El próximo 1 de enero la revolución cubana cumple 50 años. Cabría sacar el saldo político. Prefiero, sin embargo, sacar otro: el de nuestros sentimientos. Aquel 1 de enero fue recibido por un júbilo nacional casi sin precedentes y digo casi porque --Enmienda Platt aparte-- la fundación de la república suscitó una alegría parecida.
A fines de los 90, en la Biblioteca de la Ciudad de Nueva York, me tropecé con la marcha cívica que Tomás Estrada Palma emprendió de Gibara a La Habana entre el 20 de abril y el 11 de mayo de 1902. Por doquiera que pasaba, don Tomás era recibido por ''el pueblo en masa compacta'' con ramos de flores en mano a la par que ondeaba banderas cubanas y coreaba ``vivas a la república y al presidente''.
La entrada a La Habana fue realmente apoteósica. A partir de las 4 de la madrugada los capitalinos se pusieron en movimiento. Izaron banderas, terminaron las decoraciones de sus casas, salieron hacia los muelles para asegurarse un puesto o montar una de las numerosas embarcaciones que saldrían a darle la bienvenida a don Tomás. Más de 70 mil personas se congregaron a la espera del Presidente.
Cuando el barco de vapor Julia entró en la bahía los habaneros entonaron el himno nacional. A las 9:40 de la mañana, Estrada Palma pisó tierra firme y la ciudadanía lo recibió con ``aclamaciones delirantes y aplausos prolongados''.
Aunque niña en 1959, recuerdo muy bien las imágenes y la alegría de aquel momento. Cuando escribí La revolución cubana: Orígenes, desarrollo y legado, las tuve muy presente. Los dos últimos años que pasé en Cuba dejaron en mí una huella indeleble:
• Por haber compartido desde un reparto exclusivo de La Habana el orgullo nacional que la revolución propició;
• Por haber salido al exilio a fines de 1960 al igual que cientos de miles de cubanos a quienes la revolución les negaba cabida;
• Por haberme indignado con la segregación racial de entonces en EEUU y luego con la Guerra de Vietnam;
• Por haber apoyado la revolución en los años 70 y 80; y
• Por manifestar mi oposición al régimen cubano desde fines de los 80.
En 1902 y 1959, la inmensa mayoría de los cubanos depositó sus esperanzas en la nueva Cuba que nacía. Por el camino, sin embargo, muchos cubanos se sintieron defraudados.
Razones hay de sobra para las heridas, el dolor y la rabia acumulada después de 1959. Cuando la rabia de algunos se convierte en odio --es decir, cuando no logramos ponerla en su sitio para que no nos desgaste espiritualmente--, se torna un problema para todos. Así y todo, cada día somos más los cubanos --allá y aquí-- que sanamos nuestras heridas y hacemos las paces con nosotros mismos.
La fundación de la república y el triunfo de la revolución son los dos momentos insignes del siglo XX en Cuba. Tarde o temprano, los cubanos viviremos un tercer momento de júbilo nacional. Estemos alertas a las oportunidades políticas que se presenten y respondamos a ellas con una fina inteligencia emocional.
Si frente al odio y la oscuridad empuñamos la luz y la generosidad, quizás esta vez logremos una Cuba que sea realmente de todos. Para conseguirlo, se hace ineludible sanarnos espiritualmente y reconciliarnos con nosotros mismos. De ser así, por fin habríamos logrado llegar a donde debíamos. Ya no tendría lugar aquello que decía Máximo Gómez de nosotros: que los cubanos o no llegábamos o nos pasábamos.
Tomado de: El Nuevo Herald
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