jueves, 15 de mayo de 2008

El cortito del estribo, (cuento), Juan González Febles

Bebía de pie, acodado al mostrador hasta caer completamente borracho. Tenía setenta y muchos años y andaba muy maltratado por la vida. Era un borracho silencioso y malhumorado. Un tipo bilioso que cuando se irritaba, trataba de golpear a sus vecinos de barra y en ocasiones salía golpeado. Pasó, casi sin notarlo de ser Bobby, a ser el “Viejo Bobby”, el borracho. La gente pagaba sus tragos para que les hablara de viajes y combates en espacios geográficos muy diversos. En su época de oro fue un condotiero de éxito. Cayó del pedestal en la debacle de 1989. Lo que terminó de enterrarlo fue su impetuosidad y el hecho de que nunca estuvo entre amigos. Él, junto a un reducido grupo de camaradas de armas, envió sus medallas y condecoraciones militares en un tibor al jefe de estado, en el Palacio de la Revolución. Fue la forma de protesta escogida, ante los procesos de 1989 que culminaron en el fusilamiento del general Ochoa, el coronel La Guardia y el resto de sus compañeros de infortunio. El caso fue que sus camaradas en el gesto, huyeron esa misma noche a Miami en una embarcación robada. El fue arrestado e interrogado con el mayor rigor, durante 90 días. La gente comentaba que no salió bien del trance y que a partir de entonces, comenzó a beber.

Bobby era un borracho, uno más entre tantos náufragos del crucero revolucionario. Uno que jugó y perdió. Pero sin duda alguna, un testigo molesto que había visto cosas que no conseguía olvidar. Estimulado por el alcohol y por una amargura y un rencor invencibles relataba a quien quisiera escucharlo, fragmentos de esa vida que ya no le pertenecía.

Había pactado con una potencia diabólica. Su vida en los detalles que más le enorgullecieron le fue arrebatada. Se convirtió en secreto inviolable e impersonal del estado. Perdió parcelas inapreciables de posesión e intimidad con su pasado.

Bobby transgredía siempre que estaba borracho y se emborrachaba con el secreto e inconfesado propósito de transgredir. Yo lo sabía y quería su historia a todo costo. La convertiría en buen dinero. Quizás mi best seller esperaba en esa barra apestando a ron barato. Comencé a saludarlo hablar alguna que otra tontería y por supuesto, invitarlo a un trago, aunque fuera el último, el cortico del estribo.

La cosa funcionó y un buen día me lo llevé casi a rastras hasta su casa. Permanecí afuera, pretexté prisa y no entré. Quería crear la confianza. Que no percibiera el interés que tenía por entrar a su vida y a sus recuerdos.

“Ellos no sabían que el tipo era coronel. Era sencillo o al menos trataba de aparentarlo. Traía sus cuadros para que alguien se los vendiera. No necesitaba el dinero, lo hacía sólo por el placer de sentirse artista. Pasaba la mayor parte del tiempo en el salón de grabado de La Plaza. Cuando concluía su jornada, pagaba tragos para todos y se llevaba una pepilla de estreno y campeonato. Parecía un peje gordo de Comercio Exterior o quizás un diplomático. Nadie sospechó que fuera un ‘tira tiros’. Llegaba en su Lada panameño con ventanilla plástica en el techo y aire acondicionado. Otras veces en un VW escarabajo de los nuevos, de los mexicanos, también con aire acondicionado y ventanilla plástica en el techo. Vestía con sencillez. Blue jeans de marca, Levy’s o Lee, camisa de cuadros y zapatillas. Usaba relojes caros y gafas para el sol de marca exclusiva. No parecía uno de nosotros, pero era el mejor. Lo era a pesar de toda esa pendejada de la pintura y los artistas…”

Los vecinos contaban muchas cosas de Bobby. Que si había fusilado, que si conocía al Che, que si fue de la gente de Camilo… Todo el mundo tenía algo distinto que decir sobre él. Vivía apartado. Un buen día llegó alguien a visitarlo y de la noche a la mañana, comenzó a hacer la guardia del Comité. Pero todo era fachada. Su estilo de hacer guardias, fue dormir la borrachera al aire libre en plena calle. Salía de su casa completamente ebrio y firmaba la libreta de guardias en el Comité. Se sentaba en la esquina a beber lo que quedaba en una botella y se quedaba invariablemente dormido. En una oportunidad, robaron la bodega. Los cacos robaron además sus zapatos y el reloj. El no recordaba como, ni cuando lo hicieron, de tan borracho que estaba.

Cuando volví a verlo me saludó con cariño. Creo que de veras se alegró de verme. Aunque estaba limpio, siempre daba la sensación de estar sucio. Parecía que toda la mierda del mundo lo acechaba para echársele encima. No importaba cuanto o como se bañara. Se veía percudido. Como si algo sucio pugnara por salir de él o la suciedad ambiente lo buscara por alguna oscura e inexplicable razón. En otro orden de cosas, guardaba semejanzas con los álamos viejos. Tenía raíces profundas y rompía con ellas los moldes, en su caso sociales. Los álamos prosperan y crean grietas nutridos por las lluvias, Bobby lo hacía regado con ron barato. A pesar de esto, las cosas no eran del todo malas para él, como de seguro tampoco lo son para nadie. El absoluto no existe y no todo le iba completamente mal. Bobby disponía de tres personas que se ocupaban de él, más o menos. Se trataba de tres mujeres, las tres putas. O para decirlo mejor, dos putas en el ejercicio pleno del oficio, la mayor y más experimentada, lo fue en su mocedad y andaba en retiro y conservaba el conocimiento de las mejores habilidades de ese arte. Se llamaba o la llamaban Yoya. Vivió sola hasta que se hizo cargo de sus dos sobrinas que residían en Holguín y pasaron a estar bajo su protección a la muerte de su hermana.

Las sobrinitas eran putas al igual que la tía. Desde que llegaron al barrio, se les perdonó el acento cantarín que traían. Bueno, al menos los hombres. En un principio Yoya vivía retirada. Pocos sabían su verdadero origen y a lo que se dedicó en su juventud. Fue la primera de diez hermanos en establecerse en La Habana. Llegó antes del triunfo de la revolución y aceptó la redención que le llegó con Fidel, desde la rueda del volante de un taxi. La cosa duró poco tiempo, ella siguió siendo puta hasta que pudo y sus carnes lo permitieron.

Los años la convirtieron en la vieja Yoya. Ella y sus sobrinas cuidaban de Bobby. Eran las únicas que limpiaban su desastre y le cocinaban. Bobby consideraba lesivo a su dignidad de varón y de guerrero cocinar, aunque no criticaba ni veía mal que otros hombres, igualmente hormonales y bragados lo hicieran. Se trataba sólo de una opción personal.

Su casa era un desorden interesante y representativo. Conservaba viejas y amarillentas fotografías en que aparecía en compañía de jóvenes guerreros desaliñados y barbudos en la Sierra Maestra. Otras se remitían a escenarios geográficos diversos y exóticos. Invariablemente las fotos describían escenarios bélicos en Argelia, el África negra o el Sudeste asiático. Junto a las fotos conservaba casquillos de diversos calibres.

En lugar de honor mantenía su foto en compañía de Camilo Cienfuegos. Hablaba con verdadera devoción de Camilo, aunque no así de Ernesto Guevara. Cuando andaba bien borracho decía que el argentino era un ‘singao’. O que fue un ‘pesao’ que no respetaba a los hombres.

Me costó un poco de trabajo y algunos pesos, pero conseguí que hablara y que me diera lo que necesitaba para escribir mi best seller. Me convertí en su sombra, su socio de borracheras y su confidente, hasta que aparecieron ellos. Le advirtieron que yo tenía ‘caca’. Estaba sucio, era uno de esos seudo intelectuales que critican al Comandante y él debía andar alerta conmigo. Bobby me preguntó y le dije parte de la verdad. Le expliqué que estaba tronao, pero no le hablé cosa alguna sobre mis proyectos editoriales. Volvimos a emborracharnos y no pasó cosa alguna.

“No teníamos que intervenir. Al menos no directamente. El coronel nos explicó que la Institución no podía verse reflejada en este tipo de cosas. También que era orden de Fidel. Los voluntarios quedarían apostados en los solares yermos al fondo de la embajada. Se trataba de impedir la irrupción de los marginales que salían de los bailables de La Tropical en el recinto diplomático. Venían cantando y bailando, como si se tratara de una comparsa. Descendían a paso de conga para ingresar en la sede de Perú. Coreaban un estribillo que decía: ‘Vuelve a abrir la puerta de laembajaa que yo tengo el unooo: ¡ábrela singao!’ A los voluntarios les preparamos con cabillas, cadenas, palos, manoplas y de cuanto hay. Les orientamos para que golpearan en la cabeza, preferentemente sobre la nuca, en las rodillas y en las clavículas. Se trataba de elemento lumpen, de marginales sin importancia. La institución no podía aparecer visible. Se trataba de ‘pueblo enardecido’ Así lo ordenó el Comandante. Nosotros debíamos estar listos para secundar a los voluntarios, de ser necesario… No lo fue”


Lo peor fue cuando aparecieron los cristianos. Esa gente si son una plaga. Llegan con la Biblia poco después de venderte un aguacate a 15 pesos moneda nacional. A ellos Cristo les perdona estafar al prójimo, pero no emborracharse ni copular. Bobby les escuchó. Le visitaban cada día y las mujeres del Templo, limpiaron su casa y le cocinaron. Lo hicieron sin prisa y con una paciencia del carajo. También le cayeron arriba a Yoya y a sus sobrinas, pero Yoya les explicó que tenía hecho Ochún y la dejaron tranquila, al menos por un tiempo.

Tomé como norma aparecer después de la comida. Traía conmigo una botella o media, todo en dependencia de la economía. Algunas veces era ron del bueno, otras no. Como el tipo estaba completamente alcoholizado, no era necesario mucho más. Al tercer trago ya andaba maduro y listo para hacer confesiones. Yo trataba de dirigir las sesiones por el trillo festivo. En ocasiones, se ponía sentimental y lloraba como un niño. Se acordaba de sus muertos. Esto de los muertos era algo muy curioso. En ocasiones, lloraba por igual a los amigos y a los enemigos. Perdía las conexiones y me relataba, entusiasmado como un niño, las hazañas de alguien a quien había matado o contribuido a matar. Pero sus lamentaciones, de forma regular eran sobre sus compañeros. El viejo, de veras estaba lleno de amargura. Pero quizás la mayor de ellas, las consagraba a Fidel Castro. No se trataba de odio a secas. Era una categoría superior para este sentimiento. Nunca escuche a alguien referirse a una persona con tanto respeto y con tanto temor. Se trataba de algo supersticioso, nebuloso y a la vez, trágico.

“…Nunca sabíamos de antemano que haríamos. Nos acuartelaban y nos decían que esperáramos por las órdenes. Esa oportunidad vino Fidel en persona, acompañado por Abrantes. Nos explicó que aquí no íbamos a permitir ninguna pendejada de sindicato por la libre. Que los curas andaban detrás de todo y que le daríamos por el culo al Vaticano. Fueron ocho las personas que se metieron en la embajada. Los francotiradores abrirían el juego. Esperaríamos que sonara la escopeta y entraríamos. No lo haríamos armados. La cosa era importante, porque el trabajo lo haríamos los veteranos. El jefe se sentía mejor con nosotros. La gente joven le llamaba por lo bajo ‘el Viejo’ y eso no le gustaba. Con nosotros era diferente, se sentía más a gusto. Yo tenía unos cuarenta o quizás cuarenta y un años, pero estaba en forma y contaba con experiencia. Todo fue muy rápido, murió un guardia, no recuerdo si español o italiano. Los peritos nuestros determinaron que lo mataron los secuestradores. Fusilaron a tres de ellos. Eran hermanos y la madre, que andaba con ellos en todo el asunto, se volvió loca en la cárcel. Uno era menor de edad. El Jefe dijo que debía morir. A fin de cuentas, con 17 años, conoció a muchachos que murieron defendiendo a la patria…”

Lo más curioso para mí era como Bobby culpaba de todo a los americanos. Contaba cosas y casos en que los muertos los ponían los panameños, hondureños, salvadoreños, chilenos o libaneses. Pero siempre y de forma invariable, en su imaginario, algún americano participaba desde su ausencia para asumir las culpas. Era así. Una de esas noches en que fui a verlo, dijo:
-Si hubiera habido una buena guerra cuando la crisis de los cohetes y los yumas hubieran tenido los cojones para tirar una bomba atómica de esas, estaríamos arreglados.
-¿Cómo?
-¡Bah! Como el Japón. Nos tiran la bomba, se meten aquí y paran este país. Seríamos como Alemania, como Japón o como Israel. Esto último me gusta más. Los cubanos somos excelentes soldados. Imagínate aliados de los yumas. Nada de esto de período especial hubiera pasado.
-Pero… ¿Y los muertos? ¿Pensaste en los muertos por una explosión atómica?
¡Que cojones! La gente se muere siempre, porque tiene que morir. ¡Pero estos si hubieran muerto por la patria! Claro, la bomba la habrían tirado allá por Oriente. En La Habana está la capital… El negocio perfecto y sin pérdidas. Todo ganancia, porque de ahí palante, Cuba sin palestinos: ¡A guarachar!

Bobby por perder, perdió hasta a su familia. Lleno de amargura me dijo que la hija se casó con un español y se fue. El hijo se escapó en una lancha en el 94. Ninguno volvió a comunicarse con él. Pero yo no estaba seguro y sospeché que Yoya sabía más sobre el tema. El caso es que la gente como Bobby, entregan hasta su último suspiro al Diablo. Cualquiera menos él, mantendría contacto con traidores o desafectos: no importa si son hijos o el grado de parentesco. Sobre tales contactos, no soltó prenda. Consideré elegante no insistir. Pero lo que si podía jurar, es que amaba a los suyos y lamentaba sinceramente estar sin ellos.

Tengo que reconocer que los cristianos son muy fuertes. A tenaces nadie puede comparárseles. Se llevaron a Bobby para su iglesia y lo pusieron a cargo de los trabajos de electricidad, plomería y albañilería. El Viejo dejó de beber y hasta la tonalidad de su piel comenzó a cambiar. En las noches, continuó con su costumbre de sentarse sin camisa en una butaca de aluminio que estaba en el patio. Se quedaba allí a beber ron y mirar el cielo estrellado de las noches. Se dormía y Yoya o cualquiera de sus sobrinas entraba, lo despertaba y lo ayudaba a llegar hasta la cama. Ahora bebía infusiones y rechazaba beber ron o cualquier cosa que contuviera alcohol. Me dijo que Cristo lo había salvado y yo se lo creí.

La noche que aparecieron hubo mucho calor. Creo que fue la más calurosa de ese año. Llegaron en una Lada sofisticado con muchas antenas y volante pequeño. Traían una botella de ron, de la mejor calidad posible en Cuba. Bobby dijo que ya no bebía, pero insistieron. “Vamos hombre –le dijeron- ¿Qué puede hacerte un trago? ¿Qué le importa a un tigre una raya de más?

Yo no quería líos con ellos. Nunca he tenido buena opinión de esta gente. Además: ¿Qué podía hacer yo? Bobby bebió esa noche hasta caer otra vez. Lo llevaron al hospital porque Yoya lo encontró al otro día verdaderamente mal, estaba en coma.

Cuando llegué al hospital, sus hermanos en Cristo me miraron como si fuera el enviado de Satán. “¡Él no fue!”, aclaró Yoya. Entonces la hostilidad se desvaneció con la aclaración y me pidieron que les explicara que fue lo que pasó exactamente. Lo hice y traté de que quedara expuesta la mala intención de los visitantes. El pastor concluyó que “el Maligno” no le permitiría unirse a Cristo con facilidad. “Los demonios lucharán por su alma inmortal”, concluyó.
Me senté a su lado, en el borde de la cama. Apreté su mano cuidando que mi gesto no fuera mal interpretado por Bobby. Estaba pálido y debilitado. Pero aun así me dijo:
-¿Y esa mariconería?
-No jodas Bobby. Te estás muriendo y sigues con ese machismo estúpido.
- No es estúpido-dijo- Las cosas son como deben y tienen que ser.
-¿Por qué bebiste y no los mandaste al carajo? Esa gente no te quiere…
- No se trata de querer o que te quieran. Ellos tienen que asegurarse…
-¿Asegurarse? ¿Y de qué?
-De que las cosas son como tienen que ser. De que no hay traición…
-¿Traición? ¿A quien? Son ellos los que te traicionaron. Esa gente no sirve, son unos singaos…
-Son mi gente. Son…mis singaos. Eché la vida con ellos. Creamos lazos que no pueden romperse. Sólo la muerte…amiguito. Se puede romper o perder a los hijos, a la familia, a todo el mundo. Pero ‘esto’ queda más allá de todo…Es así.

“El general era completo. Hombre con cojones y con un corazón que no le cabía en el pecho. No se llevaba con el argentino. Bueno, nadie se llevaba con el argentino. Era un pesao, se creía cosas. Estaba convencido que era más hormonal que el resto de los hombres y por eso chocó con el general. El general le fue arriba para galletearlo delante de la tropa. Ramiro intervino para evitar algo que hubiera sido fatal para los planes del Jefe. Este tenía planes importantes con el argentino. El más importante era, -¡Quien lo duda!- salir de él definitivamente. En las Grandes Ligas, no se puede ser pesao ni creerse que uno es más hombre o mejor que el resto de los hombres. Si el general le da la galleta que se merecía, lo hubiera desmoralizado. Eso habría terminado por joder los planes del Jefe. El argentino era pesao. Lo peor era que no respetaba a los hombres y le gustaba humillar a la gente en público. Pero aun así, el argentino gustaba a las mujeres. Lo único que hizo más o menos regular en Cuba, fueron hijos. Eso fue todo lo fructífero que dejó el argentino. Muchos hijos. El tipo lo único que hizo bien en Cuba fue singar.”

Bobby salió del hospital escoltado por cristianos. Se instalaron en su casa para resistir la esperada ofensiva del Diablo. La noche que volvieron, yo estaba en la esquina. Les vi llegar en su Lada con abalorios y supe que presenciaría un espectáculo único.

Bobby les recibió en el portal. No esperaron que él les hiciera pasar. Penetraron, se sentaron y colocaron la botella sobre la mesa. Cuando llegué, me brindaron un trago que bebí aprisa. El que parecía llevar la voz cantante, me dijo que tenían que ‘tallar’ algo con Bobby, que les perdonara, pero que necesitaban estar a solas. Asentí y el tipo le sirvió un cortico a Bobby. Le acercó el vaso y pasó por alto el rechazo de Bobby. “Vamos coño, bebe con los hermanos” –dijo mientras acercaba el vaso a Bobby, que lo rechazaba cada vez con menos fuerza. “¡Que no se diga!” –insistía. Entonces descendió el fuego de Jehová.

-¡Fuera! ¡Atrás enviados de Satán…!
Volví la cabeza para ver que sucedía, aunque ya sabía o intuía de que se trataba. El pastor de la congregación, seguido por un ululante y enardecido rebaño enfrentaba a los ‘compañeros’ de Bobby. Más que apacible rebaño cristiano, me parecían una manadita de leones.

-¡Hermano, no pruebes el veneno que te alejará de Jesús! ¡No toques ese vaso!

Bobby se congeló, pero por algo pensé que fingía. Sus compañeros se paralizaron y comenzaron a acudir vecinos curiosos. Decían cosas tales como, “No le den bebida ¡coño!”. “Hay que ver que esta gente es de pinga”. “¡Cojones! ¡Que malos son!…”

Montaron en su Lada y partieron en un largo acelerón. Iban visiblemente molestos. Supe que citaron A Bobby a la Asociación de combatientes. Acudió en compañía de una cristiana, con la que dijo haberse juntado. Se casarían por y en la Iglesia.

La última vez que le vi, estaba cambiado. Había engordado y el color cetrino de su piel tomó un tono más saludable. Llevaba una bolsa plástica con algunas naranjas. Yo bebía un cortico acodado a la barra del Bar Heredia. Me gustaba ese bar, porque su nombre traía a colación el Parnaso cubano. Lo llamé y se detuvo un instante, me dijo que llevaba prisa. No lo invité a beber, pero le dije que bebería uno a su salud. Uno solo, el cortico del estribo.
Lawton, 02/09/2007

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