jueves, 14 de agosto de 2008

La vida loca (cuento) Juan González Febles


Lo más difícil fue la carta de invitación. Bueno, lo más difícil en realidad fue fumarse a Doña Andrea. ¡Que gallega más fea! ¡Pal carajo! Con tal de irme soy capaz de hacer cualquier cosa. Hasta jamarme a Andrea y decirle que es bella. Cuando miro atrás, pienso que todo pudo ser distinto. Es una forma de consuelo. Pudo ser distinto para otro, lo que es para mí, no lo creo.

Tuve una vida complicada con cojones. No supe o no pude hacerlo mejor. Se me fue la juventud simulando. Luchando por tonterías. He hecho una cátedra a partir de eso de cometer errores y acumular experiencia. Total, la experiencia no sirve de nada, porque pocas veces algo se repite para que puedas aprovecharlo.

Algo queda. Siempre queda algo bueno que recordar. Aunque sólo sea lamentar haberlo perdido. Mi mejor y mi peor época fue en los 70. El primer obstáculo fue el nombre. Llamarse Carlos Díaz Rubí en Cuba no era fácil. Debía vivir con unas iniciales que se leían: CDR. ¿Se dan cuenta? Lo resolví siendo Charly. Maritere lo mejoró, me bautizó como Charly Di, decidí llamarme así y olvidarme del Díaz y también del Rubí. Cuando aquello estudiaba en el Pre del Vedado. No la pasé mal.

La vida ya era complicada en aquel momento. Había que cuidarse mucho. Estar atentos para aplaudir. Seguir la corriente política y no señalarse. Eso, para concluir los estudios con una graduación sin contratiempos. Aparentar estar convencido y mostrar preocupación por la consigna en boga. Así nos adaptamos a vivir.

En aquellos años 70, nadie concebía que una mujer estuviera tan buena y además tuviera carro. Estudiaba Lengua y Literatura Hispánica, andaba por el cuarto año al igual que yo.

Era muy seria o al menos eso pensamos. No hablaba con nadie. Llegó con un traslado de la Universidad de Oriente. No era palestina pero vivía por allá. Se casó con un peje gordo del gobierno y lo enviaron lejos de castigo. Lo supimos por la FEU. Ellos al igual que los de la UJC, siempre estaban al tanto de la vida de los demás.

La bautizamos “Colirio”. Lo hicimos porque sólo mirarla refrescaba la vista de cualquier varón. La esperábamos para verla llegar. Descendía de su auto y caminaba hasta la entrada derrochando toda la sensualidad que podía esperarse de una hembra.

.En aquel momento existían pequeñas compensaciones.
Era permitido el hospedaje de nacionales en los hoteles de todas las categorías. Esa era nuestra “ventanita al mundo”. La escapadita furtiva a la mundanidad, al execrado cosmopolitismo burgués. En el Hotel Habana Libre, era posible tropezar con Mario Benedetti, Gabriel García Márquez o con Roque Dalton. Eran asequibles. Como si se prepararan para el populismo del siglo XXI.

El de mejor memoria entre todos fue Roque Dalton. Era un poeta excelente que dejaba saber a cada mujer hermosa que conocía, que entrenaba para guerrillero. Se sentía más a gusto con el aura de violento, que con el arpa del poeta. Años más tarde, pagaría con creces su error.

Noches más o menos, se disfrutaba de excelentes recitales de “canción protesta”. Estos tenían lugar en una atmósfera informal y distendida en el Parque de los Cabezones, en la Universidad de La Habana. A pocos metros de la legendaria escalinata.

Allí se escuchaba de estreno lo más novedoso del repertorio de Silvio Rodríguez y Noel Nicola. Pablo Milanés no era muy asiduo y había otro trovador que aun no estaba decidido sobre si sería cantante o policía.

Nos creímos cosas y nos tomamos muchas libertades. Abusamos del privilegio dudoso de la ingenuidad. Queríamos discutirlo todo y además criticar. Nos atrevimos a hacerlo en ocasiones hasta con el propio Fidel Castro. Hubo casos en que no pasó nada, otros pasó demasiado: algún arresto y alguna expulsión.

Pasaron muchos años antes que supiéramos que la Seguridad del Estado, específicamente su Contrainteligencia lo filmaba y lo grababa todo.

Éramos jóvenes, a nadie le importó en aquel momento. Nunca nos pasó por la cabeza que estuviera sucediendo.

Un miércoles tedioso, no me quedó más alternativa que asistir a la clase de griego. Esta clase sólo tenía una arista agradable: la profesora. La gorda y buena profesora de griego, que no siempre fue así. En su juventud fue una bella mujer. Se decía que amó y fue amada con pasión. En su madurez, era tolerante, comprensiva, tierna y dispuesta a proteger. Decía con insistencia: “suspende la vida, yo sólo preparo”, este era su mantram protector.

Aprovechando una tan conveniente filosofía, aunque tarde, me escurrí en el aula en el momento en que escribía en el pizarrón, de espaldas al alumnado. Ocupé el asiento libre que me quedó más cerca. Quedé sin habla. A mi izquierda, estaba ella.

Lo mejor y lo peor de la vida es en muchas ocasiones, fortuito. Yo no quería ni respirar. La miré con discreción. Me aseguré que no se percatara. Las mujeres que están buenas, lo saben. Organizan la vida a partir de eso. Ser bellas se convierte en la parte más importante de su talento.

Cuando las formas verbales comenzaban a hacerme bostezar, el mundo se detuvo. La maravilla apenada me pidió algo con que escribir. La tinta de su bolígrafo se agotó. Le di el mío y le dije que no se preocupara. Con mi mejor aire de suficiencia, le dije que prefería atender a escribir. Para algo está la biblioteca.

La llame Cusita y me aclaró que se llamaba Susana. Era un buen augurio. Las manzanas, al menos en Cuba son escasas y deliciosas. Son especiales para asuntos de tentación. Puse fin a la atención a la clase. Le recité mi estudiado catálogo de chistes. Me pareció sentir que la había “enganchado”.

Me dijo que yo era muy cómico, que la hacía reír en clases. Comprendí que no reía muy a menudo. Tenía que domesticarla. Acostumbrarla a reír siempre y cada vez que me viera. Tenía que lograr que me identificara con la mejor de las formas para su felicidad.

Le dije que cuando tuviera 64 años sería igual. Lo hice en alusión a la canción de los Beatles. Ella tarareó por lo bajo un fragmento y ahí mismo me enamoré.

A partir de ese instante, comenzó el asedio. Cortejar a una diosa y sacarla de paso, fuera del límite conyugal, es un arte. El zorreo requiere inspiración y creatividad. La imaginación es todo. El incentivo por tanto es determinante. ¿El mío? Era casada y lo era con uno de “esta gente”. Para mí en aquel momento, era más que suficiente.

No hay placer sobre la tierra comparable a gozar y hacer gozar a la mujer de un poderoso. Se va más allá de la mera compensación. Es una realización que involucra muchos niveles de satisfacción del ego. También era lo único posible. Mezclilla, un célebre personaje de aquellos tiempos lo definió así: Si Prieto me aprieta, yo aprieto a la mujer de Prieto.

Desde este momento me convertí en su sombra. La acompañé a la biblioteca, al médico y a la modista. Fuimos a seminarios, repasos y reuniones. Fui según el caso, ofídico, sutil, zorro, tierno, gentil, cariñoso, locuaz, chistoso y llegado el momento, callado. Esto último es muy importante. Ninguna mujer, o casi ninguna casada con alguno de esta gente son escuchadas como quisieran serlo.

Muchos inferiorizan las capacidades de sus mujeres. Yo era todo oídos para Susana. Pedía su opinión y de forma inteligente, le hacía saber cuanto valoraba su buen y atinado juicio.

Una tarde invernal la acompañé hasta la cercanía de su casa. Su auto estaba en el taller de reparaciones. Nos detuvimos en 12 y 23. En aquel entonces y pese a la escasez, hacían un excelente chocolate con churros. Se trataba de una cafetería situada en la antesala del cementerio y en la vecindad de la sede del cine nacional.

La zona tenía un carisma y un encanto muy especial. Una mezcla de mundanidad cinematográfica y solemnidad funeral.


A un costado de la cafetería, que se llamaba” la Pelota”, estaba instalado el Caballero de París. Este era uno de los emblemas de La Habana. Nos detuvimos para hablar con él. Le dijo a Susana con aires conspirativos, casi en un susurro, que era una princesa flamenca. Le recomendó que tuviera muchos hijos. A mí me ignoró. Tenía una cantidad impresionante de periódicos viejos, revistas y algunos libros muy viejos también.

Los libros estaban encuadernados en pasta. Trataban temas de contabilidad y asuntos religiosos de variado origen, aunque predominantemente católicos, eran libros viejos. Ignoro si tenían algún valor.

Hablaba con la mirada perdida en un lugar indeterminado. Aun así conseguía ser cálido. Le pregunté, para molestarlo, si vendía los periódicos, las revistas o los libros. Me respondió de forma lacónica que se trataba de su biblioteca. Se disculpó de inmediato por haber sido brusco. Me invitó a ojear lo que quisiera.

Su atención estaba en Susana. Antes de despedirnos, le entregó un pedazo de cartón con un garabato ilegible, deduje que era su firma o una extraña tarjeta de presentación. Le pidió que lo conservara.

Nos sentamos a una mesa en que la calle estaba lo suficientemente cerca, como para sentirnos en ella. Cerca había comercios que se dedicaban a la venta de flores. Estas se vendían preferentemente al cementerio. También eran solicitadas para bodas y para otros eventos de carácter público o particular. Las florerías aportaban un aroma muy personal al lugar. Lo hacían único en la ciudad. Era como un tributo a los difuntos que de forma casi continua transitaban ese tramo, unidireccionalmente. Gente como uno, de vida difícil y entierro gratuito.

Por la calle 23, estaba una pizzería fronteriza con la sede del cine oficial. Se llamaba Cinecitta. Los jerarcas de la cinematografía adoraban a Italia. Cruzando la calle se encontraba el establecimiento en que consumíamos chocolate y churros, se llamaba La Pelota.

Susana era deliciosa hasta para comer churros y beber chocolate. Como habían dejado de ofertar servilletas, le brindé mi pañuelo. Tenía sobre los labios una inquietante sombra de chocolate. Ella lo rechazó con delicadeza. Me adelanté y con suavidad y gentileza, retiré el chocolate de sus labios. Se sonrojó, pero sabía que no le había desagradado. De veras que si.

La invité a un paseo por el cementerio. Dudó en un principio. Para convencerla, me apoyé en la belleza del lugar. El cementerio estaba casi desierto. Las pocas personas que merodeaban eran trabajadores o policías encubiertos destacados en el lugar, como devotos dolientes. El cementerio era celosamente custodiado por la Seguridad del Estado. Una de las razones era la cercanía con la residencia del número 2 en la cadena de mando del país.

La otra, era que el cementerio fue escenario de un célebre intento de magnicidio en el pasado. Un grupo de revolucionarios trató de matar al primero de los tres dictadores sufridos por Cuba en el siglo XX. Para ello llenaron de dinamita los drenajes. Machado se salvó porque la familia del “muerto grande” decidió a última hora enterrarlo fuera de La Habana, en un panteón familiar.

Estábamos cerca de los árboles que dan sombra a la tumba del Cardenal Arteaga. Uno de los lugares más hermosos del camposanto. Noté que estaba triste. No pregunté directamente la causa para que ella misma lo hiciera. Si no funcionaba, esperaría. Pero funcionó. De repente, me dijo:

-A Bernardo se lo llevan a una misión.
Puse cara de circunstancias y pregunté:
-¿Una misión? ¿Y donde? ¿Y para qué?
-No lo sé. Debo escribirle a una escuela. Tengo un mal presentimiento…

Había una triste humedad en sus ojos. Recostó su cabeza en mi hombro y comenzó a sollozar. Comprendí que era el momento para el primer contacto físico. Le hable amorosamente mirando fijo a sus ojos, como lo haría un hermano. Coloqué mi mano sobre su muslo. Lo hice con la mezcla adecuada de ingenuidad y desenfado. No dejé de hablarle. Ella se turbó visiblemente. Fingí no percatarme. No atinaba a pedir que retirara la mano. En parte pensó que yo lo hacía sin intención, en parte no le desagradaba. Ya era mía.

II

Todo se ve distinto desde la ventanilla de un auto. Parece que la metáfora norteamericana, echo raíces en la vida misma. Soñar con poseer un auto es la fantasía secreta de cada cubano que no lo posee. No importa que alguien afirme que el automóvil no es todo en la vida. El carro es el carro y se sueña con él. Si se realiza el sueño por la vía correcta y natural de la asignación, bien. Si por vías poco ortodoxas y estas hacen posible su disfrute, también.

Susana adquirió la sana costumbre de recogerme en casa. Íbamos juntos a todos y cada uno de los sitios. Era el VW de Bernardo y yo estaba seguro, que nunca recibiría algo así para mí. Ese verano rendiríamos el examen final de filosofía. Se trataba de un engendro al que bautizaron como Comunismo Científico. Nosotros le llamamos por lo bajo: Ciencia Ficción.

La cita para estudiar fue en su casa. Vivía en un apartamento moderno en el Vedado. Era un lugar muy especial. Desde sus ventanales, en un octavo piso, se disponía de una excelente vista del mar. Había ganado acceso a su intimidad, paso a paso.

Dedicar un domingo a estudiar Comunismo Científico era un crimen. Pero no había nada que hacer. Ella creía sinceramente en eso. Estaba convencida de la necesidad de estudiar Comunismo Científico y nada podía hacerse al respecto. Decidí no desgastarme en una explicación sobre lo fácil que era aprobar la dichosa asignatura. Se trataba de partir de una o quizás dos ideas. Las desarrollabas con mayor o menor fluidez. Era necesario poner audacia y quitarle límites a la imaginación. Si durante el proceso uno intercalaba alguna frase del Comandante, estaba uno aprobado. Así de fácil.

Ese domingo ella puso al tocadiscos el Álbum Blanco de los Beatles. Eran tiempos de acetato. No existía el cassete y mucho menos el CD. Pero poseer el Álbum Blanco, era sin dudas una afirmación de status. Casi como poseer un automóvil a principios de siglo XX. Le pregunté como había llegado a sus manos.

Contestó con desgano, que alguien se lo trajo a su marido de Inglaterra.

Hacíamos un paréntesis en medio de nuestra sesión de estudios. Yo estaba harto del comunismo en todas sus variantes. Necesitaba prolongar el receso. Esperaba mi oportunidad. Había creado todas las condiciones. Me dijo que había una botella de cidra búlgara en el refrigerador. Me entusiasmé aunque sabía que la cidra búlgara, al menos la que se vendía en Cuba, era una porquería con sabor a cerveza aguada, semi dulce.

La cidra fue efectivamente una mierda. Conseguí que mejorara algo agregándole ron. Susana no quiso hacerlo en un principio, pero probó y no lo encontró mal. Se sentía bien. Una mezcla de ternura, alegría y euforia etílica. Reía, cantaba y tomaba mi mano. Los Beatles –mis cómplices- se dejaban oír en Sexy Sadie. Desde una pared, Fidel Castro sonreía disfrutando del humo de un tabaco en una foto retocada. Este era un detalle obligado de las casas muy escogidas.

Cuando concluimos la cidra, me pidió que me quedara para continuar con el dichoso Comunismo Científico. Prepararía una merienda y volveríamos sobre lo mismo. Dijo que se daría una ducha. Sonreí y recordé que en mi casa cargan cubos desde tiempos inmemoriales. ¡Apúrate! –le dije.

Ella desapareció en el baño y yo me quedé con la cabeza mala. Subí el volumen del tocadiscos y me dije: es ahora o no es.

La puerta no estaba cerrada. La empujé y lo que vi me fascinó. La cortina de baño era un panel de cristal nevado. Tenía ante mí la silueta a pura carne de una diosa. Piernas largas jugosas y bien torneadas. Rodillas perfectas, muslos de encanto y un bello y bien diseñado culo. Un culo alegre, discreto y blancamente africano.

Me desnudé en silencio y avance. Corrí con decisión el panel y le pedí disculpas mientras me colocaba bajo la ducha. Dijo que estaba loco y me pidió débilmente que saliera del baño. Hablaba en voz muy baja. Me dijo que no la tocara, pero se estremeció cuando lo hice. Recordé la película de Gene Kelly. Fue como si lloviera en el cielo. La juventud es maravillosa. Para templar de pie y hacerlo a gusto, hay que tener menos de veinticinco años. Quien no esté de acuerdo, que pruebe hacerlo con veinte años de más.

No recuerdo si nos secamos o no antes de pasar al cuarto y conectarnos con una cama de veras. Hicimos el amor con mucha bomba y mucha desesperación. Para mí las horas más deliciosas y también las más perversas. Aunque era casada, era virgen en algunas prácticas nacionales orales y contranatura, en el decir de los curas. Lo era tanto en la condición de agente como de paciente. Me encargue de la iniciación y preparé un seguimiento largo. Tanto como durara la ausencia de Bernardo.

A falta de algo mejor, la tarea de corazonero remendón es grata para una autoestima lastimada. Susana se fue a la cocina para hacer algo de comer y me quedé mirando al techo. Sin quererlo, la vista se deslizo al closet. Lo que vi. me paralizó. Pistolas, cargadores, escopetas de caza, fusiles automáticos rusos y de otras nacionalidades. Además de las armas de fuego, también había cuchillos, dagas y espadas y machetes provenientes de diversas partes del mundo: un cabrón arsenal.

Todavía, al cabo de tantos años no comprendo para qué coño, ese tipo quería tantas armas. Susana me dijo que las engrasaba y jugaba con ellas constantemente. Cierto que me aclaró que tomaba precauciones. Aun así, no entiendo para qué. Tiempo después, un psicólogo amigo me explicó que las armas funcionan como un fetiche para la virilidad. Sienten que el cañón del arma es una especie de prolongación del pene. Son gente rara, muy rara.

La manzanita me explicó detalles de su vida conyugal. Nunca le dije lo que pensaba. Pero estoy convencido que estas personas ven a la mujer como carne. Decidí que sólo tenía que tratarla como a un ser humano que se respeta. Eso más creatividad y buenos meneos, sería suficiente.

Me fui hasta la cocina para estar cerca. Susana cocinaba una deliciosa tortilla de morcillas con cebolla. En aquel momento el alimento de moda era el huevo. También se conseguía morcilla y un excelente vino tinto que en ocasiones era húngaro y otras tantas, ruso, moldavo, rumano, búlgaro y hasta armenio.

Lo que jodía las cosas, era el carácter de cosa provisional que tenía todo y todas las cosas. Los productos desaparecían y reaparecían o no. Siempre de forma sorpresiva e inesperada. Cuando reaparecía algún producto, lo hacía invariablemente más caro. Esto, decían para combatir a los yanquis. Susana estaba desnuda y se cubría con un delantal. Estaba absorta en lo que hacía y yo miraba. El lazo le quedaba sobre el cóccix. Los extremos caían blandamente sobre las nalgas. Las nalgas eran firmes y provocativas. Alguien tendrá que explicar porque a la mayoría de los cubanos, le fascina el culo de una hembra. O quizás sea algo normal para todos los hombres del mundo. Conozco a muchos europeos que toman y han tomado un avión, estimulados por el recuerdo de un culo habanero. Susana cocinaba y me acerqué. Zafé el nudo y me pegué a ella. Ella protestó, pero lo pasé por alto. Comencé a hablarle muy bajito en el oído, mordisqueando su oreja. Terminamos sobre la meseta de la cocina. Me golpeé la cabeza con la pila y la famosa tortilla, se quemó…

Cuando uno se dispone a irse al carajo y no mirar atrás, los trámites y las esperas, son un momento perfecto para dejar la mente correr. Mientras espero que estos cabrones gallegos me llamen para la entrevista. Echo la vista atrás. ¡No hay una sola razón válida para quedarme en este cabrón país! Entre lo que me equivoqué y lo que me hijeputearon, se me fue la vida.

Luego de aquella memorable sesión de Comunismo científico, Susana perdió la perspectiva y yo me perdí con ella. Nos aficionamos a frecuentar lugares al aire libre, cerca del mar o en bosques y sitios de ese tipo. Lo hicimos con la pretensión de pasar lo más inadvertidos posible. De veras creímos que lográbamos eludir miradas y estar a salvo. Uno de nuestros lugares favoritos fue el bar cafetería, que abrieron en los jardines del restaurante 1830. Decían que el dueño fue un ex presidente o alguien de ese estilo. Que en esos jardines tenía una pantera o un tigre. Alguien decía que se trataba de un simple mono. Todo era una leyenda alimentada de rumor, pero aun así era hermosa, con un toque de romanticismo.

Susana cambiaba y empecé a darme cuenta. No era tan fidelista. Empezó a ver la sociedad un tanto como yo. Comenzamos a compartir un complejo de culpa. Este consistía en conceder razón a Fidel Castro y su banda. Nos sentíamos culpables de no ser como se esperaba oficialmente que fuéramos. Culpables por preferir un estilo de vida divorciado de las expectativas oficiales y además teníamos miedo. Éramos diferentes, lo que es decir reeducables, que es decir encarcelables, por conducta impropia o cualquier otra cosa.

El tiempo se nos fue de las manos y de forma sorpresiva, apareció Bernardo. Hablamos por teléfono y Susana me pidió que desapareciera hasta que ella arreglara las cosas. No le dije cosa alguna, pero nunca supe a ciencia cierta que carajo podía arreglar. Al tipo le dieron una tarjeta amarilla. La tarjeta no tenía que ver con el fútbol. Era la comunicación que el Partido Comunista le enviaba a su gente, que anduviera guerreando por ahí, para informarle que en su ausencia, la mujer le puso cuernos. Le decían a la víctima: ¿la mujer o el carné? Los guerreros del Comandante debían escoger el carné. Si no, lo perdían todo, incluso a la mujer. ¡Así es de perra la vida!

Me acostumbré a no sentir piedad por esa especie. Ellos posaban de duros y muchos lo eran de veras. Son personas que no lo piensan mucho para pasar por encima de los otros. Si les toca perder, pues bien, a Dios a veces le da por ser justo.

Pasaron como diez días y ni señales de Susana. Traté de consolarme pensando que nadie podría quitarme lo vivido. Pero coño, la extrañaba con cojones. Un día, llegué temprano con la esperanza de siempre de encontrarla por azar y sólo saludarla. Caqui se adelantó, me llamó aparte y me lo dijo.

“¡El tipo se mató!”. No lo entendí. Le pedí que me explicara. Entonces me dijo que el marido de Susana, se encerró en el baño y se voló la tapa de los sesos. La noticia me anonadó. Bernardo era sólo un ser humano. Tenía corazón. Me sentí culpable de su suicidio. Entre tantos hijos de puta, yo perjudiqué al único que quizás no lo merecía. Pero que se le va hacer. Me sentía como quien arrolla a alguien por accidente y de repente sabe que quien arrolló, ha muerto. Susana me envió una nota escrita a mano. Me pedía que no fuera por la funeraria y mucho menos por el entierro. Yo sentía tanto remordimiento que jamás hubiera pasado por allí….

Cuando uno se involucra en la vorágine de los trámites para salir del infierno del Comandante, encuentra tiempo para pensar en lo que regularmente no se piensa. Mientras espero a que los gallegos de esta puñetera embajada me reciban y hagan la entrevista, recuerdo a mucha gente. Nunca me había detenido a pensar en ellos. Hoy lo hago por las circunstancias. Es como cuando las mujeres están embarazadas. Uno está hipersensible. Irse es la consecuencia lógica de sentirse acorralado. No te queda más salida y por allí te mandas. Pero no es agradable. Ciertamente no lo es. Uno debe construir su Isla dentro de un continente. Entre gente que habla castellano, pero que no piensa y siente en cubano. El cubano aunque no sea un idioma, es el lenguaje más dulce y más directo del mundo.

Luego de la muerte de Bernardo, que fue reflejada en la prensa como “repentina y cruel enfermedad”, Susana y yo permanecimos juntos alrededor de un año. Pero todo se deterioró poco a poco. Ella se quedó en posesión del apartamento y del carro. Pero ya nada fue igual. Todo se heló poco a poco en la cama. ¡Se jodió!

Más adelante, Susana se empató con un francés. El tipo se dedicaba a la venta de instrumentos médicos o vaya usted a saber. El caso fue que la enmarañaron. El francés se fue y a ella la metieron presa y la acusaron de prostitución. Le echaron tres años de cárcel. De ellos cumplió dos años y medio. La destruyeron, nunca volvió a ser la misma.

Yo me enteré después que todo sucedió. Nuestros caminos se desencontraron. La vi al cabo de los tres o quizás los cuatro años de haber salido. Había engordado y envejecido. Tomamos una cerveza juntos. La invité en nombre del mejor tiempo de nuestras vidas. Me contó que estuvo a punto de alcoholizarse. La rescataron unos católicos que la incorporaron a una comunidad de fieles. Me contó que tenía un pretendiente. Se trataba de uno de los de esa comunidad. Le dije que probara y empezara de nuevo, pero no se atrevía. Tenía miedo de todo.

Para mi estaba claro, le pasaron la cuenta por Bernardo. Esta gente es del carajo. Me puse en guardia, por aquello de poner las bardas en remojo, luego de ver las de Susana arder. Pero parece que no les interesé mucho. Son tan machos, que para ellos hay una sola culpable y por supuesto una sola y abominable puta: Susana mi dulce y otrora linda manzana.

III

Los inviernos de mi juventud eran verdaderos inviernos. Hacía un frío o un casi frío muy estimulante para beber chocolates, ron y holgazanear con una hembra en la cama. Ese asunto de la capa de ozono lo echó todo a perder. Tampoco volvió a llover como llovía entonces. Dicen que por la corriente del Niño. Es como si todo lo malo le hubiera caído a Cuba encima, junto con el Comandante, que es decir mucha desgracia junta o decir toda la desgracia del mundo.

Aun bajo la impresión del infortunio de Susana, conocí a Mara. Era una enfermera. Como soy un tipo sin prejuicios, me lancé en picado. Me casé y tuvimos dos hijos. No me importó aquel chiste de la época sobre el ruso millonario y la enfermera señorita. Cuando uno con inocencia confesaba que no había oído tal historia, alguien te decía: no hay ruso millonario ni enfermera señorita. Eran los tiempos del socialismo real para medio mundo y para demasiada gente, cubanos incluidos.

Mara detestaba entre otras cosas, ser enfermera. Era osada, positiva y soñadora. Le gustaba Deep Purple y su sueño era pasear por París con Ives Montand. Eso fue lo que dijo cuando la conocí, mientras bebíamos cerveza en la barra del restaurante La Roca. A diferencia de Susana, Mara detestaba al gobierno tanto como yo. La diferencia estaba en que ella lo detestaba sin complejo de culpa. Para ella era algo simplemente abominable. Tanto, como podían serlo personas capaces de proscribir a los Beatles, perseguir a los maricones y últimamente, eliminar la Navidad.

Su primera provisión, fue conseguir un espacio para vivir. Nos pusimos en función de eso. Como los salarios siempre en Cuba son insuficientes, abandonó la enfermería. Se hizo fotógrafa y yo para no ser menos: artesano. Aprendí con inusitada rapidez a fabricar sandalias y calzado deportivo tipo zueco. Más adelante también aprendí a fabricar mocasines tipo apache.

Mi reino se desplazó a la Plaza de La Catedral. Para mí, al igual que para muchos, fue una apertura. Algo que me permitió pensar por primera vez, que yo no era precisamente quien estaba equivocado. No hay nada parecido a la libertad que se conquista a partir del dinero que se hace con ingenio y laboriosidad. Ser el propio patrón y ver como crece la prosperidad personal en proporción directa con el esfuerzo realizado, es el más irrefutable de los discursos. Descubrí una incipiente habilidad para vender y negociar. No contaba con que poseía este talento.

La Plaza de La Catedral renacía cada sábado. Parecía una feria de gitanos o de magrebíes, idéntico a como lo muestran en la tele. Se vendía calzado, prendas de vestir, artesanía de cerámica, grabado, oleos, piezas de carey, coral, bisutería muy creativa fina. En aquel momento, no existían turistas. Al lugar acudían las habaneras más bellas de todas las extracciones sociales imaginables. Actrices noveles que en aquel momento luchaban su espacio en las tablas o ante la pantalla chica. El cine era otra de las cosas reservadas para gente de mucha “guara” con el gobierno. Estaba regularmente en manos de los únicos gay autorizados para ejercer con libertad su opción sexual. Estos seleccionaron sus divas: Daysy Granados, Eslinda Núñez, Idalia Anreus, Raquel Revueltas y Adela Legrá.
Fuera de ellas, no quedaba espacio para nadie más. Eran las figuras oficiales de un país del que se solía decir: “Este es un país organizado”.

Los artesanos en cambio éramos, la representación de una amplia gama variopinta de alegres desclasados. Ninguno entre esa ilustre cofradía sería nunca un “revolucionario cabal militante del Partido de Mella y de Fidel”. Un compositor sin éxito y sin promoción como Cuso, fabricaba cintos de piel y practicaba yoga. Un piloto de Mig sin graduar en la Corea comunista, por cortejar con éxito a una coreana, hacía excelentes huaraches. Los hijos rebeldes de insignes figuras, bohemios y afectados de cosmopolitismo. Buscavidas, luchadores, alcohólicos, músicos y poetas malditos, hippies y rockeros: todos alegres y en familia luchando los pesos en la grieta abierta del Sábado en La Plaza. Se vivía con la aprensión de que terminaría, pero nadie quería hablar de eso. Éramos los náufragos del paraíso de Fidel.

Una tarde de extraordinaria buena suerte, conseguí vender toda mi mercancía. Estaba radiante y contradiciendo la previsión de Mara, quise celebrar con la gente. Entré en el Bar del restaurante El Patio. A la barra, conversaban animadamente pintores artesanos y las ninfas que revoleteaban en torno a estos personajes. Nos tratábamos como camaradas, más que eso como cómplices. Nadie se inhibía de emborracharse por no tener suficiente dinero. Alguien pagaba las rondas y la vida o al menos lo que así calificábamos, continuaba.

Me acodé junto a Román en la barra. Era un poeta excelente algo loco. Lo cesantearon de un programa radial que dirigía con talento y creatividad. Aunque el programa era de alto rating, eso no impidió que lo echaran. El tipo deslizó un chiste que puso en ridículo una iniciativa de otro poeta gordo y vanidoso, muy cercano al poder y con el biotipo adecuado en esos medios. El tipo era de cuello gordo, panza prominente y origen campesino. Muy afín con los guerrilleros de la Sierra Maestra, devenidos en funcionarios de agenda y guayabera.

Román vendía aretes y manillas de coral y carey. Le iba bien. Pedí un doble de ron dorado con hielo.
-¿Cómo van las cosas?-le dije- ¿Y Yoyi?
-Tirando...Yoyi esta embarazada. Creo que viene con jimaguas la muy cabrona.
-¡Oyeron! –Dije dirigiéndome al resto de la concurrencia- La mujer de Romancito está preñada de jimaguas. Él cree que son suyos…
Todos rieron con la ocurrencia y se vio obligado a pagar la próxima la ronda.

La decoración del restaurante El Patio estaba centrada en detalles alegóricos a la etapa colonial. Esto se combinaba con elementos decorativos de origen francés e italiano. Se despreciaba el componente norteamericano, esta orientación llegaba desde arriba, de los predios divinos del Comandante. La comida era excelente y el trato de los empleados exquisito. No se permitía la propina. Los comisarios la consideraron una “ofensa humillante” al trabajador “dueño de sus destinos”. Esto no afectaba mucho a los empleados que robaban todo lo necesario del restaurante, que era como decir del bolsillo sin fondo del Comandante.

Se pasaba bien en El Patio cada tarde de sábado. Me sentía todo lo satisfecho que podía esperarse. Estaba en compañía, o al menos yo así lo sentía, de los que daban el necesario aliento humano a la ciudad. En el otro extremo de la barra, Cuso bebía gaseosa y despotricaba contra el hábito de fumar. Todos escuchábamos atentos su disertación y la exposición de una cultura mística de origen oriental, que exponía con brillantez y facundia. Tenía treinta y tantos años, casi cuarenta y el pelo castaño en una melena frondosa recogida con una de las peinetas de carey que vendía Román. Medía seis pies y pulgadas y era gordo estilo mastodóntico. El caso era que todos le escuchábamos fumando y bebiendo ron o aguardiente en cualquiera de sus múltiples y deliciosas variantes. El tipo araba en el mar.
-Y tú -dije dirigiéndome a Román- ¿No piensa dejar de fumar y de beber? Román me respondió con una sonrisa, remitiéndose a un proverbio anónimo en boga entonces.
-No me interesa prolongar la vida que dejo de vivir. Bastante tenemos con esto, ¿no?

El espacio del Bar estaba climatizado. El aire acondicionado no era insoportable, pero se hacía sentir. Aun así, aislados por las paredes y la conversación propia de un Bar, se escuchaba en off las bocinas del audio instalado en la Plaza. Se imponía la música tradicional del Septeto Habanero. Échale Salsita aportaba una atmósfera dulzona de ritmo que sin querer se marcaba con los pies o con algún golpecito involuntario sobre la madera pulida de la barra. Pero la música desde altavoces en la Plaza podía tener otras connotaciones. Contribuía al esfuerzo del gobierno para desacralizar la Semana Santa. Como esta regularmente caía en el mes de abril, la coincidencia con la victoria de Playa Girón era aprovechada. Cuando la coincidencia era perfecta se trataba de la Semana de Girón, si no, pues Jornada de Girón. Entonces los altavoces acentuaban los decibeles y los pobres curas celebraban sus misas acompañados por Silvio Rodríguez y su era pariendo, que al fin parece haber dado a luz un monstruo.
Mientras de forma más o menos consciente todos participábamos del ritmo del Septeto, apareció Maziques en compañía de sus dos efebos. Maziques era un pintor negro, gay por añadidura que aunque disponía de una formación académica sólida, desarrollaba un estilo ingenuo basado en motivos afrocubanos vinculados a la santería. Había cultivado su homosexualismo, imprimiéndole un toque místico de mundanidad y cosmopolitismo. Mantenía una convivencia perfecta con una mujer con la que tenía una hija. En ocasiones era un bisexual digno y siempre conseguía mantener el empaque de una espiritualidad por encima del común denominador de los practicantes de la Regla de Ocha. Pero esa tarde, prefirió a sus efebos: Dos jóvenes, uno negro y otro rubio. Como no quedaba espacio en la barra, de inmediato le habilitaron una mesa. Avanzó hasta ella, saludando a todos con familiaridad. Vestía como siempre un traje típico africano de muchos colores y unas sandalias con motivos de oro, coral y carey que el mismo diseñó y confeccionó. Era llamado maestro con deferencia. También tenía hecho Ifa. Aunque los babalaos mantienen las normas estrictas de su moralidad falocéntrica, Maziques fue aceptado en la secta sacerdotal. Las pocas veces que se refería a aquello, lo explicaba aduciendo que su espiritualidad lo situaba más allá. El era madre y padre a la vez, como Obatalá.

Lo conocí por Mara que era su ahijada. Me reconoció y me preguntó por ella. Nos saludamos y él se enfrascó en la atención de sus efebos. Curiosamente, el negro era el más afeminado entre sus dos efebos. El rubio quizás fuera más joven y de modales más aniñados. De todos modos, Maziques se veía muy complacido con ellos. El momento sacralizador de cada sábado, luego de concluida la sesión de venta, era la reunión social en el Bar de El Patio o en el de la cercana Bodeguita del Medio. Yo personalmente prefería El Patio porque tenía menos connotaciones políticas. Esto a pesar de las firmas en las paredes de La Bodeguita y las fotos de los bellos y famosos que llenaban todo su espacio. No eran gente como yo y no recuerdo a ninguno de ellos en el velorio de alguien conocido. Tampoco participando en los intereses o la vidita de gente como uno. Comencé a pensar en marcharme para evitar problemas con Mara. Entonces apareció ella.

Venía en compañía de un tipo que era y no era de este ambiente. Ella era china. Perdón, era una china cubana. Esto quiere decir que se trataba de una criatura con la cara de puta más exquisita que todos habíamos visto en nuestras vidas. Era delgada, alta y vestía unos blue jeans ceñidos que en ella parecían diseñados por Coco Chanel. Usaba una de aquellas blusas de lienzo con motivos que de seguro ella misma habría bordado. No usaba sostenes y a trasluz se distinguían unos pezones firmes y desafiantes. Su pelo era negro, negrísimo. Le caía lacio con toda la gracia del mundo y ella lo apartaba sonriendo a todos sin distingos.

Escribía versos y trabajaba con otro artesano que pretendía ser trovador. Además de eso estudiaba. Decía a modo de broma que estaba hecha a prueba de golpes y contingencias. Era otra de las ahijadas de Maziques. Se acercó a su mesa, pidió su bendición y luego le beso y saludó y compartió bromas con los jóvenes que le acompañaban. Son curiosas las trampas que tiende la percepción. Ella - salvando las distancias- ejercía sobre cualquier grupo de hombres, un efecto similar al que causan las perras en celo sobre los perros del barrio. Nadie conseguía ignorarla y todos la deseábamos en mayor o menor medida.

Su acompañante era harina de otro costal. Aunque era tratable y buena gente –al menos eso parecía- no era de nuestro mundo. Cuando llegó con unos oleos que demostraban a las claras cierto conocimiento académico, todo el mundo desconfió de él. Llegó a bordo de un VW, lleno de antenas y aparatitos de consumo. El auto era nuevo y estaba pintado del azul intenso bautizado como “azul ministro”. La gente especuló sobre si se trataba de alguien de Comercio Exterior o de Relaciones Exteriores. Nadie quiso aceptar o tan siquiera imaginar que proviniera del Ministerio del Interior. No tenía cara de mastín ni miraba con odio o desconfianza. No miraba por encima del hombro ni tampoco tenía acento de oriental. No colocaba la gorra de oficial en la parte trasera del auto para evitarse multas por concepto de tránsito. No llevaba armas de ningún tipo en la guantera del auto y amaba el arte y la compañía de artistas y bohemios. En fin, era sólo un ser humano. Vestía con blue jeans, camisas de cuadros y zapatillas azules. Usaba un llamativo y costoso reloj marca Rolex GMT de los más caros y gafas oscuras Ray Ban. En su dedo meñique llevaba un anillo de oro sin inscripciones, piedra o cosa alguna.

Cuando lograba vender algún cuadro, la euforia lo invadía y entonces invitaba a todos hasta que la ganancia se extinguía y llegaba el momento de entonar cantos de ebriedad a voz en cuello. El nunca se embriagaba del todo, pero le gustaba mucho el ambiente bohemio. Ese día estaba doblemente contento porque ligó y vendió. A fuer de honestos, bueno es reconocer que cualquiera tiene un día de buena venta, pero no todos los días se liga a la China. Años después cuando la desgracia tocó su puerta, supe que se trataba de Tony de La Guardia, un coronel que entre otras cosas amó a las mujeres hermosas y a los lienzos…

Estoy seguro que hoy tendré respuestas. Le pagué a los policías que cuidan la inmensa cola de personas que pretende visa española. Me costó cinco convertibles la gracia. Me he preparado mucho para este momento. Pienso arreglar mi vida en España. Voy dispuesto a limpiar todos los culos de Europa. Pienso recoger manzanas, darle brillo a los pisos y hacer dinero. Voy a tener todo el dinero que siempre soñé. Pienso trabajar como un esclavo, más que un esclavo. A fin de cuentas los esclavos no trabajan, de eso doy fe. Todo eso me llevara unos diez años, quizás menos. No me importa. De Andrea saldré inmediatamente que tenga residencia y todo lo que la ley de los gallegos exige. La pobre. Que culpe a Fidel Castro. Que culpe también a todos los gallegos comunistas hijos de puta que apoyan a Fidel. Que se joda. Eso sí: No regreso más a Cuba. ¡Más nunca coño!

Voy a morirme en mi propia cama, soñando mi sueño. Fumando mis cigarros y bebiendo mi licor. Disfrutando de mis hembras y hasta me haré católico y me casaré por la Iglesia. A mis hijos, si quieren verme, los invito para que me visiten. Allá no vuelvo más. Ni muerto, ni amarrado. Me tengo que sacar del alma aquella vida loca. Limpiar mi alma ya que no mis recuerdos. Esos quedan conmigo, que se va hacer
Fin, 2005-11-27

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