jueves, 18 de septiembre de 2008

El comercio revolucionario, Alejandro Tur Valladares.


Cienfuegos, setiembre 18 de 2008, (SDP) Las tiendas dolarizadas fueron concebidas en un momento en que la economía nacional hacía agua. Había desaparecido la comunidad socialista, por lo que urgía buscarse una fuente segura de divisa. El primer paso fue despenalizar el dólar, el segundo, crear una red comercial que permitiera absorberlos.

Fue así que surgieron las denominadas “shopings”. Todo un acontecimiento para un país que por décadas había experimentado el racionamiento y sufrido la adquisición de productos “bolos”. Este fue el término despectivo con el que el pueblo se refería a todo lo proveniente de la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas y que solía caracterizarse por la fealdad en el diseño y la mala calidad de su confección.

Es fácil de imaginar, como con la apertura de las modernas tiendas que mostraban el brillo lujurioso del metal cromado de los electrodomésticos, zapatillas de marca, o los pitusas de mezclilla azul (blue jeans), los cubanos comenzaran a soñar la posibilidad de un mañana mejor. Cierto era que en ese instante no poseían dinero con que saciar su hambre de consumo, pero con el tiempo las cosas podrían cambiar.

Con el paso de este, descubrieron que aquellas esperanzas no eran más que fuego fatuo. Sólo espejismos en medio del desierto. Que las tiendas dolarizadas, lejos de mejorar la vida, nos la fastidia. Por un lado, su nacimiento fue acompañado por la desaparición de la libreta por cupones, que aunque escuálida en posibilidades, al menos aseguraba lo estrictamente necesario. Se nos obligó a comprar en una moneda ajena a nuestra cotidianidad. Esta era inaccesible y decenas de veces más valiosa que la nuestra.

En el presente, cuando usted traspasa el dintel de la puerta de entrada y su rostro choca con el frío refrigerado de las consolas de climatización, descubre un universo profano. Este muestra la realidad de un mundo que rebasa la pantalla del televisor a la hora del noticiero. El lucro, la monotonía, la ineficiencia, el maltrato y el desabastecimiento, muestran sus encantos en los espacios más visibles, sin que esta presencia, por cotidiana, llegue a escandalizarnos.

Lejos de una sonrisa complaciente o motivadora, los dependientes, casi siempre mujeres, sostienen caras ajadas. Esto refleja mentes que se encuentran lejos, en asuntos personales por resolver. Otra posibilidad es descubrir como pone su atención en la amiga que llega a pagarle el producto que logró revender, mientras relata algo sobre un ex novio que vio en la disco. ¿Usted? Bueno, es invisible.

Ya frente al mostrador: ¡Sorpresa! La maquinilla de afeitar que ayer sólo costaba cincuenta centavos, hoy amaneció, por capricho de algún genio, y no precisamente el de la lámpara, en 95 centavos. ¡Eso nos pasa por creer en los monopolios! Si no está de acuerdo, pregunte que cosa es nuestro Estado.

Artículos de baja calidad y fácil deterioro sonríen desde anaqueles en que se saben privilegiados. En cualquier parte del mundo no tendrían cabida, pero en nuestras tiendas, son reyes. La falta de competencia, la existencia del comprador, del abastecedor, del almacén, de un dueño único, les garantiza una salida feliz.

Luego viene el lucro. Es común encontrar potes de crema semivacíos, perfumes usados y creyones labiales desgastados. Todo se debe a una práctica muchas veces denunciada: el ordeño. Este no consiste en ordeñar la ubre de un mamífero, sino en extraer porciones del producto, sea dentífrico, perfume, champú o crema para la piel. Todos sin excepción son ordeñados.

Para hacer un balance, tenemos un comercio llamado revolucionario que te impone productos de baja calidad. Te hace padecer el maltrato de sus empleados y para colmo, te cobra en una moneda 25 veces más poderosa que aquella con la que te pagan en el trabajo.
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