Playa, La Habana, setiembre 4 de 2008, (SDP) En los meses más recientes, durante los reportajes y entrevistas realizados por la televisión cubana relacionados con la recogida de basura y el ornato público, se hizo referencia al plan tareco.
Se puso de manifiesto que las entidades comunales no están concebidas ni tienen condiciones para acometer el trabajo de trasiego de escombros formados por objetos sólidos de gran peso o tamaño y a veces unitarios o de una sola pieza. Se evidenció que tal servicio público se resolvía a través del plan tareco, actualmente desaparecido.
Para los no versados en la realidad cubana, el plan tareco es una iniciativa vecinal que consiste en poner los objetos inservibles, cachivaches, cacharros, trastos y otros similares en un lugar de la calle, preferentemente la esquina de la cuadra, y gestionar un transporte para su posterior evacuación.
Durante los primeros años de la revolución, las viviendas no estaban tan hacinadas y los útiles del hogar se conservaban en buen estado. Pero al ir creciendo la familia sin oportunidades de vivir en casas independientes, el espacio doméstico se reducía hasta niveles dramáticos y los trastos envejecían hasta hacerse inservibles.
Surgía la “barbacoa” o tablado interior y los garajes se transformaban en viviendas independientes; varias generaciones convivían bajo el mismo techo como paliativo a la falta de viviendas.
La vieja máquina de coser “Singer”, heredada de la abuela, se guardaba celosamente aunque ya no funcionaba del todo bien; el butacón del padre, comido de comején, ocupaba el rincón de la sala junto al polvoriento tinajón y al palanganero atacado por el oxido. Nada de ello se utilizaba pero eran recuerdos de familia.
A veces, los objetos se iban guardando por temor a que algún día pudieran necesitarse dado el movimiento cangrejero del país y la anunciada invasión yanqui o el bloqueo naval con la consecuente opción cero donde, excepto el sexo, todo se reduciría a cero. La silla coja de dos patas, el pedazo de soga, los estuches de refrescos, las botellas, el rollo de cartón y la plancha deshilachada de madera de bagazo de caña. Nada se botaba, por si acaso.
Pero porque todo tiene un límite y porque el presente no puede encadenarse a un futuro imprevisible, se hizo necesario deshacerse de los trebejos, cacharros y cachivaches, arrojándolos a un vertedero común.
Todos se alegraban desentendiéndose de aquellos trastos que no dejaban espacio ni para respirar mientras otros, antecesores de los actuales buzos, inspeccionaban la loma de escombros. Eran hombres de oficio con vista de águila que veían utilidad en lo que otros despreciaban.
El carpintero extraía la mesa que cojeaba y con la madera fabricaba una ventana, el pailero recogía el estante metálico para enderezarlo y el electricista rescataba un motor quemado que luego enrollaba y ponía a funcionar. Los más botaban y algunos recogían en un intercambio tan informal como espontáneo, donde todos se beneficiaban.
Pero como ninguna obra humana está exenta de defectos, a veces el promontorio de tarecos crecía desproporcionadamente, hasta impedir el tráfico de vehículos. La recogida de escombros se postergaba y la loma de tarecos seguía creciendo con las consecuencias higiénico-sanitarias que ello acarrea.
Hace cuatro o cinco años que no veo un plan tareco en La Habana. Ellos suelen resurgir tras el paso de un ciclón. Resurgen con las características de siempre y como es natural la gente aprovecha para deshacerse de lo que considera inútil y entorpecedor en el hogar.
Puestos en la balanza los daños y beneficios del plan tareco, el plato se inclina por lo segundo. Los países “normales” tienen formas más efectivas para solucionar este problema pero dentro de las anormalidades inherentes a un sistema antinatural como el de Cuba, el plan tareco tiene más ventajas que desventajas.
osmagon@yahoo.com
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