jueves, 15 de mayo de 2008

ARTE Y LITERATURA, Dignidad humana, (cuento) Wilfredo Vallín Almeida


El periodista le miró fijamente a los ojos. El negro, muy viejo ya, con el ensortijado pelo blanco en canas, algo encorvado por sus muchos años, con sus largos pero aún musculosos brazos, que aún denotaban que éste hombre había sido un soberbio negro mambí, caídos a ambos lados de su ya cansado cuerpo, sostuvo la mirada de uno de los dos jóvenes blancos que habían venido a verlo. Uno de ellos era alto, enjuto, de cabellos negros. No tendría más de 30 años y era el que llevaba la voz cantante. El otro era de mediana estatura, rubio y usaba espejuelos. Tenía la cara llena de pecas y sonreía todo el tiempo
- Somos periodistas del Diario de la Marina – dijo el alto. – Mi nombre es René.
- Yo soy Rodrigo- expresó el rubio.
Y le extendieron las manos.
El negro, un poco turbado y con cierto desconcierto en la voz. Les dio la mano.
- Yo soy Benito.
El periodista flaco y alto, de nombre René, prosiguió.
- Nos dijeron que tú, Benito, lo conociste personalmente. ¿Es cierto?
El negro entornó los ojos como si recordara. Su pensamiento voló lejos, muy lejos. Si, habían pasado muchos, pero muchos años… pero, ¿cómo olvidarlo?...
Claro que si lo recordaba… y mucho.
Benito volvió a abrir los ojos, ahora para decir.
- Si, si me acuerdo de Él.
Los periodistas cambiaron entre si una mirada de satisfacción. ¡Al fin habían encontrado a su hombre!
- ¿Podemos sentarnos? – inquirió el rubio pecoso.
Benito asintió con la cabeza e hizo un gesto para que le siguieran. A paso lento, arrastrando un poco los pies, los condujo hasta una mesa con sillas en el anchuroso pasillo a un costado del edificio “Hogar del Veterano” que era ahora su morada definitiva, y se sentaron.
El periodista flaco y alto retomó la palabra.
- Mire, Benito, el problema es que el Diario nos encargó hacer un trabajo sobre Él por la conmemoración que se avecina, Ud. Sabe, el próximo día 19 de mayo. Se ha escrito mucho sobre eso y Rodrigo y yo queremos, esta vez, hacer una cosa distinta. Por eso estamos aquí. Ya han pasado muchos años y quedan muy pocas personas vivas que lo conocieron personalmente…usted es uno de ellos, nos dijeron.
El negro Benito no dijo palabra, sólo asintió con la cabeza.
- Pues bien – esta vez habló Rodrigo - ¿lo oíste hablar entonces algunas veces?
Benito volvió a asentir una vez más.
El flaco alto volvió a la carga.
- Hay algo que yo nunca he podido comprender y es ¿cómo podía entenderlo la gente llana que le oía…?
Benito lo miró como quien no entiende.
- Si Benito… es decir, mire usted y nosotros mismos. Por ejemplo, nosotros somos periodistas, gente “estudiada” ¿usted me entiende? Somos gente “leída” y aún así, a veces nos cuesta mucho trabajo
Entender lo que él dice en sus escritos, en sus discursos….
Ahora tomó la batuta Rodrigo.
- Si, y sin que usted se ofenda. Sabemos que Ud fue cimarrón y que antes era esclavo. Sabemos que se fue al monte, a la guerra, pero que Ud nunca pudo aprender a leer y a escribir. Entonces, si a nosotros nos cuesta trabajo entenderlo, ¿qué entendía Ud cuando el hablaba, acaso….?
No pudo continuar pues René le interrumpió.
- Mire Benito, por ejemplo, está lo que dice éste libro- y sacó uno de un portafolios que llevaba. Buscó presuroso una página que tenía un marcador, y leyó ávidamente.
- “Pero cuando habló Él, todos los presentes comprendieron por qué aquel hombre nuevo para la mayoría de ellos, era mirado con tanto respeto por los generales. Un joven recluta ha comparado su estado de ánimo oyéndolo aquella mañana, a la de los judíos al escuchar a Moisés en el desierto y todos, todos sin excepción comprendieron por qué, en el principio era el verbo”.
El periodista alto y flaco, de nombre René, detuvo la lectura, alzó los ojos y volvió a mirar al viejo negro, esclavo, cimarrón e insurrecto tres veces, con mirada penetrante, pero el negro no pareció experimentar nada ante aquella lectura. Su rostro y su mirada parecían distantes, muy distantes…
- Benito, por favor, ¿cómo lo conociste?
Ahora, en el rostro de ébano apareció una suave sonrisa.
- El Viejo me puso a cuidarlo, mi “yijo”.
- ¿El Viejo? , ¿Te refieres al general Gómez?
- Si – respondió Benito.
-Entonces, ¿eras como un guardaespaldas? – inquirió René.
- ¿Cómo qué….? Frunció el ceño el exesclavo.
- O sea, que tu deber era que no le pasara nada- terció Rodrigo.
- Así mismito e – rezongó el negro viejo.
Rodrigo fue a decir algo, pero René no lo dejó, adelantándosele.
- Entonces Benito, ¿tu estuviste en Tampa con él y los tabaqueros?
Una vez mas el negro entrecerró los ojos y sonrió como quien recuerda algo hermoso o grato.
- Si mi “yijo”. Pero no solo allá en el calorcito del sur, sino también taba con Él en el frío de “Niu Yor”.
- Benito – intervino nuevamente el joven pecoso- por favor, cuando Él hablaba, explícanos, ¿qué tu entendías?
El negro guardó silencio largo rato. Después respondió.
- Na ni na
- Claro y, de nuevo, no te ofendas pero para nosotros también a veces es difícil todas las definiciones y conceptos que solía utilizar “zascandil”, “augusta”, “fruición”, “decoro” “dignidad”.
- Dinida, dinida – repitió quedo el anciano venerable – El decía mucho “dinida”, “dinida”.
-Benito – pidió René - ¿te acuerdas de la vez que ustedes estuvieron en el Liceo cubano de Tampa?
Eso fue el 26 de noviembre de 1891. Se que hacen mas de 30 años de eso, pero ¿acaso recuerdas algo de ese día?
- Tampa, aque día…. si, hace mucho tempo mi “yijo”…pero todavía me cuerdo, ¡que cará! ¡claro que me cuerdo!”
- Entonces, ¡cuéntanos Benito, cuéntanos!
Palmoteó el más joven de los periodistas, mientras Benito le miraba las pecas como si estuviera contándoselas.
- Que le cuente ese día…. ese día – y una vez más la mirada del viejo guerrero pareció perderse en lontananza… y Benito recordó.
Las naves donde los torcedores de tabaco trabajaban en el Cayo (como le llamaba los cubanos) era grandes y espaciosas pero hoy las mesas y los bancos no estaban en su lugar de siempre sino que las primeras se habían arrinconado en un ala del salón y los segundos habían sido colocados unos tras otros, en hileras como los asientos en un teatro.
Había mucha gente allí dentro: mujeres, hombres y niños. Las féminas con un recrujir de almidón de sus amplias enaguas, ataviadas con sayas y blusas y otras con vestidos enteros en los cuales predominaban tres colores: blanco, rojo y azul. Los hombres de levita, sombrero de hongo y leontina, los niños en pantalones cortos y botines, todos vistiendo sus mejores galas.
Todos hablaban a la vez, reían. Aquí un hombre saludaba a una dama quitándose el sombrero. Allá dos amigas se abrazaban alborozadas. Acullá, dos señores se estrechaban la diestra calurosamente.
De súbito, alguien pidió silencio y rogó a los asistentes que tomaran asiento. A pesar de las dimensiones del local, muchas personas, hombres en su mayoría, permanecieron de pie a falta de localidades.
El hombre dio uno o dos pasos para acercarse más a los que estaban sentados, separándose, al hacerlo, de cuatro o cinco personas que quedaron a su espalda. A su derecha alzabase un podio, púlpito o tribuna al que llevaba una pequeña escalera de cuatro o cinco escalones. Al lado de esta plataforma, un asta con una bandera cuyos colores eran los mismos que los de la mayoría de las ropas que las asistentes llevaban en aquella velada memorable.
- Señoras y señores- dijo dirigiéndose al público- sin más, daremos la palabra de inmediato, a nuestro invitado, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano.
Todos se pusieron de pie y una salva de aplausos restalló profusamente. Una figura destacó de entre las cuatro o cinco personas que habían quedado detrás del presentador.
Para Benito era simplemente Él, con sus profundas entradas en la amplia frente, su mirada profunda, su andar vivaz, su eterno traje negro.
Como otras muchas veces antes, Benito lo vio subir a la tribuna, tranquilo, sereno. A su lado, una leve brisa movió la bandera que pareció querer envolverlo en ella.
Benito ya sabía de antemano lo que ocurriría. Pausadamente, el hombre de la frente amplia empezó a hablar, con entera certeza de quien sabe y tiene sentido de los variados resortes que mueven el alma humana.
La sala, absorta, como encantada parecía sentir lo que Benito sentía cada vez que escuchaba hablar a aquel hombre ante otros muchos. Y, de súbito, el hombre de negro y la bandera que se mecía tras el gracias al aire que entraba por las ventanas y que parecía servirle de telón de fondo pareció tornarse el lamento de la Patria no tenida mientras el orador dejaba escuchar su voz.
“Yo amo con pasión la dignidad humana… de tal manera necesitan los pueblos del concepto de dignidad, que hasta conviene herirla para darles el placer de defenderla….-
En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que llevan en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que rebelan con fuerza terrible contra los que le roban a los pueblos su libertad, que es robarle a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana….”
- Mi “yijo”, cuando Él hablaba ni yo ni no mucha persona entendíamos na- la voz del negro, se sentía ahora rajada- pero al finá toos teniamo gana de llorá.
Los jóvenes periodistas permanecieron en silencio, no queriendo perderse una sola palabra de quien había conocido, en persona, al Maestro. El anciano veterano prosiguió.
- A rato de escuchá, la que parecía hablá era cubita la bella la misma, no era su mercé, era Cuba esclavizá.
El negro volvió a hacer silencio y René y Rodrigo comprendieron por la expresión de su rostro que Benito estaba escuchando de nuevo al más grande los hombres nacidos en esta Isla:
“Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre…o la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por si propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás, la pasión en fin, por el decoro del hombre, - o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos…”
Ahora los ojos del negro-historia estaban llenos de lágrimas y los periodistas se miraron sin saber que hacer ni que decir.
El más joven, Rodrigo, el pecoso, intentó balbucear algo para sacar al negro viejo de los sentimentales recuerdos que evidentemente le embargaban.
- Bueno, si… el hablaba mucho de la dignidad… era un tema recurrente en él… Dicen que una vez en Hardman Hall, en Nueva York….
Pero Benito, no lo oía. Su mente se había desplazado a otro momento, a otra vivencia. Habiendo sido herido él mismo, no había estado junto al Maestro ése fatídico 19 de mayo de 1895. ¡Si Benito hubiera estado allí… quizás todo hubiese sido distinto!... Pero no estuvo.
La voz de René lo sacó de sus meditaciones.
- Rodrigo, es claro que Benito no podía entender el concepto de dignidad axiomático del Maestro….
Con dificultad, el negro viejo se puso en pie. Dos gruesos lagrimones le corrían por las mejillas.
- Mi yijo…. Alomejó yo nunca entendí eso de la dinidá que Él decía…. Pero no me hace falta pué lo conocí a Él… y pa mí la dinidá umana… era el mismo.
Y se alejó con la cabeza gacha, mientras lo veía y oía hablar….de nuevo.
La Habana, 12/05/2008

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