jueves, 22 de mayo de 2008

Michel (cuento), Luís Cino


De haber sido hembra, le hubieran puesto Michelle, por la canción de los Beatles. Los dos querían tener una hembra. Son más bonitas y cariñosas, decían. Pero vino un varón. Largo, flaco y medio rubio. Como él. De todos modos, le pusieron Michel. Fue más fácil así. Michel es un nombre más conocido. Si hubieran tenido una niña, a la hora de inscribirla como Michelle, habrían tenido que deletrear el nombre para que, al escribirlo tal y como se pronuncia (era lo orientado) no faltaran las letras l y e.

Juanito era el tipo más fanático de los Beatles que he conocido. Más que yo, y eso es mucho decir. Para colmo, se llamaba igual que Lennon, así que Juanito se creía John y actuaba en consecuencia. Mala cosa ser fanático de los Beatles en aquella época en Cuba. Bastantes problemas nos trajo.

No le costó trabajo convencer a Marisela con lo del nombre del niño. No porque ella fuera muy aficionada a los Beatles, sino porque en aquella época, hacía todo lo que él le pedía. Era un tipo que hablaba de cosas raras, tocaba guitarra, cantaba en inglés y pintaba pesadillas en azul, pero eso la fascinaba.

Eran lindos en esa época. Ella tenía ojos verdes que daban vértigo. Él parecía una estrella del rock. Hacían una linda pareja. No quieras verlos ahora, son dos sombras grises. ¡Verdad que la vida es del carajo!

Se conocieron en una secundaria en el campo en Pinar del Río. Los dos tenían 20 años. Trabajaban allí como profesores. Él de inglés, ella de matemáticas. Ella quería ser bailarina, él pintor. No les gustaba el magisterio, pero en Décimo Grado no tuvieron otra opción que no fuera el Destacamento Pedagógico. La revolución necesitaba maestros, no había más que hablar.

La primera vez que hicieron el amor fue en una casa de curar tabaco. Era domingo y se habían quedado en la escuela de guardia. Marisela logró despegar a John de Alejandro. Era su mejor amigo, y también enseñaba inglés. Siempre andaban juntos. John creía haber encontrado a Paul. Se la pasaban componiendo canciones que invariablemente recordaban las de los cuatro de Liverpool, juntos o separados.

Después de almuerzo, Marisela logró tentarlo con el radio. Era un VEF, pero cogía bien la WQAM. Juanito agarró la guitarra y una botella de vino vietnamita y se fueron a la presa a matar la tarde y las ganas.

Luego, no se cuidaron de hacerlo donde y cada vez que podían. En la cátedra, el albergue, donde quiera. A Alejandro lo botaron por diversionismo ideológico y John puso sus barbas en remojo. Volvió a ser Juan. Por completo enamorado de Marisela. Cuando se casaron, ella tenía tres meses de embarazo. Se fueron a vivir con los padres de él, que de inmediato empezaron a buscar una permuta, porque ya no cabían en la casa.

Se mudaron de La Víbora para una casa más grande en Centro Habana, cerca del Malecón. Allí empezaron los problemas. Marisela se llevaba bien con su suegra, que decía que era una gitana y les seguía la corriente en todas sus locuras, pero la muchacha empezó a ponerse majadera con el embarazo. Dejó el trabajo. Los fines de semana, no soportaba ver a John pintando o tocando la guitarra. La mareaba y le ponía de mal humor la música que oía. Las visitas de Carlos, Luis y Alejandro la sacaban de quicio. Hablaban tanta mierda y ella con tantos problemas y necesidades sin resolver.

John, por su parte, descubrió que Marisela no lo entendía y que hablaba demasiado alto. El nacimiento del niño significó una tregua, pero duró poco.

Se separaron cuando el niño tenía tres años. Habían vuelto a mudarse para Marianao, siempre buscando una casa más grande. Pero ya la relación no daba más. Marisela volvió a casa de su madre, un cuarto con barbacoa en un solar de Lawton. John nunca dejó de darles vueltas y ocuparse de ellos hasta que se fue para Alemania. La RDA, claro, la comunista. Fue por un contrato del CAME. El niño tenía cuatro años y él había dejado la escuela.

Soñaba con traer una moto a su regreso. No pudo. Se tuvo que conformar con asomarse a otra vida. Para ello, tuvo que soportar un frío de pingüinos, aprender el alemán y trabajar en una fábrica como un esclavo. Del viaje, sólo le quedó un jean americano, un par de camisas, varios discos de rock y el recuerdo de una cena con velas y canciones de Neil Young, antes de irse a la cama con una chica de Berlín que no quería demasiado compromiso y menos con un cubano.

Cuando regresó, Michel había empezado en la escuela. Era un niño muy lindo y cariñoso, aunque la madre, cada vez que tenía una oportunidad, trataba de virarlo contra él.

Nos vimos poco en esa época. Vivíamos lejos y cada uno vivía su propia vorágine. Cada vez que nos encontramos, fue para contarnos desastres y darnos malas noticias. Como cuando supe que la madre de John había muerto. A cambio, le dije que me habían vuelto a botar del trabajo y me había divorciado otra vez. Íbamos en bicicleta y nos encontramos en Ayestarán.

La casa de Marianao no le trajo suerte a John. Hay casas así, que sólo traen salación. Allí murió su madre. Fue de repente, del corazón. Luego, su padre empezó a perder la mente. Se escapaba porque decía tenía que reunirse con el Comité Central. Por momentos, tenía breves chispazos de lucidez. Decía entonces cosas profundas y con mucho sentido. Pero sucedía sin antecedente lógico, fuera de contexto y justificación. Tuvo que ingresarlo en un asilo. Con el trabajo, John no tenía tiempo para atenderlo.

Por entonces, John tenía una mujer en Párraga y casi nunca estaba en casa. Michel ya tenía 19 años y empezó a pedirle la casa para llevar a alguna novia. A John no le hacía mucha gracia, pero sabiendo como son las cosas a esa edad, accedía a regañadientes. Sólo ponía como condición que no le tocaran sus cosas, especialmente sus pinturas y los discos. Al principio, no hubo problemas. La música y los cuadros eran lo que menos le interesaban a Michel.

Los líos empezaron cuando se encaprichó con una de las novias. La muchacha empezó a meterle en la cabeza que por qué no podían quedarse a vivir allí.

Michel lo habló con John. Este le explicó que él usaba la casa en sus ratos libres para pintar sin que nadie lo molestara. Los cuadros los vendía luego en la plaza de la Catedral. En casa de su mujer no tenía tranquilidad para pintar. Los muchachos podían usar la casa, pero John no iba a renunciar a “su espacio para crear”, como él decía.

-Fue un egoísmo suyo. John siempre fue muy egoísta. Sólo pensaba en él. No lo perdono, coño. Yo lo quiero ver hecho tierra - me dijo Marisela cuando me contó lo que pasó.

Entré a comprar cigarros en un bar de La Víbora y la encontré acodada en la barra. Los ojos, que ya no eran del mismo verde, nublados por el alcohol. La acompañaban dos tipos y una mujer, más borrachos que ella. Marisela quería convencerlos de que se tiraran las cartas con su madrina.

-Eso es lo primero que tienen que hacer si quieren quitarse el ossobbo- decía cuando logré escabullirme.

No sé que más hecho tierra quería Marisela ver a John. Cuando lo volví a ver, parecía un fantasma. Su voz era otra. Estaba flaco, canoso y las muecas torcían su rostro. Una cicatriz cruzaba su frente. Fumaba como un condenado y las manos le temblaban. Se rascaba con furia. A veces, se sacaba sangre con las uñas. Tenía erupciones en la piel que el médico atribuía al stress.

-Todo fue por culpa de la puñetera chiquita- me dijo- Quería quedarse con la casa. Le metió la idea en la cabeza a Michel. Estaba metido con ella como un perro. La madre también tuvo su parte. Desde niño, siempre le habló mal de mí.

-Aquel domingo discutimos duro. Yo estaba en el patio arreglando la bicicleta. Michel estaba muy alterado, parecía otro. Me dijo que teníamos que hablar antes que regresara su novia. Quería que le dejara la casa o que la permutara por dos para que le diera una a ellos. Cuando le dije que no, que por esta casa vieja lo que íbamos a conseguir era dos cucuruchos, y que no sabía si un día mi mujer me botaría, me dijo que yo era un egoísta, que nunca me había preocupado porque él viviera toda su vida en un solar. Nos fuimos acalorando. Él nunca me había hablado así. Empezó a gritarme que yo era un hijo de puta y un singado. Me cegué y le fui arriba. Agarró la llave de extensión y me golpeó con ella en la cabeza. Todo fue muy rápido. Perdí el conocimiento. Él pensó, cuando vio la sangre, que me había matado. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue a Michel colgado de una soga en una esquina del patio. Corrí dando tumbos hasta el árbol para zafarlo, pero ya estaba muerto…

Michel tendría ahora unos 28 años. No quiero acordarme del asunto. No me gusta encontrarme a Marisela o a John. Por suerte, hace años no los veo. ¿Qué coño puede uno decirles?
Arroyo Naranjo, 2007-12-24



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