jueves, 29 de mayo de 2008

La Habana y Bobby Fischer, Rogelio Fabio Hurtado








Marianao, La Habana, 19/05/2008, (semanario digital Primavera) Nos ha sorprendido una vez más el fabuloso Bobby Fischer con su repentina desaparición absoluta del tablero mundial en su Reikjavik de adopción y hemos vuelto a experimentar el vacío irrecuperable que dejó a sus espaldas cuando decidió abandonar al mundo del ajedrez, donde reinaba por derecho propio, a mediados de la década del 70 del pasado siglo.

El ajedrez mundial fue otro desde que el prodigioso adolescente del Manhhatan Chess Club de Nueva York irrumpió en las infinitas 64 casillas blanquinegras.
Fue la némesis para otro niño prodigio, el judío polaco Sammy Revhevsky, quien parecía aburrirse de coronarse campeón en los Estados Unidos, hasta que el muchacho rubio de jeans que solía hojear las aventuras de Tarzán mientras sus rivales meditaban en vano procurando derrotarlo, impuso su ley.

A finales de 1959, entró en su primer torneo de candidatos en la isla de Curazao, donde salió maltrecho en sus duelos con el ascendente genio de Riga, Mijail Tal. Entonces, en plena guerra fría, Fischer se convirtió en el solitario guerrero yankee frente a la potente escuadra de G.M. soviéticos. ¡Puedo vencer al mejor de los rojos¡ proclamaba, secundado por la Chess Life Review, donde lanzó su reto, con apoyo financiero de sus amigos, que la Federación de Ajedrez soviética no tomó en cuenta. Su primer enfrentamiento con el gran Botvinik provocó un maremagnum de análisis y comentarios: el resultado fue tablas, pero los fans del norteamericano y él mismo reclamaban que en el momento del selle, la posición favorecía claramente a su ídolo, quien había omitido en la reanudación una variante laboriosamente urdida por los analistas del Campeón ruso para salvar el medio punto. Muchos años después, el propio Botvinnik admitió la veracidad del aserto, reconociendo la rapidez con que Fischer advirtió toda la variante: “al llegar a la jugada crucial, él no se percató de la celada, pero aún no había soltado su alfil cuando lo vi palidecer, e inmediatamente me ofreció las tablas.”

Su primera visita a La Habana aconteció en la década del 50, cuando participó en un tope amistoso entre el Club de Ajedrez Capablanca de La Habana y el Chess Manhattan Club de Nueva York. Le tocó enfrentarse con el veterano José Ramón Florido, un fuerte jugador cubano de la época, quien al verse frente a un niño mostró cierto desagrado, que su amigo y gran conocedor del mundillo de los trebejos, el periodista Carlos G. Palacios, se encargó de disolver. Ambos jugadores se enfrentaron en cinco ocasiones y el cubano ni siquiera logró entablarle. Se dice que, en 1966 volvieron a encontrarse en el magnífico salón de embajadores del Hotel Habana Libre, espléndida sede para la Olimpiada Mundial de Ajedrez. Entonces, Fischer era ya el campeón permanente de los Estados Unidos y la primera figura no soviética del mundo. Florido, quien se desempeñó como árbitro en aquella contienda, se acercó a saludar a su rival de otrora, recordándole aquellas lides. “No recuerdo su nombre, pero puedo reproducirle las cinco partidas que jugamos entonces.”

Fue la respuesta inmediata de Bobby, quien, enfundado en un invariable traje verde botella recorría con la flexibilidad de un tigre joven los corredores del hotel, abriendo como una proa a los admiradores que lo asediaban, a quienes concedía autógrafos casi sin detenerse. Tenía 23 años.

Había participado en el III torneo Capablanca, In Memoriam de 1965, donde tuvo que desempeñarse por teléfono, pues las ya vigentes disposiciones del Gobierno de su país le impidieron presentarse personalmente. Ocupaba su silla en cada ronda el hijo de José Raúl Capablanca. Quedó en tercer lugar, detrás de los representantes de la URSS. Sólo cayó derrotado por el yugoslavo Borislav Ivkov.

Su enfrentamiento olímpico con Boris Spassky en La Habana constituyó el momento de mayor tensión de la competencia. Bobby pertenecía entonces a una denominación religiosa que, a la manera del judaísmo, guardaba el séptimo día, fecha de la semana en la que no jugaba ni efectuaba ninguna otra actividad mundana. Quiso el azar del pareo que el match entre los EE.UU y la URSS coincidiese con la fecha de recogimiento. Inicialmente, la delegación norteamericana solicitó el aplazamiento del tope para el día siguiente, petición que la dirección del torneo denegó, entonces, el equipo norteamericano en pleno abandonó la sala de juego, y pareció que se aplicaría un burocrático forfeit a favor del equipo de la Unión Soviética, quienes, con ejemplar cortesía deportiva, rehusaron aceptar semejante “victoria” y convencieron a los árbitros de celebrar la esperada batalla al siguiente día. Cuando arribamos aquella tarde al salón, ansiosos de ver tablero por medio al entonces Campeón Mundial Tigrán Petrosian y al genial Bobby, nos encontramos con que los soviéticos habían colocado como primer tablero al no menos fuerte joven de Leningrado, Boris Spassky, excampeón mundial juvenil, quien presentaba frente al norteamericano un score favorable.

Si no recuerdo mal, Fischer planteó su habitual Ruy López, reto aceptado por Spassky al replicar moviendo su propio peón también a la casilla 4R. Después de las primeras diez o doce jugadas teóricas, quedó planteada la aguda lucha entre el filoso alfil español de Fischer, enfilado contra el flanco rey de las negras y el contrajuego de Spassky en el ala de la dama.

Ya en el desenlace del medio juego, Bobby entregó una calidad a cambio de un peón extra y arribaron al momento del selle con esa ventaja de calidad para el soviético. Los comentaristas más neófitos se aventuraron a vaticinar la victoria del jugador de la hoz y el martillo, pero al reanudarse al otro día Bobby no demoró en igualar las acciones para concluir con la honorable división del punto. A favor de Spassky es preciso reconocer que interrogado por un reportero de la Revista Cuba acerca de “las excentricidades del norteamericano” replicó que Fischer tenía derecho a esas exigencias porque era un gran jugador”.

En aquella inolvidable Olimpiada, Fischer sufrió una sola derrota, a manos del G.M. rumano Florian Georghiu, desliz que lo privó de la medalla de oro por su desempeño en el primer tablero, distinción que mereció su esquivo adversario Petrosian.

Es sobradamente conocido su desempeño entre 1970 y 1972, cuando llegó a tejer una cadena de 19 partidas ganadas consecutivamente, frente a los rivales más calificados de su época, una realización tan difícil de igualar como el actual récord mundial de salto de altura, 2.45, que ostenta el cubano Javier Sotomayor. No por gusto, el entonces también aspirante Petrosian, al concluir su match de Buenos Aires, advirtió a su compatriota Spassky que “jugar contra Fischer es como jugar contra la historia del ajedrez.”

En la primera partida de aquel bien llamado Match del Siglo, el retador intentó forzar una posición equilibrada y la sensatez del Campeón le concedió el primer punto. Al día siguiente, Fischer, molesto por la presencia de una cámara de televisión oculta abandonó el escenario y perdió por tiempo la segunda partida. Siempre he creído que Spassky al aceptar esta adjudicación, cayó en una trampa sicológica: esa ventaja obtenida por motivos formales le prestó a Fischer la coartada perfecta para continuar jugando sin presión, pues, en caso de no salir vencedor, le sería muy fácil justificar su caída. Al menos, los acontecimientos inmediatos justifican esta hipótesis, pues Fischer volvió al ruedo con un ímpetu tal que ganó las siguientes tres partidas, de manera que la ventaja inicial de Spassky se deshizo inmediatamente y ya no pudo recuperar la iniciativa a lo largo del match, que concluyó en la partida 21, con cuatro puntos de ventaja para el nuevo Campeón. Alguien, a manera de chiste, comentó entonces que se habían demostrado las leyes del materialismo histórico: el proletario de Brooklyn había derrotado al aristócrata de Leningrado.

Una vez alcanzada la cúspide, Fischer al parecer perdió la motivación que lo impulsaba y su lugar fue ocupado por un creciente temor a verse superado. Creo que ni siquiera Anatoly Karpov se hubiese dado por favorito en un match contra él, pero por fuerza no lograría perpetuar su reinado y prefirió dejar intacta su imagen de jugador invencible, para que fuese recordado como tal. Esta determinación suya nos privó sin dudas de un buen número de grandes partidas, pues el norteamericano, nacido en 1943, contaba a la sazón con 32 años.

Fue Fischer uno de los rebeldes geniales de Norteamérica, de la estirpe de Henry Thoreau, de Ezra Pound, de Mohammed Alí y de Ernest Hemingway. Todos los devotos de Caissa debemos rendirle tributo. I weep for Adonais – he is dead!.

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