jueves, 3 de julio de 2008

Los hombres se fajan (cuento), Juan González Febles

Los meteorólogos dijeron que ese fue el día más caluroso registrado en abril en muchos años. Pablito sentía que todo su mundo ardía. Tenía mucho miedo y no sabía si sería capaz de hacerlo. Le esperaban para comparecer ante la Comisión de Parametraje.

Como a todos los afectados, iban a permitirle demostrar que era todo un hombre. Si no los convencía, le expulsarían de la Universidad y su carrera sería tronchada. La Universidad de Mella y de José Antonio Echeverría, era para hombres y jamás para mariquitas.

Pablito estaba aterrorizado. Sudaba copiosamente y se quejaba de punzadas en el estómago. Sus amigos del equipo de estudio le alentaban. Trataban infructuosamente de darle ánimo. No se trataba de homosexuales o lesbianas. Eran su equipo de estudio. El que le asignó la profesora guía.

Habían estado juntos por espacio de tres años y más. Se trataba de dos muchachos y cuatro muchachas todos heterosexuales. Para Pablito eran buenos aunque diferentes. Para los varones, pues bueno, el era su “gansito”. Para las hembritas, alguien muy especial por quien sentían afecto.

Dijeron a modo de explicación, que lo hacían para que no echara a perder a los demás. Pero no les creyeron. Las hembras se sentían muy a salvo, los varones se negaban a aceptar la teoría del contagio. Para ser más explícitos, consideraban ofensiva a su dignidad de hombrecitos la teoría del contagio. Ninguna fuerza del mundo los convertiría en “eso”.

-Tienes que hacerlo todo como el método de Stanislavski. Tienes que creértelo, para que la gente crea. Golpéalo con fuerza, usa la silla de tijeras. Rómpele su cabeza-insistía Tomás-que eche sangre. De todos modos van a botarte, si le rompes su cabeza, quizás no lo hagan.
-Ay caballeros, yo no puedo. No está en mí. Yo…yo no sería yo. No soy capaz de hacerle daño a una mosca.

Tomás era un muchacho travieso y avispado. Usaba una gorra estilo bolchevique para mejor ocultar la melena. Era rockero y había tenido serios problemas en la Universidad por ello. Las muchachas no aprobaban la idea del todo. Había que mentir, mentirle a la revolución.

-¿Y si se descubre todo? A ver, ¿qué hacemos? Algún día todo se arreglará. Lo que no tiene arreglo es engañar a la Juventud…-Alina argumentaba y Pablito se torturaba más y más.
-Lo que tiene que hacer la revolución es no poner tipos tan mierdas como Abella a decidir el destino y la vida de la gente. Gente que vale mucho más que él. Con todo y lo maricón que sea Pablito. ¡Que cojones!-ripostó Tomás

En la cafetería estaban vendiendo un refresco de fresa con sabor a medicina. Había además unos dulces pasados y panes hechos a partir de una pasta blanca, que según sus fabricantes fue queso. Los tristes panes dejaban en la boca un regusto amargo y la necesidad imperiosa de beber agua el resto del día. Conseguían el milagro de sustituir el hambre de un grupo de jóvenes en sed. Toda una conquista. Una gigantesca pancarta colocada en la pared frontal del merendero proclamaba: “La calidad es el respeto al pueblo”.

-Tienes que hacerlo. Nadie tiene que sufrir la injusticia impuesta por voluntad de otro- Agustín era más reflexivo y no le importaba mucho la Universidad. Quería ser músico. Estaba allí para complacer a su padre, se graduaría y no ejercería esa carrera. Sería músico como su tío.

Se habían desplazado a un aula vacía. Se cuidaban mucho de ser escuchados. Si los sorprendían podían hasta ir a prisión. Aunque el calor era agobiante, no se atrevían a abrir una ventana. Querían pasar inadvertidos.

-¿Para cuando es tu cita?
-Mañana, a las diez.
-¿Estás dispuesto a jugártela?
Pablito contestó con un hilo de voz.
-No sé.
-¡Bah!
Tomás hizo un gesto de cansancio, se levantó y salió. Pablito bajó la cabeza derrotado. Se separaron y quedaron en verse la mañana siguiente.

Al otro día, Pablito estaba sentado al pie de uno de los laureles a la entrada de la escuela. Agustín comentó que le parecía que Pablito estaba empastillado. Les saludó con mucho afecto y con mucha tranquilidad. Tomás estaba furioso, le llamó “maricón de mierda” y le dijo que no era digno de respeto. Insistía con terquedad en que para ser digno de respeto, tenía que ganarlo rompiendo la cabeza de Abella. Estaba seguro que Pablo no lo haría. Las muchachas fueron mucho más solidarias y cariñosas. Rosa llegó a llamar “machote animal” a Tomás. Agustín observaba y no dijo cosa alguna. Pablito marchó a su cita.

La cita tuvo lugar en uno de los antiguos despachos para profesores, habilitado como oficina de la FEU. Colocaron dos buroes antiguos de madera pesada y tres cómodos y señoriales sillones del tipo ejecutivo. Frente a ellos una incómoda y humilde silla de tijeras. Desde sus altos asientos y protegidos por los buroes, parecían dioses juzgando mortales en una suerte de juicio final revolucionario. Cuando Pablito apareció, no le respondieron los buenos días y le indicaron la silla de tijeras para que tomara asiento.

-¿Sabes para qué te citamos?

-Me imagino, pero no estoy seguro. ¿Podrían explicarme?

-Estás aquí porque eres un tipo extravagante, desviado, pervertido y con una conducta impropia para la Universidad de Mella y José Antonio Echeverría. ¿Comprendes?
Pablito temblaba como una hoja, pero ya había tomado su decisión.
-No comprendo-dijo-explíquenmelo claro.

-Estás aquí, porque eres maricón-dijo Abella disfrutando la injuria.

Pablito lo miró con un brillo diferente en sus ojos. Los miembros de la mesa comenzaron a inquietarse. Pablito miró a Abella a los ojos, como si sólo existiera él. Borró al resto de la comisión. Sin darles tiempo a reaccionar, se levantó y cerró de un solo golpe la silla. La esgrimió y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza de Abella. Cuando se vio sangrando, trato de protegerse con las manos y el resto de sus correligionarios huyó. Pablito poseído por una ira de la que nadie le creyó capaz le golpeó repetidas veces, con lo que quedó de la silla. “El único maricón que hay aquí eres tú. Respeta a los hombres, ¡hijodeputa, maricón!”- repetía convulsivamente.

Entraron y separaron a un Pablito enloquecido de su víctima. Abella fue conducido al hospital y Pablito desapareció escoltado por las muchachas de su equipo de estudio. Afuera a la sombra de los laureles, estaban Tomás y Agustín. Querían saber lo que pasó. Pero esperaban sin osar preguntar.

Salieron en silencio bordeando el hospital Calixto García. Descendieron flanqueados por los muros de la Universidad a la izquierda y el estadium universitario a la derecha. Desembocaron en la calle L. Se dirigían hasta Las Bulerías, un restorán de comida española. Luego de una etapa de esplendor, había venido a menos en aquella época simple, sin dólares y sin turistas.

El establecimiento estaba prácticamente vacío. Por única clientela, estaban los de siempre. Una cofradía de bebedores que coincidentemente eran los actores de mayor puntería de la televisión revolucionaria. Se reunían allí para beber ron y reírse de todo. Eran los galanes más sonados de aquel momento. Las estrellas tradicionales del drama y el humor, los famosos y agraciados. Según el sentir de muchos.

Los muchachos se hicieron de una de las muchas mesas vacías.
Se acodaron a ella y vaciaron todas sus economías de estudiantes insolventes. Con trece pesos y centavos, compraron menos de media botella de ron, refrescos de cola, limón y hielo.

Las muchachas del equipo disparaban de siempre los mecanismos de seducción de los galanes. Uno de ellos que popularizó tiempo atrás al galán Bon vivant y que en la actualidad había conseguido las simpatías de todo el pueblo con su personificación de un alcalde politiquero, algo corrupto, buena gente y muy cubano de un pueblo rural, le tenía el ojo echado a Alina.

La ventaja era que los galanes eran muy solventes y tenían dinero en abundancia para gastar. El alcalde cortejaba a Alina y para ello pagaba con generosidad la cerveza y los tragos de aquella pandilla estudiantil. Lo que más seducía al actor, era la ingenuidad ilustrada de aquellas jovencitas. El las llamaba “niñas con nivel y olor infaliblemente seductor a lápices y regaños de maestras”. Sucumbía al rango de los diecisiete y los diecinueve años en que andaban las muchachitas.

Pronto los galanes en su totalidad estaban acodados a la mesa de los estudiantes. Aportaban el ron, la experiencia y la solidaridad. Sostenían un criterio distinto al oficial. Todos abogaban por la tolerancia y hacían apuestas sobre cuando terminaría la persecución de los homosexuales.

Pablito se sintió muy estimulado. Fue felicitado por haber reaccionado como lo hizo. Se separaron y acordaron que Pablito se tomara su tiempo antes de regresar a la Universidad.

Al otro día, la comidilla en la Universidad, era la cabeza rota de Abella y la hombría oriental y revolucionaria de Pablito. Fue todo un éxito, también el momento para averiguar como quedaría todo. Tomás sabía quien lo haría. Para cosas sinuosas complicadas y de cuidado, nadie como Benny. Este era un tipo que sabía vivir. Era del buró ejecutivo de los jóvenes comunistas, pero se zafaba con elegancia magistral de conflictos y conseguía ser amigo de todo el mundo. Tomás y él cultivaron una excelente amistad. Benny decía que cuando fuera ministro, siempre necesitaría alguien como Tomás en quien se pudiera confiar.

Se saludaron y Tomás fue directo al grano.
-¿Qué volá con Pablito asere?

Benny no hubiera permitido que alguien le hablara en esa jerga, pero se trataba de Tomás y estaban a solas.

- El gansito de ustedes libró-dijo por toda respuesta.
- ¿Cómo?
- El numerito funcionó. Tú sabes como camina, asere.
Cuando Benny decía “asere” la palabra tomaba nuevas connotaciones de complicidades. No era necesario más para establecer algo que se iba más allá de las identificaciones. Era su forma de decir: “estoy contigo, pero no me jodas ni me comprometas, yo en lo mío”.
-No jodas Benny, dame detalles. No seas hijo de puta.
-¿Cuál es el detalle? ¿Tú no sabes qué los hombres se fajan? Si le rompió la cabeza, el gesto de macho excluye la mariconería. El gansito de ustedes, ya es hombre. Felicítalo de mi parte…bueno, no le digas ni cojones. No van a botarlo, es hombre…

Cuando se despidieron, el cielo amenazaba con lluvia. Parecía que la ciudad se vería premiada con uno de esos escasos y necesarios aguaceros de abril. Un aguacero compasivo que limpiaría y refrescaría el sofocante calor del día, registrado como el más caliente entre muchas primaveras consultadas. Tomás se quedó masticando en silencio una brizna de hierba. Estaba sentado sobre las raíces de un frondoso laurel, este era quizás el único sitio con una temperatura agradable en un momento en que hacía mucho calor en La Habana.
Lawton, 2006-06-04

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