La Habana, agosto 21 de 2008 (SDP) El pintor Vicente Hernández (La Habana, 1971) regaló a Fidel Castro un óleo de su cotizada colección. Mide 77 x 67 cm. Su título encabeza este artículo. El artista entregó la obra a su hermano, el Presidente Raúl Castro durante la clausura del VII Congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas, el pasado 5 de abril.
El cuadro muestra un viejo barco de madera, varado en el interior de un poblado costero inundado. Arriba, un turbulento cielo. Se trata de El Pinero, un legendario ferry de carga y pasaje, doble cubierta, puente central, único de su tipo en el país. En él, se trasladaron a La Habana los asaltantes al Cuartel Moncada, presos en Isla de Pinos. El dictador Fulgencio Batista concedió una amnistía política que puso en libertad a Fidel Castro y sus compañeros un 15 de mayo de 1955.
A todas luces, el cuadro se aviene al titulo: la muerte del El Pinero. Pero la metáfora va más allá. No fue El Pinero el único que murió. También el poblado, el paisaje. La desolación y tristeza que sobreviven al arribo del ferry. Con cierta ironía de la mala suerte, llega el diluvio. ¿Será un mensaje? o ¿Acaso una premonición de lo que pasara después que los Castros tomen el país?
El Pinero hizo su último viaje a fines de los 70. Lo declararon Monumento Nacional. Cuando, quien, donde, porque se construyo el último ferry de madera que surcó las aguas al sur de Cuba no es de interés. Lo importante es que trajo a los moncadistas. Es lo que todos saben. Y lo que más interesa a la troupe elitista.
Cuando triunfó la revolución, el Presidio Modelo de Isla de Pinos fue declarado Monumento Nacional. La prisión cerró y se abrió otro museo. A la par que clausuraba aquella huella del horror penitenciario cubano, Castro abría centenares de cárceles en el país.
Pero volvamos al cuadro. El Pinero llega para salvarnos del desastre. ¿Será un imaginario pueblo? Pues no. Es Surgidero de Batabanó. La localidad de ingenuos pescadores al sur de La Habana y donde vive el pintor.
Elegía al ferry; al rutinario viaje; rompiendo olas, desafiando la edad mientras su chimenea evapora el esfuerzo de las maquinas. El viaje desde la Isla de Pinos a la Isla Grande que duraba siete horas. Los asaltantes rumbo a la capital planean el futuro de Cuba. Se lo imaginan, diferente, rebelde y apoteósico. Y así fue.
Pero el artista era muy joven para contar esa historia, que dicha de otras maneras, da su visión plástica. Aunque no está claro si con el regalo servil, el pintor explora la memoria del anciano Comandante. ¿Quizás juega con ella? Lo cierto es que el pincel denuncia. No es la muerte del El Pinero lo que sus vecinos ven, sino la del pueblo tras la llegada de los Castros. Será otra ironía histórica.
En los tiempos del El Pinero y los moncadistas, el Surgidero no era el lugar pobre, abandonado, sorprendido por la fatalidad que muestra el cuadro. Ni pensar. Era un pueblo de gente elocuente, próspero, trabajador, vivo, activo. Tenía cuatro hoteles y tres periódicos. Uno de ellos difundió la llegada de Fidel a La Habana.
En su época, el Surgidero contaba con un fuerte comercio local. Tuvo un intenso tráfico de cabotaje. El fotógrafo norteamericano Samuel Matherson, captó al Surgidero en una instantánea desde el mar, a principios del pasado siglo. Parecía una industriosa ciudad del norte.
Tuvo también su ferrocarril desde 1843, el mismo que trasportó a Castro y su séquito a la capital.
La localidad contaba con una fábrica de hielo, una planta eléctrica, dos de conservas y una poderosa flota de pesca. El puerto, además de la exportación de esponjas a Europa, era del disfrute turístico por su especialidad en mariscos.
Con su alto roofgarden en el hotel Dos Hermanos, un mirador enchapado en maderas de los bosques de Cuba, podía verse toda la localidad desde su altura.
Pero la revolución soñada comenzó en 1959. Llegó y reinó de súbito. Desde entonces, siembra sus propias conquistas. El comercio de cabotaje se paralizó y el de ultramar cerró definitivamente. Decenas de obreros portuarios, sin empleos, pasaron a labores como producir lápices. Con la nacionalización de las empresas, las propiedades privadas pasaron al gobierno. Desaparecieron la imprenta, los estudios fotográficos, un casino, dos liceos y hasta los gremios de pescadores.
Los hoteles, como el Dos Hermanos y el Cervantes, cerraron a falta de turistas. Años después, ambos cayeron en el más profundo abandono. Por obra del olvido, se caen a pedazos hasta desaparecer.
Tiendas y bodegas se desabastecen, el ferrocarril deja de escucharse. Los pescadores, empleados del Estado, con poco salario viven bajo la explotación. Tras intentos, formulas y desvelos revolucionarios saltan por los balcones de los hoteles, prendas de la arquitectura inmobiliaria. Libros y ropas se incineran.
Con el tiempo, ciclones, huracanes y la suma de la desidia, el abandono y el desprecio, acechan y erosionan el paisaje urbanístico, empobreciendo a generaciones.
Los millones de dólares que langostas y esponjas de mar (ambas muy prohibidas para el consumo popular) aportan a la economía del país, se drenan a otros destinos.
Resultado: la hierba crece en avenidas como montes, las aguas viven estancadas en calles, no hay alcantarillas, el mosquito y las epidemias abruman. El transporte colapsa. El bache, y no la langosta, pasa a ser la primera industria local.
Digo más. Las tradiciones se pierden, los valores también. El alcoholismo impera entre los jóvenes no encuentran salidas a sus vidas.
Pero antes que todo desaparezca y dejen de escapar sus pobladores a otras orillas, el fantasma del El Pinero, sin moncadistas como desean sus vecinos, llegará para salvarnos.
Para cuando suceda, estaremos lejos, distantes, mi pueblo y yo. No sé si el pintor también.
primaveradigital@gmail.com
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