jueves, 22 de mayo de 2008

Osky atiende a las señoras (cuento), Juan González Febles

No era su primera vez en La Habana. Pero hasta el aire de la ciudad ponía flores en su corazón. Desde que realizaba los rutinarios procedimientos de inmigración, reconoció la agradable sensación en el bajo vientre que siempre la acompañaba en La Habana. Hasta en la piel sentía caricias que le prodigaba el viento, la atmósfera o quien sabe qué.

Nada en su natal Estocolmo la colmó de esta manera. Tenía 31 años y toda la independencia y la soledad del mundo. Era una médico internista y llegó por primera vez a La Habana, para conocer de primera mano al tercer mundo. De eso hacía tres años y algo más. Entonces lo descubrió. La miraba y ella reparó en sus manos. Eran bellas. Manos largas y finas en contraste con un físico salvaje. No se trataba del clásico físico culturista. Era un cuerpo delgado y fibroso de varón sin una gota de grasa. Las manos eran grandes. Tanto que fácilmente podría cubrir con una de ellas una vulva. La suya.

Esa primera vez, Birggitt le atendió con cortesía y afectación. Quedaron en verse al otro día en la tarde. Apenas se contenía de curiosidad. Cuando se encontraron, él le dijo que se llamaba Oscar, pero que todos, de forma cariñosa le llamaban Osky. Se sentía mejor cuando era llamado así. La tarde en su compañía se volvió mágica. Cenaron románticamente en el Barrio Chino. Birggitt embelesada apenas reparó en la miseria que la rodeaba. En todo caso se trataba de una bella miseria adornada por los miserables más simpáticos que había visto nunca.
Caminaron juntos por las calles oscuras de la ciudad y él, se apoyó en un inglés suficiente y poco académico, para mostrar los rostros desconocidos que escoge la felicidad de los diferentes para enmascararse.

Ella se hospedada en el Hotel Plaza. Dijo que quería beber un cóctel con él en la habitación y que escuchara una grabación de un grupo de folk rock sueco, en su opinión muy interesante… El dudó antes de responder que tendría que declinar la invitación.
-¿Pasa algo? -preguntó
- Es la policía. Me pueden acusar de “acoso al turista”. Yo soy rasta, rastafari quiero decir. Mis creencias son algo opuestas a lo que dice el gobierno. No sabes mucho sobre mi país. No es lo que ustedes las europeas piensan, hay mucho más que no eres capaz de imaginar…
- No te preocupes. Yo hablaré con la carpeta de hotel y no habrá problemas. Yo…
-Birggitt, -la interrumpió- aquí siempre hay problemas. Los negros somos el problema. Si somos rastafaris, entonces estás ante dos problemas. No estoy dispuesto a demostrarte en la práctica que tengo razón. El costo sería demasiado alto, al menos para mí…Yo soy negro y además rastafari. ¿Comprendes?

Lo comprendió todo de golpe. Hasta ese momento no reparó que en el hotel en que se hospedaba, no vio muchos empleados negros. De hecho, no recordaba ninguno y eso contrastaba con el hecho de que la calle estaba llena de ellos. Los había de todas las edades, sexos y apariencias. Ninguno parecía estar ocupado. Todos parecían andar desocupados. En grupos o a solas. Silenciosos o en animadas tertulias de esquina. De pie o sentados. Pero siempre demasiados, muchos. Quizás Osky tenía razón, pero no quería acompañarlo de noche a una zona de negros. Le dijo que se sentía cansada y quedaron en encontrarse en la mañana. Ella llevaría los CD y su cámara para retratar a la familia de Osky. El asintió con una sonrisa.

En vez de ir a su casa, que estaba en un sitio llamado “Juanelo”, fueron a la playa. Ese era un secreto profesional de Osky. A las mujeres: se las cansa primero.

Le hizo el amor en su lugar. Vivía en una barbacoa. Esto es, una pequeña buhardilla ubicada sobre el falso techo de una destartalada casa. La edificación era vieja, con más de sesenta años entre sus paredes y aunque originalmente fue de madera, en la actualidad tenía muchos implantes y remodelaciones en mampostería.

La barbacoa de Osky estaba decorada con afiches de Bob Marley y souvenirs sobre Jamaica. Tenía un afiche que representaba al emperador Haille Sellasie y elementos decorativos correspondientes a la secta rastafari. Hicieron el amor escuchando música reggae. Antes fumaron una marihuana muy especial cultivada por “Los Taranto”. Esta familia vivía del cultivo de la mejor marihuana que podía fumarse en Lawton, Juanelo, San Miguel y hasta el propio Diezmero.

Para Birggitt fue una experiencia iluminadora y definitiva. Le sería harto difícil regresar a los brazos de un blanco. No se trataba de especificidades anatómicas. Era médico y había visto mayores penes en Estocolmo. Se trataba de una filosofía para la cópula desconocida para ella hasta ese instante. Todo fue sensorial y figurativo. Osky le había hecho un amor total. Había conseguido hacerla sentir con cada pulgada de su piel. Cuando se lo hizo, sus sentidos no estaban completamente y del todo centrados en el sexo. Osky disfrutó la belleza de la mujer, la música, la magia de un momento irrepetible, alguna ensoñación y en una modesta porción del todo y finalmente, -por qué no- el sexo.

Comieron desnudos sobre el piso, con los platos en la mano. El menú consistió en espaguetis con carne de cerdo y cerveza. Era la receta cubana sin queso. Las cervezas las compraron en la playa. Volvieron a hacer el amor y a consumir marihuana y pasaron sin salir de allí tres días que se fueron sin que ella alcanzara a percatarse como. Disfrutó todo y cada parte. Ocasionalmente pensó en su cómoda habitación en el Hotel Plaza, pero lo desechó, nada tenía comparación con lo que vivía y recibía. Esa noche, fantaseó sobre llevarse a Osky a Estocolmo. Pero reparó que la suya era una familia inmensa y que él pertenecía allí. ¿Conseguiría encajar en el frío nórdico? ¿Se sentiría bien tan lejos del sol? No lo sabía y no quería hacer preguntas que comprometieran la magia que disfrutaba, le tocaba ser egoísta y lo sería. No preguntaría eso.

Hizo muchas fotografías. Lo retrató todo. Niños que le pedían “un fula”, paredes desconchadas, casas que se sostenían por puro milagro, rostros y árboles creciendo sobre azoteas o sobre el asfalto, perros y niños callejeros, mendigos y policías. Con cierto temor por los prejuicios de los latinos, le pidió a Osky que le permitiera retratarlo desnudo. Le prometió que nadie vería la foto. Sería un recuerdo muy personal. Cuando asintió, le retrató de pie y de perfil. Logró un excelente contraluz. Era una silueta que guardaba gran semejanza con las estatuillas de madera negra representativas de dioses o guerreros africanos. El contorno de la silueta, destacaba el pene, el cabello hirsuto y la rusticidad de una puerta: un fondo de pared agreste, necesitada de pintura y al final de la carrera, de amor.

A su regreso, le compraría un equipo para CD. Osky no tenía tan siquiera eso. Con el equipo traería además música folklórica rock de Suecia y se impuso además, hacerse de toda la colección de Bob Marley. Prescindiría de la marihuana, decidió que correspondía al trópico. No sería adecuado que un médico internista la fume en sus ratos libres. Al menos no en Suecia.

Al cabo de diez días maravillosos, regresó. Osky la despidió en el aeropuerto de Rancho Boyeros. Llegó hasta donde permiten llegar a los nativos. Hay controles y vigilantes para impedir que los naturales abandonen la Isla sin permiso. Cuba es el lugar encantador del que la mayoría de los cubanos quiere salir.

Osky vio a Birggitt alejarse y sonrió con nostalgia. Una buena mujer, conocía muchas. Tomará un taxi para salir de allí. Pero procurará que no sea uno del gobierno. Debe descansar y prepararse para Yukio.
Ella llegará en pocos días. Es japonesa, tiene 40 años y es abogada por allá por Yokohama en el Japón de Sony y Toshiba.

No saldrá de casa hasta ese momento. No quiere riesgos con la policía. La cosa está mala y el voltaje alto en las calles. Es el momento para ponerse a bien con Jah. Él le protegerá de tanto blanco hijo de puta y envidioso, de los chivatos y de toda esta Babilonia de comunistas y policías crueles. Porque lo envidian, lo envidian mucho y todo porque Osky, en La Habana, atiende a las señoras y lo hace bien.
Lawton, La Habana, 2007-06-09

1 comentario:

Anónimo dijo...

En el tiempo de la colonia, los españoles decían que todos los negros eran "mansos o cimarrones." Lo que ellos no sabían, ni saben, es que todos los negros llevan un cimarrón dentro.