Se paró frente a un sucio portal cercano al céntrico y decadente Mercado de Cuatro Caminos. Clavó su mirada en un par de zapatos blancos de mujer, marcados por la inclemencia de una época antigua. La curiosidad animaba su pensamiento “… ¿cuánto querrá ese viejito por ellos? …aparte reviejo, una sola puesta acabaría su existencia…seguro cinco pesos para comprar cigarros o ron…”
Así pensaba Sonia mientras paseaba por la siempre concurrida calle Monte. Hacia apenas una semanas había llegado de Yateras, un poblado perdido en la intrincada geografía guantanamera. Aunque estaba de visita por problemas médicos, el esplendor sin brillo de la Habana la tenía deslumbrada, sin deseos de regresar, dispuesta a encontrar algo o alguien que le proporcionara un cambio en su monótona existencia
Un elogio con acento italiano la sacó de su abstraído pensamiento. Sus ideas confusas no le permitían decidir con libertad. Estaba advertida de los turistas que acechaban a su presa en plena calle. Intentó ignorar los galanteos y seguir caminando; pero respondió las rápidas y sencillas respuestas que su interlocutor le hacía.
Cuando reaccionó, ya estaba sentada en el asiento trasero del Moscovich Aleco, que le produjo ciertas dudas acerca de la solvencia económica de su repentino pretendiente. A su mente llegaron desgastadas concepciones ético morales, que desaparecieron con un susurro que le decía “…Stefano…”.
Stefano Rizzato, era un ginecólogo capitalista. Aquellas palabras calmaron sus inquietudes, a la par que sentía la proximidad de su cuerpo mientras la envolvía en sus brazos. Los labios de Sonia, en pleno rubor, respondieron con recelo al beso escurridizo y sorpresivo que él le diera. Iba muy rápido, eso no le gustaba; pero había decidido montarse en ese tren y asumir las consecuencias
Menos de 10 minutos les tomó llegar hasta la Cafetería del Habana Libre. El pánico invadía sus piernas. Sobre su cuerpo pesaban las miradas de los transeúntes, aquellas sonrisas que le decían “… vaya lo atrapaste…”. Sabía que la juzgaban como una vulgar jinetera. Estaba molesta, pero eso no debía interesarle. Debía arriesgarse y pensar solamente en ella y su futuro.
Stefano la tomo con tal naturalidad de la mano que parecía tenían una relación de años. Entraron juntos, nunca antes había estado en un hotel. Los nervios no la dejaban actuar con naturalidad, temía hacer un papelazo. Sus pies bajo la mesa no dejaban de moverse. No quiso nada, aunque estaba con el estómago vacío desde la noche anterior. Sólo le reconfortaba la idea de que quizás Dios estaba escuchando sus plegarias.
Caminaron tomados de la mano por la calle l hasta 19. Entraron en una casona de grandes columnas y ventanales de cristal. Una señora la acompañó hasta una confortable habitación. El demoró 5 intensos minutos en llegar. Sonia estaba decidida a darlo todo. Se sentía culpable, estaba traicionando sus principios, pero no debía pensar, era su oportunidad de cambio.
Stefano entró, su rostro ya no mostraba la dulzura de antes cuando le acariciaba las mejillas, resaltando su belleza y el intenso color café de sus rasgados ojos. Sin preámbulos le exigió tomar un baño caliente. Desorientada Sonia obedeció el mandato sin reflexionar. Se sentía rara, era difícil mostrarse apacible frente a aquella mirada que escudriñaba cada centímetro de su cuerpo mientras se desvestía, ni sus desgastados blumers escaparon de la inspección.
Aún no podía creerlo, estaba desnuda frente aquellos ojos desconocidos que la ruborizaban de pie a cabeza, sin despertarle el menor deseo. Le ofreció ayuda y sin ser aceptado, ya se le estaba restregando con ímpetu, enrojeciendo su blanca piel. La hizo asearse tres veces, luego la acostó en el centro de la cama, la observó libidinosamente y sin piedad se abalanzó sobre ella, no sirvió de nada que intentara contener sus instintos sádicos, la domino completamente, apretó sus carnes, laceró su orgullo, penetró su intimidad. Una goma de látex contuvo la fluida ira de su minúsculo cuerpo. Todo fue rápido, violento y silencioso. Un número telefónico y 13 dólares fue la despedida.
Incrédula daba pequeños pasos, al fin había terminado. Su cuerpo aún no se alineaba con su mente. En una tienda de la calle Línea compró con su recompensa ropa interior para lucir en su próxima cita. Tenia la esperanza de mejorar económicamente y quizás escapar de su derruido país.
De regreso a casa, intentó comunicarse pero Stefano estaría tres días en Varadero. Pasado el tiempo sin arreglo de un encuentro, decidió sorprenderlo. Visitó sin ser invitada la casona de la calle 19. Estaba con su esposa, otra cubana que era celosa y no debía percibir su presencia. Sabía reconocer cuando había perdido; entendió que aquella historia había terminado para ella. Existían ciertos límites que no rebasaría.
Frustrados todos sus planes, le faltaba el valor para mirarse a sí misma al espejo. Su propio reflejo la asqueaba, no podía reconocerse. Cerraba los ojos y vivía nuevamente cada una de las escenas. No podía creer que había entregado tanto, en tan poco tiempo a un desconocido de 45 años y mediana estatura solo por ser italiano.
Un dolor ilocalizable, en una herida imperceptible, le cortaba la respiración. Ahogada en su llanto y pena, sufría en silencio. Quería gritar y un hombro donde apoyarse; pero la vergüenza de una confesión la mantuvo en soledad hasta la mañana. Entonces comprendió que Dios no le cambia la vida a nadie en unas horas. Aprendió a medirse, a conocer cuanto era capaz de hacer y, hasta donde llegar por una insegura oportunidad.
Recordó el portal sucio de la calle Monte, las miradas prejuiciosas que la juzgaban de la misma manera que ella sentenció el destino de aquellos zapatos marcados por el tiempo. Sintió el mismo abandono, uso y suciedad. Eufórica se levantó y se vistió. Volvió sobre sus pasos al pórtico cercano al Mercado de Cuatro Caminos. Se paró justo delante de ellos, aun estaban allí, al lado de su indigente vendedor. Como detenidos en el tiempo, ella y los zapatos blancos de mujer, esperaban que alguien o algo aparecieran y le diera la oportunidad de cambiar su destino.
Así pensaba Sonia mientras paseaba por la siempre concurrida calle Monte. Hacia apenas una semanas había llegado de Yateras, un poblado perdido en la intrincada geografía guantanamera. Aunque estaba de visita por problemas médicos, el esplendor sin brillo de la Habana la tenía deslumbrada, sin deseos de regresar, dispuesta a encontrar algo o alguien que le proporcionara un cambio en su monótona existencia
Un elogio con acento italiano la sacó de su abstraído pensamiento. Sus ideas confusas no le permitían decidir con libertad. Estaba advertida de los turistas que acechaban a su presa en plena calle. Intentó ignorar los galanteos y seguir caminando; pero respondió las rápidas y sencillas respuestas que su interlocutor le hacía.
Cuando reaccionó, ya estaba sentada en el asiento trasero del Moscovich Aleco, que le produjo ciertas dudas acerca de la solvencia económica de su repentino pretendiente. A su mente llegaron desgastadas concepciones ético morales, que desaparecieron con un susurro que le decía “…Stefano…”.
Stefano Rizzato, era un ginecólogo capitalista. Aquellas palabras calmaron sus inquietudes, a la par que sentía la proximidad de su cuerpo mientras la envolvía en sus brazos. Los labios de Sonia, en pleno rubor, respondieron con recelo al beso escurridizo y sorpresivo que él le diera. Iba muy rápido, eso no le gustaba; pero había decidido montarse en ese tren y asumir las consecuencias
Menos de 10 minutos les tomó llegar hasta la Cafetería del Habana Libre. El pánico invadía sus piernas. Sobre su cuerpo pesaban las miradas de los transeúntes, aquellas sonrisas que le decían “… vaya lo atrapaste…”. Sabía que la juzgaban como una vulgar jinetera. Estaba molesta, pero eso no debía interesarle. Debía arriesgarse y pensar solamente en ella y su futuro.
Stefano la tomo con tal naturalidad de la mano que parecía tenían una relación de años. Entraron juntos, nunca antes había estado en un hotel. Los nervios no la dejaban actuar con naturalidad, temía hacer un papelazo. Sus pies bajo la mesa no dejaban de moverse. No quiso nada, aunque estaba con el estómago vacío desde la noche anterior. Sólo le reconfortaba la idea de que quizás Dios estaba escuchando sus plegarias.
Caminaron tomados de la mano por la calle l hasta 19. Entraron en una casona de grandes columnas y ventanales de cristal. Una señora la acompañó hasta una confortable habitación. El demoró 5 intensos minutos en llegar. Sonia estaba decidida a darlo todo. Se sentía culpable, estaba traicionando sus principios, pero no debía pensar, era su oportunidad de cambio.
Stefano entró, su rostro ya no mostraba la dulzura de antes cuando le acariciaba las mejillas, resaltando su belleza y el intenso color café de sus rasgados ojos. Sin preámbulos le exigió tomar un baño caliente. Desorientada Sonia obedeció el mandato sin reflexionar. Se sentía rara, era difícil mostrarse apacible frente a aquella mirada que escudriñaba cada centímetro de su cuerpo mientras se desvestía, ni sus desgastados blumers escaparon de la inspección.
Aún no podía creerlo, estaba desnuda frente aquellos ojos desconocidos que la ruborizaban de pie a cabeza, sin despertarle el menor deseo. Le ofreció ayuda y sin ser aceptado, ya se le estaba restregando con ímpetu, enrojeciendo su blanca piel. La hizo asearse tres veces, luego la acostó en el centro de la cama, la observó libidinosamente y sin piedad se abalanzó sobre ella, no sirvió de nada que intentara contener sus instintos sádicos, la domino completamente, apretó sus carnes, laceró su orgullo, penetró su intimidad. Una goma de látex contuvo la fluida ira de su minúsculo cuerpo. Todo fue rápido, violento y silencioso. Un número telefónico y 13 dólares fue la despedida.
Incrédula daba pequeños pasos, al fin había terminado. Su cuerpo aún no se alineaba con su mente. En una tienda de la calle Línea compró con su recompensa ropa interior para lucir en su próxima cita. Tenia la esperanza de mejorar económicamente y quizás escapar de su derruido país.
De regreso a casa, intentó comunicarse pero Stefano estaría tres días en Varadero. Pasado el tiempo sin arreglo de un encuentro, decidió sorprenderlo. Visitó sin ser invitada la casona de la calle 19. Estaba con su esposa, otra cubana que era celosa y no debía percibir su presencia. Sabía reconocer cuando había perdido; entendió que aquella historia había terminado para ella. Existían ciertos límites que no rebasaría.
Frustrados todos sus planes, le faltaba el valor para mirarse a sí misma al espejo. Su propio reflejo la asqueaba, no podía reconocerse. Cerraba los ojos y vivía nuevamente cada una de las escenas. No podía creer que había entregado tanto, en tan poco tiempo a un desconocido de 45 años y mediana estatura solo por ser italiano.
Un dolor ilocalizable, en una herida imperceptible, le cortaba la respiración. Ahogada en su llanto y pena, sufría en silencio. Quería gritar y un hombro donde apoyarse; pero la vergüenza de una confesión la mantuvo en soledad hasta la mañana. Entonces comprendió que Dios no le cambia la vida a nadie en unas horas. Aprendió a medirse, a conocer cuanto era capaz de hacer y, hasta donde llegar por una insegura oportunidad.
Recordó el portal sucio de la calle Monte, las miradas prejuiciosas que la juzgaban de la misma manera que ella sentenció el destino de aquellos zapatos marcados por el tiempo. Sintió el mismo abandono, uso y suciedad. Eufórica se levantó y se vistió. Volvió sobre sus pasos al pórtico cercano al Mercado de Cuatro Caminos. Se paró justo delante de ellos, aun estaban allí, al lado de su indigente vendedor. Como detenidos en el tiempo, ella y los zapatos blancos de mujer, esperaban que alguien o algo aparecieran y le diera la oportunidad de cambiar su destino.
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