestas por los muertos y nadie tuvo interés por saber. Los viernes no consultaba. Repetía que los viernes se revolvían los humores. En su juventud, los viernes se divertía con las cuñadas. Consumían una marihuana excelente de autoconsumo que cultivaban desde los días en la Sierra. Consagraba el día al erotismo y alternaba la marihuana con un hongo que le permitía ver mucho más allá… No tuvo hijos. Decía que los muertos lo castigaron por algo que salió mal, cuando fue arrogante… Pero eso fue en la lejana juventud y en verdad, no le agradaban los niños.
Ese miércoles de luna llena, había concluido con el tercero y reposaba semi desnudo al aire libre. Lo hacía para llenarse de luna. Le hacía bien la luz lunar. Las cuñadas nunca le acompañaron, porque la luna no les hace bien a las mujeres. Lo acompañaba como siempre su perro Álvaro. Álvaro era un criollo viejo con muchas malas pulgas. Era lento, taciturno, callado y de mala sangre. Se echaba a su lado y pasaban largas veladas así, en silencio.
Nonato concedía mucha humanidad a su perro o mucha animalidad a los hombres. Con él valía aquello de “mientras más miro a la gente, más quiero a mi perro”. Su perro y sus muertos conocían bien la naturaleza humana. No se equivocaban. Si alguien no le agradaba a Álvaro, de seguro, poco obtendría de Nonato.
Acostado sobre los mosaicos gastados del patio trasero, recibía, la para él necesaria energía de la luna. A su lado, las chancletas de madera. En ocasiones recibía desnudo los baños de luz de luna, pero regularmente vestía para la ocasión calzoncillos largos. Estos eran los reglamentarios del ejército. Calzoncillos de algodón, verdeolivo. Cómodos y holgados. Se sentía muy cerca de la desnudez cuando los usaba.
Ese momento de su noche de luna, no era momento para visitas o interrupciones, pero llegó. Se presentó sin ceremonias. De repente lo vio parado frente a él. Álvaro gruñía sordamente, pero permanecía tranquilo porque lo conocía.
-¿Qué coño quieres?
-Café…
-¿Viniste a estas horas, sólo para tomar café? ¡Habla! Tengo poco tiempo. Hoy, a estas horas ninguno.
El recién llegado pareció no haber escuchado a Nonato. Por toda respuesta, preguntó:
-¿No hay café?
Nonato se levantó malhumorado y se dirigió al interior de la vivienda. Al regreso, trajo consigo el porrón de barro con aguardiente, la jícara ritual y un vaso, lleno a medias con café. Estaba frío, pero así era del gusto del recién llegado. Pasaron al cobertizo en donde Nonato solía trabajar.
-Nunca trabajo después de haber concluido. Lo que quieres está difícil.
-¿Lo sabes?
-¡Hum…! No pué ser.
El recién llegado se incorporó de un pequeño banco destinado a las visitas, en que estaba sentado. Dio un corto paseo y miró de soslayo a Nonato que sostenía la jícara de aguardiente encendida en la mano. Era un hombre fornido de estatura regular, con una edad que oscilaba entre los 60 ó quizás los 65 años. Fuerte y bien conservado. Vestía zapatillas deportivas de lona, un pantalón de caqui sintético beige, pulóver y espejuelos polarizados graduados. En la muñeca un costoso reloj Rolex GMT.
-Haz lo que haga falta y pide lo que necesites -dijo- cualquier cosa que sea. ¡No se puede morir!
Nonato lo miró con la indiferencia de una mirada completamente neutra. Dio una chupada al tabaco y bebió de la jícara en llamas. Eso impresionaba a todos, pero no a nuestro hombre. Estaba acostumbrado o simplemente ya había dejado de asombrarse. Los dos hombres se conocían bien y no se concedían ventajas en el trato.
-¿Tú sabe cuanta sombra, cuanto epíritu, cuanta vida se ha bebido “el Viejo” hata hoy? Lo muerto tienen su límite que no puen traponé. Etá cumplío y no hay ma ná. ¡Vete!
-Nonato, dije que no se puede morir, ¡carajo! ¿Tú no entiendes? El Jefe no se puede morir. ¿Cómo coño quieres que te lo diga? ¿En inglés? No jodas y resuelve, que no tengo tiempo para perderlo. ¿Ya entendiste?
-El que no entiende, que aquí tu grado y tu poder no valen un carajo, ere tú…No caiga en falta e repeto, eso e salú pa tu cuerpo… Etá cumplío y ma ná.
-Nonato, yo no vine aquí a pedirte que lo dejes para semilla. Necesitamos un poco de tiempo para preparar las cosas. Los enemigos se están afilando las garras para caer sobre nosotros. Es mucho el odio, los muertos, los presos, los fusilados, los ahogados, los resentidos… Sólo un poco de tiempo. Pide y trabaja. Lo que sea, Nonato…Lo que sea…
Nonato hizo un gesto ostensible de cansancio. Bebió otro trago de la jícara encendida y dijo:
-Vete y vuelve el domingo a eta hora… veremo que se hace, pero etá cumplío, que no se te olvide.
-OK, el domingo. Acuérdate: Pide cualquier cosa, me da lo mismo el tibor del Papa, que el calzoncillo del Rey de España. Pide lo que sea, cualquier cosa… ¡Carajo! Que no se muera coño, ¡Que no se muera!
Bajo la luz de la luna, era como si el recién llegado caminara sobre un sendero plateado. El reflejo de la luz lunar hacía brillar el camino hecho con fondos de botella. Nonato lo miró alejarse en dirección a su automóvil que dejo aparcado al principio, junto a la reja. Todavía caminaba como los monteros. Hay cosas que ni la buena vida consigue cambiar del todo.
Lawton, 2007-04-17
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