jueves, 26 de febrero de 2009

CURRÍCULUM VÍTAE DEL REPRESOR, Alejandro Tur Valladares (CUENTO)


Su nombre de pila es José Carmenate Bustamante, aunque en el trabajo adoptaba el seudónimo de Antonio Martínez; o para ser más precisos, “Mayor Antonio Martínez”. Había sido jefe provincial de uno de los tantos departamentos que posee la Seguridad del Estado Cubana, el de Enfrentamiento a la Actividad Enemiga.

Era primero de diciembre del año 2007. La tarde caía tras el lomerío que se divisa desde el edificio de dos plantas en que moraba en la ciudad de Cumanayagua. Sentado en el balcón, en el viejo sillón de mimbre; aquel que fuera testigo silente de las cuitas amorosas de su juventud, bajo los helechos que sembrara Vilma, su ex mujer, se bebía un trago de ron mientras recordaba. A su mente acudieron inicialmente las buenas evocaciones.

¡Oh, los juegos infantiles! Recordó que empinar cometas era su pasatiempo preferido. Fuera de época, cuando no podía contar ni con los vientos, ni los guines de castilla, trasfería su pasión al juego de bolas. En aquel entonces vivía en la ciudad de Cienfuegos, frente a la casa de Macho, un anciano que durante sus años mozos estuvo a punto de ser contratado por un caza talentos de béisbol y que ahora de anciano, vendía los mejores duro fríos de la zona. La tierra que daba al fondo de la casa era fina y firme, lo que la convertía en una pista ideal para que por ella corrieran las esferas de cristal multicolor. De todos los confines venían chiquillos dispuestos a retar a los más osados de su barrio, entre los que por su puesto, se hallaba él. Un viejo árbol de mamoncillos plantado allí servía de sombrilla a los infantes durante la primavera o el caliente verano.

Luego vino la adolescencia y con ella el descubrimiento de sí mismo, en lo físico, en lo psicológico, y en lo espiritual. Aquellas largas jornadas de estudio que le torturaban la vida, que le impedían soñar y volar hasta los brazos de María, su primer amor, que aunque platónico, le despertó el instinto sexual. Rememoró su primera vez en la cama. Fue con aquella chica flaca de la que no recordó el nombre. Tan nervioso se puso que el acto se frustró y hubo de pedirle disculpas. Por suerte, la flaca era toda experiencia y con la voz más dulce que recuerde, le dijo: “No te preocupes, mañana será”. Pero para aquella relación no hubo mañana. La vergüenza y la falta de interés dejaron en suspense indefinidamente la pasión no consumida de la sensual amazona.

Ya había terminado el Pre Universitario. Aquella decisiva mañana se encontraba repasando disímiles materias para la prueba de ingreso a la Universidad, cuando tocaron a la puerta. Era un hombre recio, con mirada desafiante y voz marcial.

-Usted es José Carmenate Bustamante- preguntó el desconocido.

-Si.- respondió dubitativo el joven.

Sin adentrarse en formalidades, el individuo sacó del bolsillo izquierdo de su guayabera un carné que portaba grandes letras rojas y en donde podía verse inscrito “Seguridad del Estado”. El sujeto guardó el documento tan rápido como lo había mostrado. Bustamante no tardó mucho en conocer el propósito de aquella visita. Sin mucho protocolo, el hombre le propuso la admisión en una academia militar, en la cual se estaban formando -según palabras textuales del seguroso - futuros agentes de la Inteligencia y Contra Inteligencia.

_¡La patria le necesita, Bustamante!_ exclamó histriónicamente el visitante, quien luego de darle unas palmaditas en los hombros, se marchó, no sin antes, dejarle una tarjeta con un número telefónico para que pudiera localizarlo en caso que se decidiera.


Aunque nunca había mostrado interés por la vida militar, la propuesta le resultaba tentadora. Pensó que si se enrolaba y lograba graduarse como agente del G-2, podría mejorar su vida. Contaría con un salario digno que, debería oscilar - según su cuenta- entre 600 y 800 pesos mensuales. Tendría acceso a tiendas exclusivas, a lugares de recreo, vehículos y todo aquello con lo que jamás no había ni soñado. Además, estaba de por medio el asunto de las mujeres. Muchas se le acercarían como la abeja al panal. Después de todo, como había dicho su tío Manolo: “las mujeres suelen desquiciarse por los uniformes”.

En la academia le fue de maravilla. Allí encontró nuevos amigos. Además descubrió una sensación que desconocía; “el sentimiento de horda”. Al respecto, le gustaba mucho escuchar al mayor Hermenegildo decir: “Este grupo de reclutas al que ustedes pertenecen es como una gran familia, el enemigo de uno de ustedes lo es de todos”.

Desde el comienzo se destacó. Después de todo, siempre había sido aplicado con los estudios. Devoró profusamente cada una de las materias que debió aprobar y en cada una obtuvo las máximas calificaciones. Sumado a ello, su sentido de responsabilidad y el voluntarismo que demostraba, llevó a que recayera sobre su persona la atención de los superiores que, ya por aquel entonces consideraban sería un gran oficial. En poco tiempo logró escalar jerárquicamente hasta el grado de teniente. Tras su progreso iba la envidia de quienes no lograban conseguir sus éxitos.

El grado de Capitán lo logró a los tres años de graduarse quebrando a un desafecto, o para usar sus propios términos; a un contrarrevolucionario.

El activista político, un viejo profesor de psicología en la Universidad local, a quien llamaremos el señor X, era una persona mayor y Bustamante, siguiendo fielmente el manual de la academia, aplicó contra el renegado todo un rosario de métodos represivos.

Mientras se daba otro trago, recapitulaba. En su rostro asomó una mueca que simulaba lejanamente una sonrisa. Los ojos perdidos oteaban el horizonte y se perdían tras el lomerío. Viajaban hasta el pasado para traer al presente aquel día en que su prisionero claudicó.

-¡Se creía duro el muy maricón, pero lo partí en dos!- Se dijo para sus adentros, mientras proyectaba en su mente, a manera de película, las escenas del encuentro.

El viejo no era ningún novicio. No era la primera vez que era detenido y sometido a interrogatorio, por lo que los calabozos, las amenazas de golpizas o muerte, el puñetazo en el buró, el “te voy a meter preso”, ya no funcionaban. Cada uno de los esfuerzos de los oficiales que le habían precedido se estrellaba contra el peñasco de las convicciones del interrogado sin que lograsen erosionarle.

Antes de que le asignaran el difícil caso, Carmenate ya había estudiado con detenimiento el expediente. Escuchó y vio las cintas que había en los archivos, tras lo cual convocó a su despacho al psicólogo del equipo multidisciplinario de la Delegación que había dibujado el perfil psicológico del opositor. No bastándole toda la información que había compilado, se lanzó a indagar sobre su pasado. Con paciencia de lord inglés, fue recabando aquí y allá fragmentos de una muy ordenada vida, en apariencias inconexas, pero que, una vez conciliados y colocados con tachuelas en el pizarrón de la oficina, comenzaron a mostrar, entre laguna y laguna, puntos de coincidencia, que eran reconocidos y ensamblados por los sentidos aguzados del represor. Luego de meses de paciente composición del material colectado, por fin surgía algo.

Casi por casualidad descubrió que su hombre llevaba una doble vida. Si bien públicamente se le conocía como un hombre religioso y felizmente casado, en privado compartía su pasión con un contador de una empresa al que hacía participe de su desafuero sexual. Nada de reprochable tenían las preferencias sexuales del activista, al fin y al cabo, era totalmente responsable de su vida, a no ser por el hecho de que, por años, se había encargado de ocultarlo, fundamentalmente a su familia, que nada sospechaba. Una vez descubierto, el profesor fue presa fácil del chantaje por parte de quien veía en su asesinato moral la vía directa para un ascenso vertiginoso.

En una lucida ceremonia, le colgaron los grados. Emocionado recibió un cálido abrazo de su ídolo, el Mayor Hermenegildo, unas palmaditas y unas palabras de aliento: - ¡Siga así, combatiente!

¿Qué como llegó a Mayor? Es triste decirlo, pero, ¿fue traicionando?

Luego de años sin lograr un nuevo ascenso, a pesar de todos sus afanes y desvelos como cancerbero de un régimen al que ya había descubierto su naturaleza dictatorial, se sintió subvalorado. Sistemáticamente se preguntaba cómo era posible que esos viejos ignorantes todavía estuvieran dándole órdenes. Él, que había estudiado en la mejor academia de la nación, que había tenido las mejores calificaciones, que era admirado e envidiado por sus compañeros, tenía que rendirle cuentas a un anciano cuyo único merito era haberse incorporado desde los mismo comienzos a aquel proceso político que eufemísticamente llamaban revolución.

No supo precisar con exactitud cual fue el día en que se decidió a serrucharle el piso a su superior. Con la misma tenacidad con que se dedicaba a hurgar en la vida de sus víctimas, se dedicó a escudriñar los oscuros rincones en la vida de su jefe, a mirar bajo la alfombra de las apariencias, la basura que se mantenía oculta a la vista y descifrar los vicios, excesos, deficiencias, errores, e inclusive faltas de carácter criminal cometidas por su superior.

En el mundo del autoritarismo militar, bajo la piel del respeto se esconde el resentimiento, por lo que a Bustamante no le fue trabajoso acopiar en poco tiempo un volumen impresionante de material con el que atacar a su objetivo.

A través de su pesquisa conoció que el mayor Hermenegildo tenía relaciones amorosas con la esposa de un teniente, al que para quitar del camino había sacado del país en una peligrosa misión de la que jamás regresaría. Supo de su adicción por las buenas bebidas. En tal sentido le informaron que un gerente amigo del mayor era el encargado de sustraer de los almacenes que dirigía los licores que eran de su preferencia. Hermenegildo lo había librado en cierta ocasión de las garras de la justicia, pues durante una auditoría le habían comprobado un mega faltante y ya se le comenzaba a procesar para juzgarle cuando el mayor intervino a su favor. Desde entonces, el funcionario no sabía que hacer para agradecer y saldar aquella vieja deuda.

Con estos elementos en las manos, le hizo una visita a un colega que le debía un favor y que laboraba en el Departamento de Orden Interno, cuya función era velar porque dentro de los disímiles departamentos de la Seguridad del Estado, el personal mantuviese una “integridad ejemplar”. Lo que siguió fue dejar que las investigaciones siguieran su cauce natural. Antes del mes, el mayor Hermenegildo había sido defenestrado. Lo irónico de esta historia era que el ahora ex Mayor nunca sospechó de su otrora discípulo, y de que hasta buscase, antes de pasar a retiro forzoso, como último acto de mando, promover al subalterno.

En poco tiempo, Bustamante vio coronado su esfuerzo. Llegaba a los grados de Mayor antes de cumplir los treinta años de edad. En aquel instante, entre la bruma causada por el efecto del licor consumido en la celebración y las cavilaciones calenturientas de futuras conspiraciones en pos de nuevas cumbres de mando y poder, pensó que su tránsito hacia responsabilidades más trascendentes era indetenible.

Había trascurrido dos años ya del ascenso. Más de medio centenar de herejes habían sido quebrados por su espada. El trabajo marchaba viento en popa cuando a su oficina llegó aquel voluminoso informe.

El texto describía detalladamente las actividades políticas de un sujeto que en los últimos tiempos estaba dando no pocos dolores de cabeza. Este había surgido de la nada. No se le conocían vínculos anteriores con los “grupúsculos” – nombre despectivo con que el oficialismo identifica a los disímiles movimientos de la oposición – ni se le conocía en los círculos intelectuales, ni siquiera había hecho carrera dentro de las instituciones gubernamentales. Sin embargo, a pesar del anonimato, había logrado liderar a un grupo que se presentaba muy activo y que a pesar de todos los intentos por desgastarlo, seguía fortaleciéndose hasta el punto de preocupar al alto mando de la Sección de Enfrentamiento.

Una lectura detenida de los diversos informes le indicó al oficial que el tipo analizado no era una persona común, sino que pertenecía a esa especie de individuo que hace de los ideales su obsesión, que está dotado de gran seguridad en sí mismo, de elevada autoestima, voluntarismo, creatividad e inteligencia. En resumen, que era un hueso duro de roer. Lo difícil del caso lo motivó. Hacía mucho tiempo que no enfrentaba a un rival digno de su experiencia. Por ello y luego de haber estudiado en profundidad cada una de las secciones del expediente y haber fijado una estrategia, ordenó que detuvieran al cabecilla y lo trajeran ante su presencia.

Hora y media después, tenía en la sala tres de la Unidad de Seguridad del Estado al objeto de su curiosidad. Mientras penetraba al cuarto, realizó un rápido examen visual del prisionero. Era un hombre joven, de unos 27 años, de tez blanca y pelo negro. Su frente despejada y la suave transparencia de los ojos, le daban un aspecto de mártir que impresionó al represor, que tomó asiento al otro extremo del buró donde descansaban dos carpetas abultadas, conteniendo la vida y obra del activista.

Con los ojos anclados en los documentos y aparentando indiferencia, se dirigió al cautivo poniendo énfasis en cada palabra: -“Vicente García, caray, las ganas que tenía de conocerte”.

Tras esperar unos breves segundos levantó la vista. No sé como describir la conmoción que le sobrevino en el momento en que su mirada colérica, encendida por el odio chocó con aquellos extraños ojos. Por un momento le pareció que estaba ante un ser sobrenatural. ¡Que fuerza! ¡Que transparencia! ¡Que paz! Era la primera ocasión en que se sentía empequeñecido ante un similar. Reponiéndose como pudo, comenzó el interrogatorio.

-Y dígame García. ¿Hasta cuando cree que le vamos a permitir que siga haciendo de las suyas? Hasta hoy fuimos condescendientes con usted. De ahora en adelante no le vamos a tolerar una provocación más.

Mientras esto decía, de instante en instante, levantaba la mirada para ver la reacción del detenido. En cada ocasión, el resultado parecía ser el mismo. La apariencia serena del activista le recordó al represor aquella estatua de mármol que representaba a Apolo, el hermoso dios griego. Por unos segundos se detuvo Bustamante esperando una reacción del entrevistado, que por fin llegó. Pausado, pero con gran soltura y confianza, fue brotando de los labios de García la esencia de su pensamiento.

_ Usted, estimado amigo, tiene la fuerza bruta; por tanto, no tengo nada que objetar a su planteamiento. Sin embargo, le pido que por unos momentos deponga su actitud y escuche lo que siento necesidad de comunicarle. Luego, si le parece, me puede encarcelar. Piense Mayor, ¿que es lo que está defendiendo? ¿Un sistema? ¿Un caudillo? ¿Un sueño? No mayor, Usted defiende tan sólo su modus vivendi. Piense Mayor, piense… No se ha preguntado acaso alguna vez el propósito esencial de la vida. ¿Será acaso hacernos la vida imposible los unos a los otros? ¿Qué nos diferencia a Usted y a mí, más allá de las ideas que defendemos? ¿No somos esencialmente la misma cosa? ¿Qué certidumbre tiene que las verdades que defiende no son equivocadas? ¿Cómo es que sin tener seguridad de nada, dice estar dispuesto a matar por preservar aquellos valores en los que dice creer? En su misma posición se hallaban los inquisidores del Medioevo que quemaban a los herejes, que como yo, cuestionaban al dogma oficial. Giordano Bruno, hoy símbolo de la libertad de pensamiento, en su tiempo fue chamusqueado en la “pira purificadora” en el nombre de Dios…

Bustamante se sentía incómodo. Aquella conversación se le estaba yendo de control. Que era eso de estar filosofando en su oficina. Por otro lado, aquellas interrogantes le sacudieron. En verdad que nunca se había detenido a indagar sobre el propósito esencial de sus actos. ¿Qué buscaba? ¿Qué era tan importante como para hacer lo que se hallaba haciendo? Después de todo el marrano tenía razón. Ese que tenía enfrente y que consideraba su enemigo, no era más que una creación de su mente, pues en realidad, era un ser humano como él. La diferencia estaba dada en la percepción diferente que ambos tenían del universo, en los intereses que perseguían, en los valores que habían abrazado.

Por unos instantes se asustó, pues al aguzar aun más su pensamiento se percató de que por mucho tiempo se hallaba actuando por inercia, pues había perdido de vista el propósito inicial que le motivó en el pasado.

Reponiéndose como pudo y tratando de no mostrar su perturbación, se levantó de la silla, dio unos pasos por la oficina y girando sobre sus talones, salió por la puerta para medio minuto después regresar con otro oficial al que utilizaría como secretario.

-Hernández, levántele un acta de advertencia a esta basura y fíchelo que para la próxima vez, el primer rebote lo va a dar en la cárcel.- Y diciendo esto abandonó la habitación.

Durante el resto del día no fue visto en la unidad. Luego se supo que había tomado su auto y se había encerrado en ese búnker privado que era su hogar. Aún no terminaba de caer la tarde cuando se metió a la cama; esto, luego de haberse tomado unos cuantos rones. Cerró los ojos con el propósito de descansar. Aquella jornada le había resultado inexplicablemente agotadora. Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, acudía a su mente la imagen de García que le recitaba lentamente aquellas palabras que tanto le habían sugestionado: “-¿Nunca se ha preguntado, Mayor, cual es el propósito de la vida?”

Prendió un cigarrillo y después de dos cachadas se decidió a echar a un lado aquello que lo inquietaba.

Sin embargo y a pesar de su resistencia, no pudo evitar que un chispazo de lucidez inundara su conciencia. De pronto tuvo una visión retrospectiva, en la que se vio ejecutando actos tan indignos que le dieron náuseas. ¿Cómo había sido capaz de actuar de tal modo? ¿Cómo había llegado a tal grado de deshumanización? Se sentía perdido. Él, que siempre había sido tan suficiente, con autoestima de acero, de pronto se sintió sin fuerzas para seguir viviendo. Como le hubiera gustado en ese instante haber abrazado alguna doctrina religiosa que le sirviese de muleta en un momento tan difícil. Desgraciadamente, había sido educado en academias militares que habían desterrado a Dios de las aulas. Después de todo, sólo quien se tiene a sí mismo como guía y sustento es capaz de anteponer el deber a los sentimientos y la cordura.

Envuelto en tanto pesar, se fue quedando dormido. Pasó la noche intranquilo, dando vueltas de un extremo al otro de la cama. Imágenes dantescas se sucedían, haciéndole purgar, en unas pocas horas, los horrores que había cometido en décadas.

Se despertó cuando un rayo de sol matinal pasó por entre las cortinas. Con la partida de la noche, milagrosamente se habían disipado los remordimientos. Con las luces del alba se fue restableciendo el orden – o al menos lo que Bustamante consideraba orden- y en su conciencia, una sarta de argumentos fueron configurando la justificación con que en lo adelante avalaría cada uno de sus futuros actos. ¿Por que preocuparse? Después de todo nadie es perfecto. Todos tienen algo que ocultar o de lo cual no enorgullecerse. Por otro lado, en su caso existía la atenuante de que lo que hacía era por el bien de la patria. ¿Qué esto contribuía a su vida de ensueño? Es verdad, pero la misma se daba por añadidura. ¿O acaso no era así? En definitiva, ¿a quien le importa? Si no era él, sería otro.

Otro trago, y se imaginó alzando su copa al aire, rodeado de admiradores, brindando por su éxito. Pero la verdad es que estaba sólo, más sólo que un alacrán en el desierto. Ahora que se hallaba retirado, en soledad y enfermo, lamentaba no haber enrumbado su vida cuando aún estaba a tiempo. Cuanto daría por volver el tiempo atrás, por deshacer lo que sabía mal hecho. Pero ya era tarde para él. La muerte no tardaría demasiado en llegar, por tanto, quizás lo más inteligente sería hacer lo que otros hacen; cerrar los ojos, acallar la conciencia y prometerse a si mismo que no hay nada por lo que preocuparse, porque todo está OK.
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