jueves, 10 de julio de 2008

Reminiscing (cuento), Luís Cino


… porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan, nunca mueren…
Joaquín Sabina

Cuando abrí los ojos, no sabía donde estaba ni me acordaba de nada. Me dolían los pinchazos en los brazos. Tenía puesto un suero. Hacía mucho frío. Estaba desnudo, tapado con una sábana agujereada y mugrienta, acostado en una sala de hospital.

Me despertó Rosita. No sé si me tocó o me despertó su mirada llorosa fija en mí. Tenía puesta una bata verde de médico y el pelo recogido dentro de un gorro de cirujano.
-¿No me conoces? –me preguntó ansiosa, tratando de poner su mejor cara.

Claro que la conocía. Sólo me importaba ella en esos días. Todo lo demás se podía ir absolutamente al carajo. Verla junto a mi cama me tranquilizó un poco.

-Pude convencer al médico para que me dejaran entrar a verte un minuto. No podía estar más sin verte. Estás en terapia intermedia, ya pasó lo peor. Ahora vas a ponerte bien, tú verás. Oye, tengo que salir enseguida. Afuera está tu familia, les voy a decir que tu estás bien…- me besó en la frente y salió.

Y yo sin fuerzas para mover un dedo, con ganas de besarla en la boca y sin saber de que coño me estaba hablando. Que era lo peor que ya había pasado. Por qué estaba aquí todo descojonado. Que hacía mi familia allá afuera y qué les podía importar que yo estuviera bien.

Parece que la mente tiene sus mecanismos para borrarse cuando conviene no recordar. Empecé a entender algo cuando me trasladaron en una silla de ruedas a un pabellón del hospital.
Me recordé en mi cuarto a medianoche, recostado a la cabecera de la cama, con la KAAY sintonizada en el radio, bajando con un vaso de agua, sin apenas poder contener las ganas de vomitar, las 58 pastillas de meprobamato. Fue lo único que pude conseguir. Pensaba que serviría. También analicé ahogarme en el mar, pero nado demasiado bien para morir ahogado.

Lo había decidido. Prefería morirme que ir al servicio militar obligatorio. Llevaba más de una semana aplazando el momento, pero ya se me estaba acabando el tiempo. Dentro de dos días tenía que presentarme en el cine Mónaco, a las 8 de la mañana, listo para partir a la unidad militar.

Ese día me sentí particularmente mal. No veía a Rosita hacía más de una semana. No venía a mi casa, no sabía que coño le pasaba. Tampoco iba a buscarla al trabajo, aunque reventaba de las ganas de verla. No quería agobiarla. Si se había cansado de mí, no iba a perder el tiempo en buscarla. Desde el principio, acordamos que lo nuestro sería sin demasiado compromiso. Era mejor así. Especialmente ahora.

Nos habíamos conocido en casa de Mario El Enajenado hacía un par de semanas. La atracción fue mutua. No me podía resistir a las rubias y ella estaba fascinada con mis greñas y mis ojos claros y miopes. Terminamos en mi casa oyendo un disco de los Beatles. Lo eligió ella. Me dijo que le recordaba a Boca Ciega. La dejé sola para salir a la calzada a comprar cigarros. Cuando volví, la encontré nerviosa sentada en el borde de la cama. Había tenido un ataque de angustia al verse sola en una casa tan grande y antigua. Fumando como una condenada, me contó que a veces se alteraba mucho. Le venía ocurriendo desde que murió Mezclilla hacía casi tres años. Era su novio. Murió de asma. La marihuana le hacía mucho daño, pero no dejaba de fumarla.

La abracé para consolarla y terminamos revolcados en la cama, haciendo el amor sin apenas quitarnos la ropa. Sólo me arrancó la camisa y dijo que le gustaba mi pecho. A mí ella me gustaba toda.

Tenía 18 años, uno más que yo. Me quedé con el temor de no haber hecho buen papel en la cama. A esa edad, un año basta para marcar la diferencia entre una mujer y un chama come mierda que se creía más hippie que Jimmy Hendryx. Pero le gustó. Eso me dijo cuando terminamos y durante el viaje en guagua a su casa para acompañarla. Lo repitió luego cuando estábamos recostados a la cerca de alambres del acueducto y volvimos a hacerlo, esta vez parados, de prisa y vigilando que no viniera nadie.

Regresé eufórico a mi casa, olvidado de todos mis problemas y esperando volver a verla.
La alegría me duró poco. No habíamos tenido una oportunidad de volver a templar otra vez cuando me citaron del comité militar. Le tocaba el llamado a filas a todos los nacidos en 1956.

Estaba convencido que me darían la baja por miope. Acudí con esa esperanza al chequeo médico. Los doctores de la comisión nos revisaron, desnudos y en fila, como a ganado rumbo al matadero.

Me declararon apto para las FAR y allí mismo decidí que ni muerto iría al ejército. Siempre lo militar me cayó como una patada en el culo. No sé que me jodía mas, que me pelaran o verme encerrado en una unidad, sometido a la disciplina militar, aguantando órdenes y mariconadas.

Y así me vi una madrugada, dos días antes de la fecha del reclutamiento, tirado en la cama, embarrado de flema y vómito, embutido de pastillas y con el estómago inundado de agua. No supe más hasta que al tercer día, como Cristo, resucité en el hospital.

Rosita me contó que había estado tan grave que no contaban conmigo. Ella se enteró por mi tía, al día siguiente cuando fue a mi casa. Solo se fue de la sala de espera del cuerpo de guardia dos veces: una para pedir vacaciones en su trabajo y otra para ir a su casa a bañarse, comer algo y cambiarse de ropa.

Mi padre y mis hermanos, pasada la gravedad y dichos los correspondientes regaños, en especial por el tono contrarrevolucionario de mi carta suicida, volvieron a sus ocupaciones. Aunque no me entendieran, ya nada de lo que hacía los sorprendía. Me dejaron en el hospital, con mi mala cabeza y mis traumas, en manos de mi novia. Le habían pedido su ayuda para hacerme cambiar. Confiaban que el amor y el susto me harían recapacitar.

Vivimos en aquel hospital nuestra luna de miel. Mi novia se iba por las mañanas para el trabajo y regresaba antes de que oscureciera. Apenas iba a su casa. Decía que lo importante era que yo mejorara. Y mejoré rápido para disfrutar la más erótica temporada de mi vida.

En el cuarto no había más pacientes. Sólo había una cama. Las enfermeras eran nuestras cómplices. Se conmovían con lo jóvenes que éramos y cuan enamorados estábamos. Nos permitían fumar y oír música (Mc Cartney, Led Zeppelin, Santana) en una pequeña grabadora Sanyo. Y hasta dormir juntos en la cama después que apagaban la luz y antes que el médico pasara visita.

Me sentía ya mejor que en mi casa y hacíamos planes para el futuro cuando terminó la fiesta. Me vinieron a buscar una tarde lluviosa de abril. Me enviaron a Mazorra. Los siquiatras decidirían si yo estaba lo suficientemente loco como para no ir al ejército.

-Aquí te arreglamos – me dijo un mulato gordo y bigotudo que apuntó mis datos, antes que me dieran la primera tanda de sedantes. Y también la primera tunda cuando escupí las pastillas delante de la fila de enfermos que esperaban su turno para tragárselas.

-Yo no estoy loco, cojones, suéltenme- grité, mientras me llevaban a rastras hacia el pabellón enrejado.

La mente, que es sabia, vuelve a borrar los detalles. Sólo recuerdo que Rosita venía puntual a las 5, en tardes alternas, con lluvia o sol. Lloró cuando vio que me habían rapado y me juró que no pararía hasta sacarme de allí. Sólo tenía que prometerle que no volvería a intentar matarme. Que nos quedaba mucho tiempo por delante para ser felices.

Mi familia logró que un alto oficial del ejército usara sus influencias para librarme de mis siquiatras carceleros. Me hicieron prometer que pasaría el servicio militar y no jodería más. Nunca fui bueno en el cumplimiento de promesas.

Pasé los próximos meses huyendo de los boinas rojas o encerrado en calabozos hasta que logré la baja por psiquiatría.

Rosita se resignó pacientemente a su condición de novia de un prófugo. Nos veíamos en las tardes. La iba a buscar al trabajo. Caminábamos de la mano por La Habana, La Víbora o El Vedado. Si Madame Please tenía ocupado el cuarto con algún cliente extranjero, templábamos en cines que invariablemente exhibían películas rusas. Terminábamos la noche en casa de Isaac, nuestro Rachmaninov privado y la más regia de las pájaras habaneras, oyéndolo tocar la música de Michel Legrand. O en casa de Mario El Enajenado, sumido en sus problemas existenciales y sus búsquedas en el budismo zen.

No recuerdo quien se cansó primero. Ya libre del servicio militar, empecé a trabajar. Sólo me dieron empleo en la construcción. Nos veíamos menos. Una noche que la acompañé a su casa, me confesó que estaba saliendo con un español. Se llamaba Fernando, tenía 40 años y la iba a sacar del país.

- Pero siempre te voy a querer, sabes- dijo y me abrazó- Tú me gustas mucho, tú lo sabes, pero no puedo más seguir viviendo así, yo me tengo que ir…pero donde vaya, siempre estaré contigo….

No nos vimos durante varios meses. Apareció por mi casa una tarde fría de fin de año. La depresión me comía. A ella también. Fernando andaba por Mallorca y no se sabía cuando volvería a Cuba, si es que volvería.

Me lo contó oyendo a Roberto Carlos en la grabadora, sentados en el piso, con la cabeza apoyada en mi hombro y bebiendo ron directo de la botella. No quiso oír Detalles. Hasta ahí llegamos con Roberto Carlos. Me dijo que pusiera alguna canción que sólo hubiera oído conmigo. Tenía que ser Dylan. Just like a woman. Encendimos un pito de marihuana oyendo Like a rolling stone. Hicimos el amor con desgano, mareado y triste, mientras los Eagles nos daban la bienvenida al Hotel California la primera madrugada de 1977.

La próxima vez que nos vimos fue por El Vedado. Iba borracho como un perro. No le gustó que me hubiera dejado la barba. Me dijo que le preocupaba mi problema con la bebida. Le respondí que se preocupara por la que estaba por beber y me alejé hacia La Rampa.

La volví a ver a tiempo para invitarla a mi casamiento. Me dijo que se alegraba y creo que era sincera. Estuvo en mi boda. Terminamos celebrando con un grupo de amigos en El Elegante. Estaban tocando Felipe Dulzaide y Los Armónicos. Mi mujer no se molestó porque Rosita y yo bailáramos Tenderly bien apretados. Ni porque lloráramos como unos comemierdas cuando tocaron el tema de Casablanca y de pegueta, Los paraguas de Cherburgo. Creo que sólo la pájara Isaac se dio cuenta. El sabía por qué llorábamos.

Al día siguiente, nos encontramos en la piscina del Hotel Nacional. Pasé allí la luna de miel. 1978. Historia Antigua. Todavía alquilaban a cubanos. Rosita llegó con Cecilia, una amiga común cuyo marido estaba preso por malversación. Ella creyó que por ser mujer de “un pincho” habían terminado sus problemas…Se equivocó la paloma, se equivocaba. Mi mujer se emborrachó tratando de convencer a Cecilia de que pronto todo se arreglaría, que era una locura la idea de casarse con un preso político a cambio de que la sacara del país después que cumpliera su condena.

Rosita subió conmigo a la habitación. Logré convencerla para que me acompañara a buscar una botella de ron que tenía guardada. Pasé el seguro a la puerta, la tiré en la cama, me mordió en el cuello e hicimos el amor con rabia y urgencia, como advertidos de que era la última vez.

El Mariel no dio tiempo a despedidas. Para Rosita, era cuestión de vida o muerte irse sin mirar atrás. So pena de convertirse en estatua de sal. La sal de sus lágrimas. Por Mezclilla, por Mario y sus enajenaciones, por Madame Please, por mí, por Cuba. Por todo. Por la vida, que podía ser otra cosa.

Descubrió mi dirección electrónica de periodista independiente en una revista. Llenaba el tanque de su carro en una gasolinera de Coconut Grove.

Cuando me escribió creyó que los 26 años transcurridos hacían necesario explicar que ella era la pecosa de La Guinera que, allá por el 75, era algo más que una amiga en tiempos difíciles. Que recordaba mi casa vieja y los discos que oíamos. Los Beatles, Led Zeppelin, Roberto Carlos. Olvidó de forma inexplicable aquel de José Feliciano cantando Light my Fire, Daniel y California Dreaming.

Me contó que trabaja en una universidad, está divorciada y tiene un hijo de 18 años que además es su amigo. Se cuentan sus problemas, se dan consejos, van a conciertos de rock y fuman marihuana en noches que la necesitan para no reventar.

Desde hace unos meses nos enviamos mensajes desesperados que no hablan de amor. No es necesario. Siempre faltan cosas por decir. Casi tantas como las que nos faltaron por vivir.

Trato de imaginarla como era entonces. Llegando con los rizos mojados por la lluvia a devolverme la esperanza. Fumando despacio, desnuda, recostada a la cabecera de mi cama. Preguntando, con su voz de siempre, si la samba de Santana era de veras para ella y sólo para ella. Con olor a manzana, la misma piel, las pecas en los hombros y el pelo sin tintes que disimulen las canas.

Ya le respondí que sí, que en Cuba a esto todavía se le llama gorrión y duele igual o todavía más que antes.

Son las seis de la tarde y oigo a Eric Clapton, Layla, versión original, 1971, mientras termino este cuento y se me hace un nudo por dentro. La próxima semana, si no estoy preso, es posible que pueda revisar mi correo en alguna embajada. Sólo en ellas puedo acceder a Internet.

Es una pena que esta historia de amor no tenga un final feliz. No lo podía tener. Ninguna historia de amor que se respete lo tiene.
luicino2004@yahoo.com

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