jueves, 28 de agosto de 2008

Papel crepé sobre las cicatrices, Manuel Vásquez Portal

La niña que cantó no era quien cantaba. Detrás de la esbeltez y donaire de Lin Miaoke estaba la exquisita voz de Yang Peiyi. Mientras Lin paseaba su hermosura frente a las cámaras para que el mundo la admirara, Yang le prestaba el hechizo de su dulce tesitura y escondía su figura regordeta y sus dientes disparejos tras las anónimas bambalinas.
La Oda a la madre patria fluyó en los gestos de Miaoke y la melodía de Peiyi. Una fusión perfecta orientada por el partido. Quedaba así salvada la honrilla de la nación. Una pequeña de siete años humillada y otra de nueve obligada a fingir. Discreto encanto del socialismo. Era la noche inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín.
Una buena parte de los fuegos de artificios que alumbraron la ciudad también eran artificiales. Imágenes en tercera dimensión logradas por computación. Se realizaron en la Crystal Digital Technology de Pekín para que parecieran reales. Lo importante era que el smog de la ciudad no impidiera la magnificencia del espectáculo e hiciera invisible tanto esfuerzo del pueblo y su partido.
A los provincianos de modales rústicos se les devolvió a sus ciudades natales. ¡Qué dirían los turistas, los periodistas extranjeros y los mandatarios invitados si se tropezaban con esa plebe en las calles de la ciudad engalanada! No se podía admitir que gente tan falta de clase fuera a estropear la impecable imagen que se propuso el Politburó.
Los edificios ruinosos o en construcción que pudieran afear el rostro maquillado de Pekín fueron tapados con artilugios de banderolas y farolillos. Papel crepé sobre las cicatrices. De la seguridad, ni se diga: diez policías por cada medio asistente. Eso era Pekín en los días iniciales de las olimpíadas.
Nadie parecía recordar que China es la mayor cárcel de periodistas del mundo y que las organizaciones de derechos humanos clamaban por su liberación antes de los juegos. Nadie parecía recordar la falta de libertad religiosa, la brutal represión contra las protestas tibetanas. Nadie parecía recordar que días antes un grupo de pequineses desalojados de las cercanías de la plaza de Tiananmen se amotinaron porque habían sido mal remunerados y fueron disueltos violentamente por fuerzas militares.
El entusiasmo ciudadano ante tan trascendental evento tampoco fue descuidado por los sagaces organizadores de los juegos. Los asientos vacíos se llenaron con alegres voluntarios que eran traídos desde sus labores para que animaran ciertas competiciones a las que no acude mucha gente.
Mientras leía los despachos de las diferentes agencias de prensa y veía desfilar esas maravillas del socialismo asiático no podía evitar los ramalazos con que Cuba me azotaba la memoria.
Era 26 de julio o 1 de mayo. No importa la efeméride. Lo cierto es que todo ocurría con asombrosa paridad. Una vez escogida la sede del evento se desataban las fuerzas de la buena imagen y el pueblo elegido se convertía en un hervidero.
Aparecía pintura para las fachadas de las casas que llevaban decenios sin un retoque apenas. Se sellaban los baches centenarios en la calle principal. Se taponaban los salideros de albañales. Se construía una plaza exuberante y simbólica. Se mantenía bajo control a los locos y los mendigos.
El secretario del partido pedía al poeta le escribiera el discurso que pronunciaría frente a los invitados. Se ponía a buen recaudo a los desafectos. Se remozaba una escuela y una policlínica que visitarían las delegaciones foráneas. Durante un mes los escolares ensayaban coros y consignas. El hijo de la compañera secretaria de la federación de mujeres se aprendía de memoria un encendido discurso que la compañera maestra había escrito para que él lo recitara y la gente aplaudiera frenéticamente ante tanta locuacidad e inteligencia infantil.
La empresa eléctrica era alertada para que no hubiera apagones durante la celebración. La empresa de transporte garantizaría a toda costa el traslado del personal. La empresa gastronómica debía llenar cada esquina con fiambres y refrescos ausentes durante media vida. Los comités de defensa y los distintos sindicatos se encargarían de que la asistencia fuera masiva. A la prensa se le advertía que si en la tribuna había un tuerto inevitable, la fotografía fuera de perfil; si alguien era cojo, el retrato sería de medio cuerpo. Nunca faltaban héroes mutilados a quienes colgar otra medalla. Nada quedaba al azar. El socialismo es perfecto y sin frivolidades. Todo natural. Aunque el enemigo diga lo contrario
Tomado de: El Nuevo Herald

No hay comentarios: