Marianao, La Habana, agosto 14 de 2008, (SDP) Ha comenzado en China el magno evento que confronta cada 4 años a los mejores atletas del mundo. Desde 1976, los cubanos disfrutamos de una buena cobertura televisiva, consecuente con los recursos que el Gobierno le asigna a la esfera deportiva, un campo donde efectivamente pueden codearse con los países desarrollados y obtener algunas victorias, impensables en la era republicana, cuando el Estado no disponía de los medios económicos imprescindibles para financiar el deporte de alto rendimiento. Entonces, los presidentes debían contentarse con patrocinar gallos de pelea; los conocedores aún reconocen la excelencia de los canelos de Mendieta y los pintos de Zayas.
Aunque la mayoría de los cubanos gustan de estas lides, no todos coinciden en el aplauso cuando sus compatriotas ganan o van ganando. El grado de identificación con la política del Gobierno lleva a más de uno a desear que pierdan, con tal de no escuchar la habitual algarabía de los medios oficiales, celebrando un éxito histórico más de nuestra etc. etc.
Sin embargo, tanto los partidarios como los adversarios de la voluntad oficial, coinciden en hacer una lectura exclusivamente política del deporte y, así, lo gozan o lo sufren alternativamente. No son estos quienes se angustian, sino aquellos, pocos o muchos, que procuran ver al deporte con ojos no perjudicados por la pasión política. Reconozco que para los cubanos de hoy esta objetividad resulta muy difícil. Lo comprobé durante el primer clásico que en la primavera del 2006 enfrentó a los seleccionados de los países donde se juega el mejor béisbol del mundo. Yo me encontraba visitando a mi hijo en Pembroke Pines y pude presenciar los juegos por la Tv. sin el habitual acompañamiento patriótico de nuestros narradores. A cambio, me tocó lamentar la deplorable exhibición de malinchismo que corrió a cargo de algunos comentaristas radiales del Exilio quienes, casi sin excepciones sufrieron cada una de las victorias de la novena cubana. No obstante, no puedo asegurar que, de encontrarme entonces en Cuba, yo mismo no hubiese compartido parecidos sentimientos, con tal de no coincidir con la voluntad del Poder.
Ahora bien, estas emociones del espectador no resisten comparación con las angustias que experimentan tanto atletas como entrenadores. Se dice y se repite que la competencia es la gran fiesta olímpica, y seguramente esto es así para la mayoría de los deportistas que concurren y participan, de acuerdo con el ideal del Barón Pierre de Coubertin, satisfechos de competir en buena lid. Para los jóvenes atletas cubanos esta afirmación carece de validez. Ellos no acuden a una fiesta, ni siquiera a una noble emulación deportiva: ellos están en una guerra, la cual van a librar inspirados en grandes contiendas de antaño, dispuestos bajo juramento a retornar con el escudo o sobre el escudo.
A esto se une el hecho de que deben evitar, como espartanos de pura sangre, el codicioso asedio de los mercaderes fenicios, quienes pretenden seducirlos con ofertas tentadoras para que desarrollen sus excepcionales talentos en los escenarios internacionales. Aquí se concentra la responsabilidad de entrenadores y dirigentes, quienes tomaron la decisión de seleccionarlos y responderán después por la conducta de ellos. Pienso que la zozobra de estos personeros no cesará hasta que el aeroplano vuelve a posar su tren de aterrizaje sobre el asfalto de Rancho Boyeros, y los compadezco.
Volviendo a los atletas, sobre todo los más sobresalientes, de quienes se espera la obtención de medallas de oro. Salvo excepciones, los vemos competir con el rostro cargado de tensión y, si caen vencidos, aceptan la medalla de plata como si les estuviesen dando un pésame. Los comentaristas y la prensa oficial han comenzado a reconocer que obtener una medalla olímpica, de cualquier color, ya es un gran mérito, pero los deportistas saben que, en el fondo, han fracasado pues el oro es lo que cuenta a la hora de la clasificación por países, que tanto le interesa al Estado cubano. Por eso, acabamos de ver, llorando como toda atleta cubana derrotada a la joven cienfueguera Yanet Bermoy después de obtener la presea plateada, pues, como ella misma dijo, lo que se esperaba de ella era el oro.
No puedo evitar referirme al equipo de béisbol que es, junto al de boxeo, de los más seguidos por esos malditos fenicios, dada la proverbial calidad de los peloteros criados en Cuba. La selección nacional juvenil regresó incompleta del torneo mundial en Edmonton, Canadá. Ya el más autorizado Comentarista ha sugerido que no se acuda más a esa norteña ciudad, a la que calificó de basurero. Aparte de eso, circulan rumores acerca del éxodo veraniego de varios jugadores jóvenes, quienes se habrían trasladado más bien por cuenta propia hacia La Florida. Cuando comience la próxima Serie Nacional podremos confirmarlos, pues brillarán por su ausencia en el jardín central o en la tercera base, mientras los inveterados narradores fingen olvidar que alguna vez existieron.
Esta situación, exclusiva de nuestro equipo, pone a los dirigentes ante la necesidad de evaluar más que al pelotero, al hombre. Es comprensible que las figuras ya establecidas sean muy difíciles de desplazar, pues se trata de hombres ya probados por su lealtad, virtud a la que hay que añadir el hecho de que sus respectivas veteranías ya los clasifican para los caza-talentos como descartes. Cuando estos riesgos calculados fallan, y el equipo pierde, alguien tiene que pagar el desastre: luego de la derrota en Australia, ¿Qué se ha hecho de la vida del manager Servio Borges?
Habría que preguntarles, por ejemplo, al entrenador de boxeo Pedro Roque y al Director del equipo de béisbol, Antonio Pacheco si les parece una Fiesta esta Olimpiada. Por mi parte, prefiero seguir cultivando un piojo en mi corbata, a la manera del gran poeta Nicanor Parra.
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