jueves, 3 de julio de 2008

ARTE Y LITERATURA: Claudio (cuento) Luís Cino

“Da angustia el vivir de un consumado amor.”
Pier Paolo Passolini
Cuando llegué a mi casa, todo me daba vueltas. Era el segundo día del año 1995. Venía de casa de El Majadero. Estaba borracho desde hacía dos días. No porque hubiera algo especial que celebrar o esperar del nuevo año. Precisamente por eso. No había más nada que hacer. Sólo emborracharse.

Me había divorciado hacía unos meses. Era el único que estaba solo. Los demás amigos estaban con sus mujeres, tan en nota como nosotros. La pasamos bien. Hacía meses no nos reuníamos todos los amigos. Los pocos que quedábamos en Cuba, quiero decir.

Sólo faltaba Claudio. Llevaba un mes ingresado por su problema del corazón, pero estaba mejorando. A la semana del ingreso, se arrancó los tubos y las mangueras y trató de escaparse del hospital. Gritó que se quería morir. Estuvo muy mal. Pero ya había pasado la gravedad. Los médicos le dieron permiso para que pasara el 31 de diciembre en su casa.

Terminamos la fiesta haciendo coro a un marinero ucraniano. Bailaba como un oso en el centro de la sala. Cantaba estentóreo, en su español de Saturno y Centro Habana: “dale a tu cuerpo alegría y gozadera, ay Macarena”… Lo trajo una jinetera de Mayarí Arriba. El Majadero le tenía alquilada una habitación. Los salarios de ingenieros de él y su esposa no les alcanzaban para llegar a fin de mes.

Me fui cuando me convencí que no me iba a poder templar a la jinetera. No tenía dinero y el ucraniano no se le despegaba. Aparte de que lo confundieran con un ruso, lo que más le preocupaba era que le tumbaran a la puta.

Cuando llegué a mi casa, hallé el papel debajo de la puerta. Claudio había muerto. Volvió a beber. Le dio un paro. Nada se pudo hacer. Llegó muerto al hospital. Lo enterraban a las 9 de la mañana.

No atiné a nada. No sé si lloré. No me acuerdo. Estaba demasiado borracho. Mi cabeza parecía estallar. Así no podía ir a la funeraria. Tampoco avisar a los demás. Me tiré en la cama. Necesitaba dormir un par de horas. No lo conseguí. Me levanté antes de las siete y me fui para el cementerio. Las guaguas estaban malas y no quería llegar tarde al entierro.

Sólo en la parada fue que empecé a pensar en Claudio en términos de difunto. Dolía, vaya si dolía, pero su muerte no parecía algo para asombrarse demasiado.

Morir no debe haber sido un problema serio para Claudio. Nada lo era. O cualquier cosa podía serlo. Depende de lo que se entienda por serio. Para él, todo importaba, pero a nada le daba demasiada importancia. Sólo al amor y los amigos. Lo demás podía esperar. Hasta la muerte. Siempre estaba al alcance de la mano. Sólo había que agarrarla cuando hiciera falta. O cuando le diera la gana. Nadar hacia el horizonte, con brazadas largas, la vista en el azul, olvidado de la costa, hasta que las fuerzas te abandonen y dejarte ir. Saltar al medio del Túnel de Línea a torear las luces de los carros con un pañuelo en la mano y cantando que la vida es un cabaret, y el amor, una cosa esplendorosa. O beber hasta reventar y olvidarse de los médicos y de que su corazón no paraba de crecer…

Claudio era un híbrido de hippie y caballero del siglo XIX. A mitad de camino entre un vals vienés y mayo del 68. Arrullado por Chopin, Silvio, el Benny, Nat King Cole, los Beatles y la trompeta de Satchmo. Imbuido de Sartre, Neruda, Marcuse y Castañeda. Demasiado romántico para la vida de mierda que nos tocó.

Me jode que una vez le pegué. Duro, hasta tumbarlo. Tuve que hacerlo. Se puso impertinente en una fiesta en mi casa. Solía ponerse pesado, pero siempre lo perdonábamos.

Aquella noche estaba muy borracho y se deprimió porque estaba solo. Karina se había vuelto a perder. Paró la música. Botó a todos. Quiso pelar al Kinde con un cuchillo. Se quiso templar a la China de Omar. Saltar por el balcón porque nadie lo quería. Rodamos a piñazos por la escalera. Terminamos abrazados, sangrando por la boca y la nariz, en el primer descanso. Ya todos se habían ido. Claudio se había desmayado, no sé si por los golpes o la borrachera. A rastras lo llevé hasta la cama y lo acosté. Yo me tiré en el sofá. Me dormí oyendo a B.B King. Claudio me despertó al amanecer para pedir café. Tenía asma y preguntaba qué coño había pasado anoche.

Nada de lo que pasara podía ser peor para él que la muerte de su padre. Siempre culpaba a su mamá por engañarlo con otro. El viejo los sorprendió y los persiguió por el barrio con un cuchillo. Los vecinos tuvieron que aguantarlo para que no los matara. Luego, recogió sus cosas y se fue de la casa. Murió del corazón, literalmente, menos de dos años después, el día que Claudio cumplió los 16 años.

El otro tipo se quedó viviendo con su madre en la casa. Se esforzó en vano por ser un buen padrastro hasta que se volvió loco un par de años después. Se convirtió en una sombra que, venía tarde en la noche, sólo a dormir. Así estuvo años, sin hablar con nadie y sin que nadie le hablara, hasta que faltó una noche y ya no vino más. No se supo más de él. Nadie se tomó el trabajo de averiguar.

La mamá de Claudio decía que era por un polvazo que le habían echado. Siempre le envidiaron su cuerpo y su belleza. Hasta que la vieron jodida. Ya no era la sombra de la mujerona que un día fue. No volvió a tener marido. Se dedicó por completo a sus hijos, pero en su casa no volvió a haber paz. Claudio siempre la reprochaba. Hasta con la vista. Cuando no le decía nada, era todavía peor.

Su único consuelo era su hija. Una muchacha linda, inteligente y dulce. Claudio la adoraba y sólo tres o cuatro años mayor, se empeñó en ser el padre que le faltaba. Lo hacía con demasiado celo. Tanto que un día lanzó a un novio por la escalera. El tipo se fracturó un brazo. Ningún novio le parecía lo suficientemente bueno para su hermana.

Pero ella lo adoraba y lo seguía en cada nueva empresa, desde hacer lámparas “art noveau” con cristales de colores recogidos por la calle para vender en la Plaza de la Catedral hasta el negocio de antigüedades, pasando por el estudio del budismo zen, el existencialismo de Sartre o el teatro del absurdo de Ionesco.

Juntos convirtieron en un jardín la azotea que franqueaba el paso a su ruinosa casa. Allí se celebraron algunas de las más memorables fiestas del grupo antes que los amigos empezaran a largarse del país como si huyeran del infierno. Uno la pasaba bien y se sentía en familia hasta que Claudio pasaba el límite de alcohol que podía soportar. Entonces, era el momento de batirse en retirada.

El alcohol era siempre el motivo de la ruptura con sus novias. Tuvo muchas. Era un tipo que gustaba a las mujeres. Una mezcla de John Lennon y Ché Guevara. Convencía a cualquiera si lo dejaban hablar. Caían atontadas en sus brazos y luego en su cama, si no había nadie en casa. La madre decía que su casa no era un bayú. En esos casos, aparecía por mi casa con la novia de turno. A cualquier hora, preferiblemente de madrugada. A veces con alguna amiga “para que me hiciera la media”. Ellos en un cuarto y nosotros (o yo solo) en el sofá de la sala. O viceversa.

Hasta que me casé. Entonces no tuvo más remedio que enfrentar a su madre y gritarle que la que convirtió la casa en un bayú fue ella cuando traicionó al viejo. Desde entonces, se acostó en su casa con sus novias. Las únicas condiciones eran esperar que su madre y su hermana se hubieran acostado y que la chica se hubiera ido antes que se levantaran.

Claudio estuvo de acuerdo. No quería comprometerse en serio. Con ninguna muchacha duraba más de unos meses. La casa era muy pequeña y él no tenía un ingreso de dinero estable. Además, disfrutaba ser libre y joder sin tener que dar cuentas a alguien.

Eso fue hasta que conoció a Karina. Aquella mujer era pura sensualidad. Bastaba mirarle a los ojos y oírla hablar. Ni que decir de cómo caminaba. Era como si todos los machos tuvieran por obligación que arrastrarse a sus pies. Tenía 30 años, era camagüeyana y llevaba dos en La Habana, justo los años que llevaba divorciada.

La conoció justo después del enredo con la vecina viuda. Al marido lo mataron en Angola. La mujer se encaprichó con Claudio y cuando la botó, además de amenazarlo con darle candela y “echarle el ánima sola”, le hizo un trabajo de santería para que no se le parara con más ninguna mujer.

Con Karina no valía la brujería. Con ella, hasta a un cadáver se le paraba. Y Claudio se enamoró como nunca lo habíamos visto enamorarse. Bebía menos y no se despegaba de ella. La llevaba para la casa y se acostaban a hacer el amor a cualquier hora. En la cama, Karina no hacía esfuerzos por contener sus gritos y sus jadeos de fiera. Se oían en toda la casa y más allá. Tal vez por eso a la madre le cayó mal desde el principio. O sería por el hecho de que Karina llegó con aires de que sólo ella podría arreglar los problemas de la familia y devolver la paz a la casa.

Se dio por vencida cuando sintió tanto rechazo. Sólo le importaba templarse a Claudio. Lo demás, se podía ir todo al carajo.

Así estuvieron varios años. Cuatro o cinco. Entonces, empezaron las discusiones. Karina empezó a exigir y a quejarse. Le dijo que no veía futuro a la relación. Que nunca podrían vivir juntos. Que ella quería tener hijos. Claudio le prometió que bebería menos para ahorrar dinero y levantar otro cuarto en la azotea. Que vivirían juntos y tendrían muchos hijos.

Karina empezó a desaparecer por días. Decía que tenía mucho trabajo. Claudio empezó a sospechar que estaba con otro tipo. Me lo confesó en su azotea una noche que ella no vino. Le dijo por teléfono que no fuera a su casa, que estaba muy cansada y se quería acostar temprano.

A mí también mi mujer me había dejado. Pero no pude desahogarme con Claudio. Apenas me dejó hablar con sus malas noticias. El médico le había dicho que estaba peor del problema del corazón. Que tendría que dejar el cigarro y sobre todo, la bebida. Y Claudio, que no iba a dejar ni pinga. Y que las mujeres eran todas unas putas. Y los del gobierno, unos singaos. Era mejor morirse pal carajo que vivir así. Terminamos la noche borrachos y plenamente de acuerdo en todo. Como casi siempre, pero nunca con tantos motivos.

Para colmo, por esos días murió Paret. Era un pintor amigo suyo que le daba mucho ánimo. No sé como se las arreglaba para dar ánimo a nadie, porque su vida daba grima.

A los 50 años, su mujer descubrió que era homosexual. Lo encontró en su estudio, jadeando, con los pantalones bajos, en cuatro patas y con los ojos en blanco, ensartado por la pinga descomunal de un adolescente negro que le servía de modelo para un cuadro. La mujer le pidió el divorcio. Tuvo que permutar la casona en la loma de Chaple por un apartamento en Alamar y un cuarto en un solar de la calzada de 10 de Octubre. A Paret le correspondió el cuarto. Sus hijos no lo visitaron más.

Además de los efebos de ébano y chocolate, Paret se dedicó a pintar vírgenes, a modo de iconos eslavos, en trozos de madera chamuscada. Con la ayuda de Claudio, los vendía a turistas extranjeros por la Habana Vieja. Las noches de sábado organizaba tertulias de poetas y escritores en su cuarto. Discurrieron bien hasta que a la Seguridad del Estado se le hicieron sospechosas.

Empezaron a infiltrarle agentes en las tertulias y a averiguar a qué extranjeros vendía sus cuadros. Paret empezó a tener toda clase de problemas.

El más grave, el último, fue con su amigo Carlos. Le trajo un Sorolla para que lo vendiera y repartirse el dinero. A la semana, vino a reclamar el cuadro o los dólares. Cuando Paret le devolvió el lienzo porque no lo pudo vender, Carlos gritó que era falso, que se lo habían cambiado. Luego de caerle a patadas, descolgó un sable toledano del siglo XVII, se lo puso en el cuello y le dijo que si no aparecía el original, lo abría como un puerco. Los vecinos del solar llamaron a la policía. Los dos hombres fueron a parar a la unidad. A Paret le pusieron una multa, luego de dos días en el calabozo. A Carlos lo dejaron ir. Antes de irse, le reiteró que lo mataría. No tuvo tiempo de cumplir su amenaza. A Paret lo mató una apoplejía, 24 horas después de salir de la unidad de Acosta.

La muerte de Paret afectó mucho a Claudio. Iba al cementerio y ponía flores a su tumba y a la del viejo. Juraba que los mármoles de ambas siempre rezumaban humedad. Como si lloraran. Decía que eso pasaba con los muertos que no eran felices. Se habían quedado a medias. Los traicionaron. No les alcanzó la vida para lograr lo que querían. Repetía que a él no podría pasarle eso, porque siempre tendría a Karina. Tenerla siempre era todo lo que quería.

Pero con Karina, las cosas iban de mal en peor. Cada vez discutían más y se veían menos. Hasta que se pelearon la primera vez. La muchacha volvió a los pocos días. Claudio le prometió que ahora sí iba a construir el cuarto en la azotea.

Me pidió ayuda para conseguir los ladrillos. Los sacamos, casi todos partidos, compitiendo con otros saqueadores de escombros, de una casa derrumbada en Santos Suárez. Los cargamos en un vagón, viaje tras viaje. Ocho en total. Había que cargarlos por la empinada escalera para amontonarlos en la azotea, junto a la arena que había ido robando de una construcción vecina.

Era a mediados de mayo. Hacía un calor de horno. Parecía que el sol nos iba a convertir en charcos de sudor. A Claudio empezó a faltarle el aire. No era el asma. Hubo que llevarlo al hospital. El médico dijo que estaba muy mal. El esfuerzo físico que había hecho era un disparate suicida. Le reiteró que tenía que dejar el alcohol y los cigarros.

Ni modo. Claudio siguió fumando y bebiendo. Karina ya no peleaba por la bebida. A veces, le traía alcohol para tenerlo contento. Para que se entretuviera las noches que no venía a acostarse con él.

Fue entonces que se pelearon por segunda vez. Karina le dijo que no volvería. Que la dejara tranquila, que la relación ya no daba más y ella estaba enamorada de otro.

Claudio me lo contó un domingo por la mañana. Lloró contándolo y no le dio pena. Estaba desesperado. Si no se desahogaba, iba a reventar. En su casa le decían que Karina no servía, que se alegrara de haber salido de ella. Yo era su hermano y lo tenía que entender. Me fue a buscar para que lo acompañara a resolver un problema. Ya en la calle me dijo que iba a ver a un palero para que Karina volviera con él.

Fuimos caminando, atravesando Santos Suárez, de La Víbora hasta el Cerro. No pasaban guaguas. Era agosto y hacía un calor infernal. El primer grupo lo vimos en Santa Catalina. Gentes con tablones, tanques de acero, gomas de camiones. Todo lo que sirviera para hacer una balsa y lanzarse al mar. Hablando a gritos. Buscando un camión que los llevara a alguna playa. A cualquiera. Como si de repente, todos se hubieran vuelto locos por largarse y no tuvieran que ocultarlo más de chivatos y policías.

Claudio no hacía comentarios. La Habana, el gobierno, el mundo, se podían caer en pedazos, a él sólo le importaba que volviera Karina.

Casi nos arrolla un patrullero al cruzar la Vía Blanca. Llevaban a dos negros esposados en el asiento trasero.

El palero vivía en una loma, al borde de la avenida, en una casa a medio levantar. Un sendero entre la hierba subía hasta la puerta. El tipo estaba sentado en una piedra junto a la casa, viendo pastar a dos chivos. Era un mulato de mediana estatura, de unos 60 años. No me gustó su mirada. Parecía desconfiar de todos. No nos tendió la mano hasta que Claudio no le dijo que venía de parte de Lázaro El Bizco. Entonces lo pasó a un cobertizo de madera al fondo de la casa. Lo esperé sentado en la piedra, mirando el tráfico de la Vía Blanca.

Demoraron poco más de media hora. Cuando salieron, Claudio chorreaba sudor, tenía los ojos aguados, algo envuelto en un periódico y una mancha oscura en la frente. El mulato estaba muy serio. Más serio que cuando llegamos. Alcancé a oír cuando dijo a Claudio:

-Yo no te lo aconsejo. Tú estás muy jodido. Te estás jugando la vida. Ninguna mujer lo vale. Piénsalo bien. Si te decides, vuelve el viernes a las doce del día.

Claudio me contó que el Tata tenía un caldero con prenda judía y que trabajaba con pólvora y huesos de muerto. Sus trabajos nunca fallaban. Karina volvería, sólo que por poco tiempo. El que le quedara a Claudio de vida. Porque él moriría pronto, me dijo, y trató de explicarme no sé qué pinga acerca del karma y la energía vital. Me asombró oír a un tipo inteligente como Claudio hablar esa cantidad de mierda. Se molestó conmigo y me dijo que no me metiera, ni menos hablara de lo que no sabía ni cojones. Me callé y lo tomé como otra de sus locuras.

Karina volvió una tarde lluviosa, en octubre. Le dijo que lo extrañaba, que no podía vivir sin él. Claudio la esperaba. Sabía que volvería. No le hizo preguntas ni le pidió explicaciones. Se emborracharon e hicieron el amor. Ella no se quedó a dormir. Dijo que tenía que regresar temprano a su casa. Su marido era muy celoso.

Siguió apareciendo dos o tres veces a la semana, pero ya no hacían el amor como antes. Los gritos de Karina ya no se oían. Sólo se oía la tos de Claudio. Cada vez le faltaba más el aire y se sentía peor. Hasta que tuvieron que ingresarlo.

La idea de comprar una botella para celebrar el fin de año fue de Karina. Le costó un escándalo de la madre y la hermana de Claudio. Le dijeron que era una puta y que lo que quería era matarlo. El las mandó a callar y les gritó que ese era su problema, y que si le volvían a decir algo a su mujer, las iba a descojonar a las dos…
Llegué tarde al entierro. Las guaguas no pasaban. Acababan de bajar el ataúd y ya se retiraba la gente. Karina no estaba. Dicen que lo besó en la caja antes que pusieran la tapa. Luego, salió de la funeraria sin mirar atrás y no regresó más.

Cuando se fueron todos, traté de rezar un Padre Nuestro. No me podía concentrar. Hacía años no rezaba. Luego, encendí un cigarro y me senté a fumar en una esquina del panteón. Apoyé mi mano en el mármol y comprobé aliviado que estaba seco. Como el de los muertos que son felices, porque antes de irse de este mundo mierdero, lograron lo que más ansiaban.
Arroyo Naranjo, 2007-06-12

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