jueves, 28 de agosto de 2008

“Este es el año mas caluroso de la historia”, (cuento), J.J. Almeida


Antes no podía narrar esta historia porque alguien me hubiese mandado a callar. Ahora las cosas no son tan diferentes; pero obviando intensos pedazos ya se la puedo contar.

Yo nací en un caserío cerca de un pueblito que no aparece ni en el mapa de mi provincia por lo que divertirme sólo era casi una costumbre. Hoy existen los ataris, las computadoras y los play stations; pero antes la moda era otra. Con esto no digo que las cosas fuesen mejores ni peores, solo eran diferentes.

Cada vez que salía del colegio mi padre me llevaba primero a su casa donde vivía con la tía Asunción. En cuanto cruzábamos la puerta revoloteaba a mi lado complaciendo mis caprichos porque ella era como una mariposa. Entonces mi padre, como en una película grabada, siempre decía lo mismo: “Este es el año mas caluroso de la historia”.

Luego se quitaba el sombrero y lo abanicaba para refrescarme. Yo no sentía tanto calor; pero disfrutaba mucho sentir la brisa de su sombrero con olor al sudor de su cabeza.

Después de tomar sopa de pata de gallina, que así se llamaba pero era de gallina entera, papá me montaba en las ancas de su caballo, me llevaba al río, me bañaba y silbando me dejaba en casa, la casa de mi madre que estaba puerta con puerta con la de él.

Mis padres se llevaban muy bien pero siempre vivieron separados o al menos así lo recuerdo porque no hay fotos que demuestren lo contrario. Desde que yo era muy niño mi padre vivía con Asunción y yo con mi madre que al parecer por miedo dormía con la tía Nora que era tan femenina como un tractor. Nora me enseñó a empinar cometas, a bailar el trompo y a jugar al boxing, también conocido como el juego de las trompadas. Pero de todos los entretenimientos mi preferido era correr descalzo y en calzoncillos bajo la lluvia.

En la escuela aprendí a leer; pero mi madre, que conocía todos los cuentos del mundo, pasaba horas inculcándome la pasión por la lectura para que yo también supiera contar historias. No me podía quejar, crecí con tanto cariño porque no existía en la tierra más amor para entregarme. Mi padre, mi madre y mis dos tías madrastras.

Como todos los niños del campo mi primera novia fue Carmencita, la gallina pinta de mi padre que hasta me celaba y se entregaba contenta a mis constantes pruebas de amor. A veces me avergonzaba que alguien sospechara sobre mi secreta relación, muchos se preguntaron por qué aquel animal se alborotaba tanto al verme. Pero nada, digamos que fue una relación intensa y fugaz que terminó en la cazuela. Compartir a Carmencita en una cena de noche buena fue de los primeros buches amargos que tuve que disfrutar.

Los caseríos pequeños siempre son muy solidarios, todos son como familia y se saben hasta el condimento con que cocinan. Al principio me molestaba cuando mis amiguitos se burlaban de mi porque decían que mi madre era lesbiana y usaban una palabra que no quiero repetir.

Pero luego dejó de preocuparme porque me enteré que la tía Nora había sido tía de casi todos en el pueblo. Hoy creo que talvez lo que sentían era envidia por no tener una tía tan genial como la mía.

Por un tiempo, no se como, la familia creció, vino a vivir con nosotros la tía Julia y llegaron a ser tres sobre la cama de mi madre. Pero solo fue una tía apasionada y efímera como mi amor por Carmencita.

La tarde mas feliz de mi vida fue el día en que decidieron tumbar la pared que separaba las casas de mis padres y la convirtieron en una enorme casona. A partir de ese momento todos vivimos juntos pero no revueltos. Me encantan las familias grandes aunque muchos no se cansaron de repetir que yo crecería aberrado y traumatizado.

Nada de eso, los criticones estuvieron totalmente equivocados, o como se dice en el campo: se cogieron el dedo con la puerta. De mi madre aprendí el gusto por los estudios, los cuentos, las artes y sobre todo aprendí a desoír el que dirán de los intrusos. De mi padre heredé el apego al trabajo y la tolerancia. De la tía Nora recibí la afición por los deportes, por la naturaleza, y aunque no pocas veces he atrapado algún resfriado, correr desnudo bajo la lluvia sigue provocando la misma sensación de libertad. Y qué decir de mi encantadora Asunción, de ella vino a mi la bondad, la delicadeza, la espontaneidad y el gusto por la guitarra porque en mi palacio feliz todas las tardes se daban canturreos alrededor de una refrescante jarra de jugo de limón endulzado con la miel del panal de las abejas que permanecían en el almendro del patio.

Un domingo cualquiera y caluroso llegaron a nuestro palacete una pareja de personas que se identificaron mostrando carnés. Se sentaron todos en la sala, me mandaron a salir como cuando se hablaban las cosas de mayores y comenzaron a susurrar. Por momentos escuchaba la voz de mi padre discutir, y atraído por la curiosidad me dediqué a espiar. Nunca antes había visto a mi padre pelear como una fiera, aquel hombre que nunca levantó la voz y solo tenía sonrisas para nosotros, estaba como poseído hasta que en un arranque de ira exigió a los invasores que abandonaran su hogar. Y no era para menos, aquellas personas estaban en nuestra casa cuestionando mi educación y la moral familiar. A partir de ese momento mi padre se convirtió en una especie de héroe clandestino que todos respetaban en silencio y criticaban en público; pero ese día también comenzó nuestro calvario. Todas las mañanas amanecían carteles de: “lárguense”. Y en las noches reventaban piedras o huevos contra nuestras ventanas.


Por razones de seguridad me enviaron a vivir a casa de mis abuelos maternos y entonces descubrí una familia que no sabía ni que existía. Personalmente no tengo quejas de como me trataron; pero cada vez que hablaba sobre mi madre se cambiaba el tema hasta que una voz indiscreta me contó que a mi madre la botaron de esa casa por su “escandalosa” preferencia sexual. Esa casualidad me hizo entender el verdadero significado de la palabra lesbiana, antes me molestaba porque solo quería decir bicho raro; pero ahora no entendía como se podía cuestionar, criticar, juzgar o avergonzar a una persona por un gusto: “a mi me gusta la leche y nadie me llama ternero”. Pero además, todos los que tanto criticaban estaban sucios por dentro, empezando por el abuelo que constantemente engañaba a la abuela con la esposa de su viejo amigo Benito.

Allí pasé poco tiempo, el suficiente para conocer las mentiras, hasta que una madrugada de abril de 1980, con el termómetro en rojo vivo mi padre pasó a recogerme y sin preguntar nos fuimos a La Habana. Viajamos en una especie de transporte militar donde casi nadie se conocía y solo compartían temerosas miradas de complicidad. Mis recuerdos son muy confusos, nos quedamos en una calle oscura y corrimos como ladrones hasta cruzar la cerca rota de un hervidero al que llamaban embajada de Perú.

Afortunadamente el ser humano tiene la capacidad de borrar las cosas feas porque lo que allí pasé fue horroroso, como horroroso fue lo que sucedió después porque sin proponérmelo vine a parar a Lima, una ciudad que con su belleza me atemorizaba.

Muchos años han pasado, algunos han podido salir de aquí y los más afortunados simplemente fallecieron. Yo sigo esperando el milagro en una ciudad donde casi nunca llueve, porque si al menos lloviera podría correr desnudo para tratar de olvidar.

Pero no. Nosotros, los que abrimos las puertas de lo que luego fue el éxodo del Mariel hoy somos los más olvidados, los indeseados y los que mendigamos un poco de su atención sin protagonismos. Ayúdenos, no queremos morir en la miseria y el desamparo, sepa que en las noches de nostalgia, aquí en el sur, hay familias cubanas cantando la Guantanamera, y rezando para que este año sea el mas caluroso de la historia.

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