jueves, 8 de mayo de 2008

Profetas de mi pueblo, Richard Roselló




El titular es idea de un promotor cultural. Se la pedimos prestado para encabezar estas notas. Se trata de homenajear a esas personas que en un momento, fueron iconos de las artes o las ciencias. En su pueblo, de Cuba y para el mundo. Y porque permanecen allí o en el mas allá. Casi siempre en la profunda sima del olvido. Además del desprecio.

Ignacio “Pepín” Rivero padre, director del Diario de la Marina, famoso rotativo cubano intervenido por la revolución, dijo que “el periodismo era en lo externo una profesión y en lo interno un sacerdocio”.

De hecho, nuestro entrevistado fue de los que entró al periodismo por la vía del sacrificio. Después fue obligado a vivir en el ostracismo, distante a la profesión y condenado al silencio y a un empleo que nunca amó ni sintió.

Es probable que a las nuevas generaciones, el nombre de Juan Francisco Cuesta Rivero no diga mucho.

Se graduó en la escuela cubana de periodismo Manuel Márquez Sterling durante los años de 1950. La academia, fundada en 1943, dio pasó a generaciones de profesionales en la noticia. Brillaban por entonces figuras como: Alejo Carpentier, Conrado Massaguer, Juan Marinello, Emilio Roig de Leuchsenring, Jorge Mañach, José Pardo Llada, Luís Botifoll entre otros consagrados de las letras.

Juancito lo llaman cariñosamente. Alto, delgado. Un mulato de rostro lozano y agradable, buen conversador, vive al cuidado de dos hermanas. A sus 87 años, cuenta cosas novelables. Hará poco que perdió la visión total. En cambio, conserva la memoria incólume. Sus dedos largos, lisos como la seda, acarician la textura de un papel como si se tratase de un divino tesoro. De ello hablaré después.

Nació en 1921 en Batabanó, un costero poblado de pescadores y agricultores, al sur de la capital habanera. Llego al periodismo por entusiasmo, cuando el género alcanzaba gran fuerza. “Una profesión romántica que requiere máxima de sacrificios y amor a la causa’’, escribió una vez.
El Batabanó de entonces tuvo tres periódicos: El Esponjero, el Mosquito y La Opinión. No eran rivales del Excelsior, El País, Ataja o el Diario de la Marina u otros grandes diarios que llenaban estanquillos.

Cuesta vivió, en verdad, enamorado de su profesión. No le bastó con ser un periodista más. Llegó a tener su empresa privada de servicio público para “orientar a la ciudadanía, así como difundir las grandezas y necesidades de la región’’. Fueron sus póstumas palabras en el 4to aniversario del Antillano, fundado en diciembre de 1956, en su natal municipio. Devino el nombre por la ubicación de Cuba en las Antillas.

El órgano llego a venderse bajo consigna de periódico ágil, al servicio de la colectividad. Con una salida quincenal, pudo sostenerse de anuncios que pagaban comerciantes locales. Juan, en su lucha por mantener el periódico, atravesó dificultades, obstáculos financieros e incomprensiones. El Antillano nunca excedió las 4 páginas. Ese fue el precio que pagó. Conciente de la “ingrata profesión”, mal remunerado, batalló con fortaleza anímica bastante para resistir los embates de calumniadores y mantuvo a la fuerza su proyecto de vida.

Quienes pensaron que vivía rico, se equivocaron. De ello abordan ciertas notas periodísticas. Justo cuando el Antillano dejaba de aparecer en las calles de Batabanó y otras localidades cercanas, a fines de la dictadura de Fulgencio Batista.

A Cuesta, su gran dote de abnegación, desinterés y desprendimiento, ética inseparable exigida por la profesión, le permitió en un ámbito de plena libertad de las palabras, explorar las realidades cubanas y asomarse a las diversas problemáticas, buscando una solución.

Asuntos locales, nacionales e internacionales, recibieron un enfoque temático de corte social, político, cultural y económico. Prestigio de sus páginas fueron las entrevistas al piloto de carrera de autos, el argentino Juan Manuel Fangio. Al político y gobernador de La Habana Panchín Batista, hermano del entonces presidente de la republica. También al ex presidente Grau San Martín y al periodista del Partido Ortodoxo, Pardo Llada.

El Antillano falleció con la ascensión de Fidel Castro al poder. Una muerte súbita que agrupó a dueños de negocios, sin distinción. El Poder impuso sus propios periódicos, una forma de pensar, un partido único. Y una libertad de palabra consistente en: “dentro de la revolución todo, contra la revolución nada’’.

Juan fue de los que se quedaron en Cuba, pero no con el sistema. Fue en los primeros años de la revolución, redactor del Noticiero Nacional de Televisión y mantuvo una columna cultural en la revista Bohemia. Pero el entusiasmo duró poco. No tenía condiciones para laborar en ese organismo, dijo un ‘’delegado’’ de las Unión de Periodista de Cuba con firme y fría decisión. Por tanto fue retirado e ignorado del periodismo. Sobre su vida se tejieron difamaciones e injusto tratamiento. Hasta se le calificó de batistiano.

Regreso a su pueblo como mecanógrafo. Ayudó a escribir cartas y llenar documentos. Luego fue empleado de banco. Sirvió a la burocracia durante veinticinco años, hasta su retiro.

Juan Francisco Cuesta, descendiente de familia ilustrada y educadores que aportaron mucho a la enseñanza de la localidad, vive aún con los fantasmas del pasado. Miedo es lo que siente, ese temor latente lo tortura. Obligado, dejó de escribir periodismo. Guarda una novela inédita.

Hace años, cuando un grupo de intrépidos activistas le rindió homenaje en el museo local por ser gloria y profeta de su pueblo, se le prohibió mostrar su tesoro: viejos ejemplares del Antillano. Piezas museológicas de la historiografía regional, vistas como documentos peligrosos, y detestables para autoridades. Aunque la verdad, los hechos sin cortapisas, están marcados en letras de imprenta. No se podrán borrar.
Batabanó, 02/05/2008

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