jueves, 7 de agosto de 2008

6622 de IBERIA, (cuento), Juan González Febles

No sería fácil y no querían hablar de ello. Prefirieron hacerlo del Paladar. De cuan acogedor era y del servicio familiar y eficiente que les brindaba. Del modo personal que les permitía sentirse distintos. De su limpieza y de las personas que compartían el resto de las mesas.

Las reservaciones estaban ocupadas por cubanos, al menos al 50%. Mujeres bellas en su estilo, de acuerdo siempre con los ojos con que eran apreciadas. Todas con excepción de Sandra, brindaban o compartían la compañía de extranjeros. En unos casos turistas o residentes en la Isla por razones de trabajo, personales o cualquier otra.

Eran en su mayoría italianos o españoles. Cuando la norma parecía romperse, se trataba de una española o una italiana compartiendo la velada con un negro, un mulato o un jabao.

No levantaba la vista del menú. En apariencia, no acababa de decidirse por alguna oferta en especial. La miraba en silencio con la paciencia o la resignación de quien no tiene algo por decir, o quien sabe que no conseguirá decir algo adecuado.

-¿Te parece bien Hash Gordon o pollo Gordon Blue?
-Ambos son buenos –dijo él- este Paladar tiene la piscina y esos dos platos como emblema. Cualquiera de los dos es exquisito y para mí están bien.
-¿Será así nuestra última noche? Voy a regresar como ciudadana española y te sacaré de aquí y lo olvidaremos todo. Se bueno conmigo y deja que te vea sonreír, por favor…

El dibujó una sonrisa y le tomó la mano con ternura por encima de la mesa. Pero no fue suficiente para disolver la rara atmósfera que les envolvía. Paseó la vista por las paredes del local y apreció las litografías que los propietarios adquirieron en el Taller de La Plaza de la Catedral. Había buen gusto y conocimiento.

El dueño del establecimiento era un artista plástico frustrado. Encontró su éxito como dueño de restorán. La apertura limitada dictada por el gobierno, le permitió realizar su fantasía. Inauguró su Paladar y puso sus excelentes relaciones en función de convertirlo en el punto de reunión por excelencia para escritores, artistas plásticos, músicos, trovadores y gente rara autorizada para serlo.

En las mesas de su establecimiento, se compraban obras de arte, se establecían compromisos para viajar o para grabar música y después viajar. Se negociaba la edición de libros de cuentos, novelas y ensayos. Se fabricaban ilusiones, se producían decepciones y en ocasiones se cocinaban las más crueles traiciones. Todo esto, de una u otra forma encontraba acogedora resonancia en su caja registradora.

Sandra y Eduardo se conocieron tres años atrás. Desde ese momento se construyeron una relación embellecida con verdades inventadas. Las bellas falsedades como elementos de ligazón sentimental, les llevaban a pisar en falso. Pero lograban sortear con elegancia este proceso sin dudas lento, doloroso y desgastante.

La camarera llegó sonriendo y colocó los mojitos cortesía de la casa. Los vasos venían adornados con vistosas sombrillitas que hacían las veces de removedores. La muchacha se inclinó sobre la mesa para tomar la orden y Eduardo miró de soslayo los senos generosos y bien formados de la empleada. Era muy joven y no usaba sostén, quizás por moda o quizás por necesidad.

Sabía mirar con discreción y de ser necesario con inocencia. Se cuidó de que Sandra no se percatara de la agradable inspección que hacía en la masa firme, inquieta e inquietante de la empleada. Esta tenía un pequeño crucifijo de oro entre los senos, pero no había modo. Ni Cristo con sus legiones conseguiría que dejara de mirar. Sandra por su parte, estaba muy interesada en su mojito. Jugaba con el removedor como si sólo existiera eso en el mundo. Lo revolvía con la rotación de la sombrillita.
Era verdaderamente linda con sus piernas perfectas y robustas y las nalgas redondas, prominentes y bien formadas. Según los que saben, el primer elemento español, el segundo africano. Ese era su mejor emblema de cubanía. Sandra era un derroche perfectamente equilibrado de alegría, sensualidad y ternura.

Paseó la vista por la piscina iluminada con spot lights. Estos se encontraban distribuidos con gusto para destacar el conjunto estético formado por el estanque y el hábil trabajo de un jardinero.

Esperaban su turno junto a la piscina para pasar al restorán. Había algunas mesas de personas a la espera como ellos. Como se trataba de mesas de espera, los inspectores previamente sobornados, no echaban a ver que el Paladar rebasaba las doce sillas. Este es el límite impuesto por el exigente fisco cubano a estos establecimientos.

La espera era en la selecta compañía de una clientela elegante y perfumada. Esta no guardaba relación con el resto del universo habanero conocido. Eran personas aparentemente felices y despreocupadas, pero unidas en el amor concedido por la visa o la visa concedida por amor.

-Hay que hacerlo, ¿no?
-Tú dices que es necesario hacerlo- respondió con la vaguedad con que solía eludir dar una respuesta concreta.
-Estuviste de acuerdo-insistió ella- pero ahora parece que soy yo la única culpable de todo. Me haces sentir horrible.
-Nadie es culpable de nada, ni tú, ni yo-dijo en tono conciliador- es todo, es el país, es esta mierda…

Como por una convención no escrita, cuando los cubanos se refieren al gobierno dicen: “esta mierda”. Cuando se trata de los personeros del gobierno, se refieren a, “esta gente”. Los sicólogos del aparato represivo entrenan a sus agentes para que tomen nota de estas peculiaridades semánticas. Eduardo que cuidaba mucho de las formas, conocía de estos detalles y sólo se permitía licencias, cuando confiaba del todo en su interlocutor, como era el caso.

La camarera salvó la situación cuando apareció con el pedido. Las porciones de carne y de pollo eran generosas. Las sirvieron con abundante guarnición de papas fritas. Para la despedida pidieron cerveza de importación. Las latas estaban frías y al borde de la congelación. Eduardo vivía el sueño nacional de buena mesa y buena hembra. Pero como todo sueño, con apremios y con una brevedad que lo hacía patético.

Salieron del Paladar a una noche clara de luna y estrellas. Se detuvieron para besarse en la desierta Avenida de Acosta. A sus espaldas, desde una pancarta gigante, un Castro retocado y juvenil, detenido en el tiempo, parecía dirigirse a la pareja. Lo hacía con el reclamo de sus interminables y aburridas batallas. Eduardo pasó su brazo por encima del hombro de ella y ella le enlazó por la cintura.

-Se tierno y bueno conmigo. No digas cosas desagradables, tampoco digas algo agradable. No hables, no lo necesitamos.
-¿Hasta cuando tenemos?-aunque lo sabía, necesitaba preguntar.
-Me voy mañana en la noche, a las siete. Es el vuelo 6622 de Iberia con destino a Madrid. No quiero que vayas a despedirme, yo te llamaré por teléfono desde España enseguida que llegue.

A lo lejos, los campanarios gemelos de la iglesia Los Pasionistas y la llama de la refinería, en la Bahía de La Habana, participaron a su manera de la despedida. La calle oscura y rota en su abandono, con sus baches y sus irregularidades, afirmó el sentido obligatorio de las vidas arregladas por decreto. Esa noche, Sandra y Eduardo se amaron como si fuera la última. Lo hicieron en La Habana.
Fin. 2003-02-01

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