jueves, 21 de agosto de 2008

Juez y Parte, (cuento), J. J. Almeida

¿Me toca a mí? Yo también soy de La Habana, del municipio Playa, de
Marianao, del ilustre residencial Palo Cagao, al que muchos cínicos llaman
con sarcasmo Madero Defecado. Las personas más importantes de mi vida
hoy son mis más críticos verdugos; pero también son mis cómplices. Mi padre
es un don nadie y mi madre es mucho menos. Mi vida fue sencilla, nací en el
66 y veintidós años después me gradué de leyes en la facultad de
Derecho de la Universidad de La Habana. Más tarde me ubicaron de fiscal en
un lugar del cual prefiero no dar datos. Lo único que he hecho en toda mi vida
ha sido estudiar. Gané concursos y muy buenas notas. Viví la crisis de los
setentas, la de los ochentas, la fiebre de los balseros y la ingeniería creativa de
los años noventas. Muchas veces me pregunté cuando pasaría algo que
modificara un poco la cosa; pero nunca sucedió lo que esperaba y hoy no creo
que suceda nada.

Solo algo cambió sin que me diera cuenta, mi vida. Sin quererlo me
transformé y emigré; pero no para Miami como muchos en el barrio, yo
simplemente emigré por completo la manera de pensar, antes pensaba con
sueños e ilusiones y hoy pienso con mis realidades, con el estomago y con la
mordaza de mis necesidades donde ser creativo es un deber tan alto como
respetar la bandera. Y cegar con ironías los ojos de la vergüenza fue como
lavarme los dientes cada mañana.


¿Mi nombre? No te lo diré porque puedo ser tú; pero también puedo ser uno
de los tantos que terminan con un cartel lumínico exhibiendo, sin querer, algo
que no son. ¿Qué soy? Soy cubano, jurista, pintor de iglesias, ayudante de
albañil, marchante de artistas frustrados, vendedor de maníes a la salida de un
cine, deportista sin record, traficante de carne de cerdo en diciembre,
representante de una empresa de bajo costo. Ya ni sé porque la profesión y
mis oficios se entrelazaron tanto que no dejaron espacio ni para permitirme la
opción de elegir. A una misma familia que vivía en Miramar le he prestado mis
servicios como plomero arreglando el salidero de su baño, le he cuidado la
casa como custodio, y meses mas tarde los he divorciado como letrado. He
vendido meriendas en la playa, he fabricado botes para incipientes marineros, y
he alquilado mis ojos para velar a los guardias durante alguna salida ilegal.

¿Una anécdota? Cualquier cosa puede ser algo bueno que contar. Está bien,
le narraré una; pero sin muchos detalles porque al narrar esta historia a
menudo busco alivio pero siempre encuentro miedo. En una ocasión hablé con
Eduardo el marido de Finita. Me encantó hablar con ellos porque son una
pareja perfecta, a Finita la adorna una sonrisa de esas que contagia, a Eduardo
lo engalana la seguridad que da el dinero y a mi… Nada, yo estaba escachado.
Pero Eduardo es como un sedante, y como todos los gordos es un tipo
simpático. Ese día, nos sentamos a conversar en la sala de la casa de mi
abuela que es donde vive toda mi familia. Por suerte ella murió porque en
lo que era su casa, ahora vivimos mi madre, mi padre, dos hermanos casados,
mi esposa, mis hijos y yo. Si mi abuela no hubiese fallecido no hubiésemos
podido resolver dividiendo su única herencia en esos cuartones que hoy nos brindan determinada privacidad. Creo que la tarde en que murió la abuela todos respiramos y hasta nos alegramos un poco.

No hay momento del mundo que mi esposa no pelee, siempre está con la
misma cantaleta. No hay tarde que no mencione la balsa, ni noche que no
reproche esta pocilga, es como un disco rayado que repite y repite hasta el
agotamiento. Por eso, aquella vez, no pude hacer otra cosa que despejarme de
todo el orgullo y sincerarme con Eduardo. Cargándome con la pena, el
indecoro, o el deterioro moral con que un viejo pide una limosna, le supliqué
encarecidamente que me alistara en alguno de sus prósperos negocios porque
como repite mi esposa para herir mi autoestima, aquí la vida de un leguleyo no
es diferente a la de un mendigo.


Me costó mucho trabajo pedir, me sentía tan humillado como el buen hombre
de la Edad de Oro cuando gritaba junto al lago: Camaroncito duro sácame del
apuro.

Eduardo es un tipo de pocas palabras y como muchas veces escuché, hacer
un negocio con él es tan solemne como tocar el martillo en un juicio. Y así fue,
acordamos algo, Eduardo se fue, y a las cuatro y cuarto de la mañana se
apareció una rastra con un contenedor frente a la casa. Un tipo se bajó,
preguntó por mí voceando con la valentía que solo envuelve la costumbre, y
cuando salí, me dijo que venía de parte de Eduardo.

Todo el vecindario se asomó. Una rastra con un contenedor robado en el
medio de Marianao es algo serio. Claro, también es tan común como una gota
de agua salada en el mar; pero con todo y común, me asusté muchísimo, me
sudaba la frente, la espalda, las manos y hasta las piernas
sudaban. El terror se apoderó de mí; quería que la tierra se abriera y me
tragara; pero como el miedo y la necesidad no son buenos amigos pensé,
manos a la obra y que pase lo que Dios quiera. El tipo, que nunca se identificó,
me acompañó a la parte de atrás del contenedor, lo abrió con una pata de
cabra, un soplete, y me dijo que bajara todos los jabones.

¿Todos? Si, todos. Contestó que ese contenedor era robado y no podía él
regresarlo al puerto, así que o me los quedaba todos, o me los quedaba todos,
porque era la orden de Eduardo.


Bajar cajas de jabones de un contenedor robado, de madrugada, intentando
esquivar las miradas de todo el vecindario y con tremendo miedo demora
mucho. ¿Sabe usted cuantos jabones bajamos? ¿Sabe usted cuantos jabones
caben dentro de un contenedor robado? Yo no sé; pero son un montón de
jabones. Pues a bajar jabones. Mi esposa y yo nos tuvimos que ir a dormir con
mis padres porque llenamos de jabones nuestro cuarto y la cocina. En cuanto
puse la cabeza en la cama vinieron a la mente los momentos de estudiante,
mis clases de derecho y la discutida frase del Emperador Adriano, que cuando
el pueblo se acostumbra a violar las leyes menores, el legislador debe cambiar

la ley porque si no, el pueblo se acostumbraría entonces a violar las leyes mayores
Si yo pudiese comprar jabones al por mayor, con un crédito bancario y poner
una tienda publica, no se me hubiese ocurrido participar en esto, ni verlo tan
normal y necesario. ¡Que claro estaba el emperador Adriano! pero yo no tenía
el tiempo suficiente para esperar el cambio de la ley, y tuve que luchar la calle
porque el que quiere comer pescado fresco tiene que mojarse las nalgas.

Romper el hielo del ambulantáje es muy duro, primero aparece la vergüenza
de que te vean en eso. Tocar las puertas para ofrecer jabones u otra mercancía
es terrible y denigrante. Después te lo impones, luego se crea el conflicto
interno, pero cuando ves la plata, el aceite y el refrigerador lleno, te envicias.
Y vendimos jabones, muchos jabones vendimos; pero vender un contenedor
de jabones bolsita por bolsita es lento y dificilísimo. Mientras mas jabones
vendíamos, mas jabones aparecían. Aquello no tenía fin. ¡Coño como trae
jabones una maldita rastra robada! Mi madre vendió jabones, mi padre vendió
jabones, mis hermanos vendieron jabones, mi esposa vendió jabones, yo vendí
jabones y hasta mis hijos vendieron jabones.


Por supuesto que también guardamos y regalamos jabones a muchos amigos,
y a no tan amigos para enjabonar las bocas de los mirones. Pero los jabones
no se acababan y a alguien se le ocurrió venderlos al por mayor para salir de
todos.


Agarré una bolsita con unos doce jabones, fui al mercado agropecuario de
Marianao. Allí me arrimé a la parte donde se vende carne de
cerdo y hablé con uno de los vendedores que luego devino en mi amigo. Oye
fulano, ¿me vendes un pernil de cerdo?


Claro, me dijo y cuando el tipo se dispuso a cortar y pesar la pieza, vino la
sorpresa.
-Mira chico- le expliqué- yo lo que quiero es vender jabones ¿tu quieres jabones? Con los jabones que tengo te puedes retirar de la carne de cerdo-
me acerqué, puse mi mano en la pesa y continué- yo tengo muchos, pero
muchos jabones. Es más, yo no creo que tú tengas billete para comprar
mis jabones.

El guajiro agarró su sombrero con desenfado porque a los guajiros no les
gusta que los reten, le habló a su ayudante para que atendiera el negocio por
un rato, brincó el mostrador como saltan los monos en el circo, y con aire de
hacendado de telenovela dijo, vamos a ver tus jabones chamaco, que yo te los
compro todos.

El vio el negocio de su vida y yo la solución a mi problema. Cuando llegamos
a casa y le mostré mi tesoro; ¡Pero mijo!, estos son muchos jabones, dijo el
campesino asombrado al ver tantos y tantos jabones. Al otro día regresó con
un camión y me los compró todos. Bueno, no todos de un solo viaje porque eran muchos jabones; pero en nueve viajes, a camión lleno, se los llevó todos.
Lo primero que hice fue pagarle a mi acreedor Eduardo para asegurar una
larga y prospera relación comercial donde Palo Cagao subiera como la espuma
adoptando el envidiado estatus de capital de contenedores robados. Y así fue,
gané mucho dinero, tanto como para poder hacer hasta chistes simpáticos. Ya
sabes que los pobres casi nunca son simpáticos.

A aquel cargamento de jabones le siguió otro, y otro, y otro, luego pasamos al
Champú, hasta que llegaron el Desinfectante y el Aromatizante. Con eso si
corrió el billete. Ya me creía Al Capone con su tráfico de alcohol prohibido.
Pasaba contento las tardes de domingo paellero, disfrutando los atardeceres
en la piscina del Hotel Chateau, rodeado de mi familia, amigos y un músico que
no paraba de admirar mi inteligencia. Hasta mi esposa, de ser mi adorable
chancha peleonera se convirtió en una excéntrica y divertida gorda, adicta a la
compra de oro caro. Compramos una moto para la servidumbre de la casa
porque contratamos una prima de cocinera y un vecino de chofer. Eso sin
contar varios empleados temporales, uno para que un día limpiara mis
zapatos, otro para que fuera a la bodega por los mandados, un mecánico que
vivía con nosotros y alguna que otra nursemaid de niñera para los niños.
Adquirimos tres perros finos, un camioncito para ponerlo a trabajar en el
transporte de mercancías y un Peugeot moderno para emparejar con los
gerentes. Por supuesto que viajamos al exterior, fuimos a Chile, a una playa
que se llama Viña del mar, es un bonito lugar; pero de eso no quiero hablar
mucho porque fuimos en agosto pensando que era verano y pasamos un frío
del caray. Arreglamos y agrandamos la casa pero no permutamos porque me
gusta mucho mi barrio, la gente es muy unida y los conozco a todos desde que
nací. De hecho nací en Palo Cagao, me crié en Palo Cagao, y de ser posible,
me gustaría morir en Palo Cagao. Además, porque dicen que Palo Cagao es
igualito a Hialeah.


Tiempo mas tarde Eduardo se fue del país y con él se fue Finita. Pero antes
me pasó el negocio. Todo era muy fácil, un scanner digital, un papelito
especial, un cuño algo complicado y un sobornito de imprevisto. Me
comenzaron a llamar el Rey de la higiene. Y como es lógico, toda la comarca
se benefició con mi lustrado reinado. Unos cobraban por almacenar, otros por
vender, otros por vigilar y muchos por proteger. Eso es a lo que llamo un
negocio prospero, local y seguro. Mi mujer parecía haber olvidado la cantaleta
de los reproches; pero tenía otros: no te metas en más rollos que te van a
coger un día, ya tenemos bastante, pipo deja esto, es bueno lo bueno; pero no
lo demasiado.


Y claro que yo entendía, eso es muy fácil decirlo pero ¿qué querían que
hiciera?, ¿volver atrás?, ¿abandonar todo y regresar a la miseria?, ¿caerle a
patadas a la suerte que por una vez se paró frente a mi? No pude porque todos
los que me intentaron proteger con esas frases, estaban siendo también un
poquito egoísta al no mirar a aquellos que con mí actos delictivos más se
beneficiaron, el barrio que tanto agradeció y pidió por mí en las noches como si
yo fuese su Robin Hood de nuevo tipo, aquel que roba a los de arriba para
repartir abajo. Porque… ¿qué hacen los de arriba sino es bañarse con jabón

robado?, o ¿de donde cree usted que ellos sacan sus jabones?

Una mañana de octubre mientras ejercía mi profesión, cayó en mis manos un
expediente que volvió a cambiar mi vida. Un delincuente tenía que ser
juzgado con todo el peso de la sociedad. El tipo estaba instruido por
receptador, vendedor y por ser parte del contrabando, robo y trasiego de
contenedores en el puerto. Y lo peor, yo sería su fiscal. Con toda la frialdad
del mudo comencé a estudiar el caso de manera que, sin buscarme problemas,
mi posición lo llevara hasta cumplir el mínimo de la sanción. Estudié
minuciosamente el expediente, tomé el bolígrafo pero coño, ¿cómo podía yo
hacer eso? Escoger entre la moral, la necesidad, el vicio y la conciencia es
muy difícil. No pude. Dejé todo sobre mi mesa de trabajo y salí. Salí a
caminar, a buscar opiniones, a mirar el mar, a respirar porque me faltaba el
aire, me dolía el pecho y me temblaba el alma. No sentía miedo, sufría de asco.

Llegué a la casa, tome agua y seguí al baño. Cerré la puerta y sin pensarlo dos
veces, de un par de tajazos me corté las venas. Miré al espejo y al ver el
detestable monstruo que en el se reflejaba vomité. Todo el baño se salpicó de
rojo, me dio frío, cansancio, sentí una sensación de placer o de me da lo
mismo. Los ruidos se fueron alejando, la claridad se fue apagando, como
cuando te da una fatiga de mareo pero multiplicada por cien. Yo no vi la
hermosa luz blanca que muchos cuentan, ni la túnica brillante al final del túnel
oscuro, no escuché la voz dulce que te llama, ni sentí la separación del cuerpo.
Solo, horas, minutos, o días mas tarde, desperté en una camilla del hospital
militar rodeado de doctores. Alguien salvó mi vida quizás pensando que yo la
necesitaba ¡Que desgracia! No quise preguntar quién destruyó mi tranquila
muerte porque para mi, yo no era mas que un cadáver. Cuando mejoré de las
heridas me sometieron a tratamiento psiquiátrico, me ingresaron y así, aun
estoy. Sigo fingiendo estar loco porque no quiero estar fuera. Me alejé tanto
de la realidad que ya no quiero ni puedo ser parte de ella.
Esa es mi historia, mi chiste y mi venganza.
mailto:primaveradigital@gmail.coml.com

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