jueves, 8 de mayo de 2008

Jugársela al Canelo (cuento), Luís Cino

Canelo era su único amigo en la unidad militar. Nunca había tenido un perro. En casa nunca le permitieron tener uno. Decían que
empeoraba su alergia.

Lo conoció en el comedor durante su segunda semana en Barbosa. Era un sato pequeño, rojizo, de cola trunca y mirada húmeda, siempre amistosa. Bastó una bandeja de comida para sellar la amistad. Esa tarde, Juan no tenía apetito y la comida sabía a humo. Canelo la necesitaba más.

Juan andaba por aquellos días tratando de adaptarse a su nueva vida como recluta. Lo invadía el desaliento. Trataba de idear formas de librarse de aquello. Se comportaba extraño. Andaba siempre de malhumor. Huraño, evitaba conversar. No le interesaban los temas que hablaban sus compañeros. Estos, a su vez, lo esquivaban por sus rarezas, como esa de conversar con el perro, besarlo en el hocico y hasta morderlo a modo de regaño.

Se lo perdonaban porque muchos más estaban como suponían que estaba él: filmando para que les dieran la baja del ejército. El gran obstáculo que enfrentaban era el sargento. Nada parecía asustarlo y menos conmoverlo.

-Yo no creo en numeritos ni locuras, ni me importa lo que digan papito y mamita. Conmigo hay que pulirla. El que no pueda cumplir con la disciplina de la unidad, que reviente. Esto es para hombres y revolucionarios. Los que no lo sean, que se atengan a las consecuencias- tronaba con acento oriental, la negra piel del rostro brillando por el sudor, caminando entre las filas de reclutas formados en el polígono, pendiente al menor indicio de resquebrajamiento de la marcialidad de sus subordinados.

Cualquier cosa valía para él en el proceso de formación de los reclutas. Lo mismo les ordenaba 60 planchas que recorrer trotando, ida y vuelta, bajo el sol del mediodía, los más de 4 kilómetros que separaban la unidad del pueblo más cercano.

Juan lo sacaba particularmente de quicio. Le molestaban sus rarezas y sus aires de superioridad. Hasta ahora había evitado chocar con el muchacho. Algo interno le decía que no debía chocar con él y eso lo molestaba todavía más. Pero lo del perro ya fue demasiado para él.

El sargento ahorcó a Canelo de una rama del árbol de tamarindo que sombreaba las letrinas. Cuando tiró de la soga, ya el animal estaba casi muerto.

Lo golpeó en la cabeza con un tubo luego que intentó morderlo. Al soldado que se negó a ayudarlo en la ejecución (alegaba que era hijo de San Lázaro), lo castigó y le dijo que él se cagaba en San Lázaro y todos los demás santos. Y añadió, dirigiéndose a los pocos reclutas que lo vieron:

-Díganle al jabao ese que se está haciendo el loco con el perrito, que fui yo el que lo maté. Que esto no es un zoológico ni un coño de su madre.

Juan regresó a las cinco de la tarde. Su grupo pasó el día cavando trincheras. Vio el perro ahorcado antes de entrar en la barraca.

-Fue el sargento- le dijo El Alemán. Se había quejado de Canelo varias veces y no quería problemas con Juan- Tremendo singao que es. Dijo que te dijeran que él mató al perro. Que él está mas loco que tu y no cree en tus números ni tus filmaciones.

Juan no se esforzó en disimular sus lágrimas mientras descolgaba a Canelo del árbol. Lo besó en el hocico, ahora seco, frío y manchado de sangre y baba. Luego, arrastrándolo con la soga, lo entró en la barraca, lo amarró al poste de su litera y se acostó sin quitarse las botas. Esa tarde no se bañó ni comió. Nadie se atrevió a decirle nada. Tenía algo extraño en la mirada.

El perro muerto atado con la soga lo acompañó la mañana siguiente a la formación. El sargento lo miró socarrón pero no dijo nada. Algo le seguía avisando que no debía hablar con Juan.

Al mediodía, Canelo comenzó a hincharse y a apestar. Juan se dirigió con él a rastras al comedor. Para alivio de sus espantados compañeros no entró. El no comía pescado.

Al atardecer, cuando volvió de cavar trincheras, no halló a Canelo atado a la litera donde lo había dejado.

-¿Dónde está mi perro?-preguntó en medio del pasillo.

-Juan, el sargento y el Bizco lo enterraron. Ya estaba apestando-le dijo El Alemán.

-Apestando están tus nalgas y nadie las entierra…

-Asere, no te pongas así conmigo, yo soy tu socio. No seas tan raro que yo lo que quiero es ayudarte…

-Raro es un negro con dos cabezas, Alemán.

Esa noche, Juan estaba de guardia en la garita que daba a la arboleda del fondo de la unidad. A las 10 de la noche, el sargento que hacía su recorrido por las postas, lo halló fumando, sin casco y sin camisa, encendiendo una fogata para espantar los mosquitos.

-Soldado, ¿Qué cosa es esto? ¿Qué coño pasa?

La primera bala le rozó la cintura. Juan le apuntaba con el M-52. El sargento no esperó para salir corriendo. Juan corría tras él disparando. Siguió tirando cuando se le perdió de vista en la oscuridad. No paró de disparar hasta que gastó los seis tiros del arma. Cuando lo desarmaron, no hizo resistencia. Sólo advirtió:

-Díganle al negro singao ese que se mude de unidad porque yo me lo echo de todas formas…

Lo llevaron en un jeep, custodiado por dos guardias armados, para el Hospital Naval. Allí lo entrevistó un siquiatra canoso, de voz cansada y mirada severa. Juan supo que ahora venía la parte más difícil.

El siquiatra lo interrogó durante casi una semana. Indagaba el por qué de su rechazo al servicio militar. Lo miraba a través de los gruesos lentes como a un bicho raro. No perdía pie ni pisada de sus gestos. Preguntó como eran las relaciones con sus padres y si tenía novia.

-Tengo novia, lo que no tengo es perro- y con la misma le echó el discurso que tenía preparado. Ya el médico estaba maduro. Juan se había estudiado al dedillo la parte que le interesaba del manual de Psiquiatría.

El doctor lo escuchó atento durante casi 15 minutos. Entonces le preguntó si en su familia o entre sus amistades había algún enfermo mental.

-No, doctor, pero yo no estoy loco…

-No, yo no he dicho que tú estés loco, sólo estoy pensando- dijo mirando hacia el techo, como si razonara a solas- en un caso de transferencia de personalidad…mira, yo no sé si tú estás loco, pero voy a recomendar tu baja. No podemos arriesgar tu vida o la de tus compañeros.

Juan recogió la baja en su unidad un mes después. El sargento, cuando lo vió cruzar la plazoleta, recordó que tenía algo importante que atender y se encerró en su barraca.

El jefe de la unidad, antes de entregarle el papel, miró a Juan a los ojos y masculló entre dientes:

-A mí, tú no me engañas. Yo sé que no estás loco, pero te salió bien. Te la jugaste al canelo y ganaste. Sólo que pudiste haber matado a una tonga de gentes aquí. Nada, Jabao, te la ganaste. Piérdete, anda, antes que yo me arrepienta y me limpie con lo que dice el siquiatra…

Juan condicionó a sus padres la continuación de sus estudios a que le permitieran tener un perro. Su alergia desapareció. De cualquier modo, la alergia era un mal menor comparado con cualquier disparate que pudiera cometer.

Desde hace más de 30 años, Juan tiene perro. A todos, invariablemente los llama Canelo, conversa con ellos y se despide cuando sale de casa con un beso en el hocico.
Fin, Arroyo Naranjo, 2006-09-18

1 comentario:

Anónimo dijo...

Luis, mágnifico cuento porque pone de manifiesto cuan ineficaz es ese maldito ejército. En una situación de combate, el sargento es la primera baja. En un cuerpo armado efectivo, esa situación se puede resolver de dos maneras: Jabao, reporte al dispensario del Batallón a las 800 horas de mañana. Se le toma una muestra de orina, se sella, se firma y se refiere a la instalación médica fija que sirve a la División, para análisis espectrográfico. Todas las enfermedades mentales pueden ser dignosticadas mediante el examen de la composición química de la orina. La otra manera, menos directa, pero más efectiva, desde el punto de vista militar, asignar al Jabao el deber de abanderado de la compañía, y cada vez que las tropas corran, canelo tiene que ir corriendo al frente con el banderín. Los pelotones se distribuyen el trabajo de cuidar al perro en semanas alternativas. Todos los soldados llegan a querer tanto al animal, que es como si fuera uno más de ellos. Todo el mundo contento. el Jabao, soldado y Canelo , mascota. La unidad efectiva y con la moral alta.