jueves, 18 de septiembre de 2008

Siempre esperando (cuento), Francisco García Pabone

Ana María repite una y otra vez que se acercan pasos. Por lo tanto, no quiere dor­mir y su aspecto inquieta a cualquiera, aun a nosotros acostumbrados a esos estados.
A instancias de los médicos, desde entonces., no saben qué calmante recetarle.
Un vecino nos consiguió unas tabletas que pueden tumbar a un elefante y sólo consiguieron que Ana María durmiera algo. Eso sí, ésa, con un convoy de diazepanes, cocimientos de tilo, Calmets, Sunsets, ingeridas a prima noche, dieron como resultado que Ana María, con los ojos abiertos y sin ver algo en común, caminara a un cuarto que ignora si es el suyo. Y como ha sucedido otras veces que se fugue de allí, dando gritos y más gritos, despertando a su tía Lucila, con sus ya noventa años, capaz de salir tras ella y sujetarla, hasta que Ana María, libre de su espanto, se refugia en los aparentes brazos fuertes de tía Lucila, y con los ojos todavía más abiertos y muda, se queda quieta, muy quieta en las noches en que ningún medicamento le hace efecto, y el médico que no lo quiere creer cuando se lo contamos, tanto tía Lucila como yo permanecemos al lado de ella, contándole la historia menos pensada con tal de verla dormida, no por mucho tiempo, para que cuando despierte, de pronto, y con los ojos llenos de espantos, nos pregunte la misma pregunta de siempre:
-¿No oyen?
-¿Qué? -le responde tía Lucila, adivinando la próxima.
-¡Los pasos!
-¡Qué pasos, Ana María, por Dios!
-¡Sí! ¡Ya vienen!
-Ana María, por favor. Recuerda que vivirnos en un sexto piso.
-¡Sí!'¡Ya vienen! -Y mira espantada a todos los lados, corno buscando dónde esconderse,
-¡Me voy! -El brusco movimiento por desasirse de nuestra custodia, a veces, nos coge desprevenidos, y eso que siempre estamos alertas con ella.
-¡No! ¡Te quedas aquí! -ordena tía Lucila con la fuerza de un general de brigada.
¡No! ¡No! ¡No quiero que me cojan!

Y Ana María vuelve a un gesto que se ha hecho cotidiano en ella: taparse los oídos y huir al mismo tiempo hacia los rincones de este apartamento en un in­tento de desaparecer y que nadie la encuentre.
Así la hallamos una noche después de buscarla por todas partes cuando temíamos de la situación y de que nos aplastara sin salvación alguna.
A mí me afectó. Nunca hubiera querido que sucediera. Pero, como único hom­bre en la casa, tuve que afrontarla y "darle el pecho".
Ya tía Lucila, presintiendo que no resistiría el golpe por el amor a su sobrino (el nuestro), se irguió como estatua de bronce, se -tragó sus lágrimas al ver a Ana María que caía y caía día a día, desde aquello, en un pozo, del cual nunca hemos podido rescatarla.
Tía Lucila, a raíz del asunto, enciende diariamente una vela en su recuerdo, asombrándome de que no le ha faltado ni en los ciclos de penuria por los que atraviesa este condenado país. No como vive Ana María, con el temor de que un día, de noche, vengan a detenerla y llevarla allá, a La Cabaña, donde a mi sobri­no le quitaron la vida con siete disparos que se regaron por toda La Habana. Buscando más cómplices al descubrirse que también ella perteneció a la orga­nización, recolectando dinero, medicinas para sus compañeros del Directorio, alzados en el Escambray contra Fidel.
Tía Lucila y yo queríamos llevárnosla para el norte, con tal de salvarla, pero tampoco podíamos abandonar a nuestro sobrino que todavía, hoy en día, esta­mos intentando recuperar su cadáver.
[...] A Ana María le llegó la orden de mantenerse quieta y no salir por ningún motivo, No sin antes eliminar todo papel comprometedor, corno lo hizo. Pero el temor no cedió terreno, y un desasosiego por saber quién sí había caído preso, se convirtió en una pesadilla sin fin.
Cuando eso, sufrimos una visita que, aunque la esperábamos, la asustó. Lo revolvieron todo. No viraron el apartamento al revés porque no pudieron. Y cosa llena de misterio, que aún hoy, al paso de los años, no logramos explicarnos todavía por qué no detuvieron a Ana María.
Y entonces, ella ya no fue la Ana María de antes. Y para más desgracia, tam­bién nos enteramos que nuestro sobrino, su hermano, estaba preso en La Cabaña.
Ni pudimos asistir al juicio, porque no lo hubo. Ni tuvimos la oportunidad de verlo, pese a que, en esa gestión, muchas personas hicieron lo posible. Mientras, Ana María ya no dormía, ni lloraba, esperando que vinieran a buscarla.
Tía Lucila la emprendió con innumerables promesas al Santísimo. La comida escaseaba. Crecía el run run de que cada día aumentaban los fusilamientos. A mí me botaron del banco donde trabajaba y comencé a barrer La Habana noctur­na. Uno del Directorio se ahorcó al sentir que lo venían a buscar, y otro se tiró
del FOCSA. Las noticias venían una detrás de la otra; sin pausas, sin intervalo Todo parecía una macabra procesión.
Y Ana María, una noche se lanzó desnuda por la calle Línea gritando:” Socorro! ¡Socorro!” Algunas parejas que salían de la RED, donde minutos antes habíam presenciado ala Lupe despedazándose los pechos en medio de una canción, lograron agarrarla y ayudarnos a regresar a la casa, claro; con la justifica­ción de que no era una loca agresiva.
La noticia del fusilamiento de nuestro sobrino aniquiló la esperanza es [...] a quien nos trajo la noticia, que desapareció tan rápido que no tuvimos tiempo de preguntarle algo más. Y sentí que el orine corría por mis muslos. Faltaba decír­selo a Ana María, y optamos por no hacerlo. Por suerte, no oyó la conversación con el personaje de la noticia. El efecto de cinco calmantes hacía la suya.
A sus padres, nuestros hermanos, se lo mandamos a decir con un diplomáti­co que, al irse de Cuba, tuvo la gentileza de encargarse de transmitir lo ocurrido, allá en Nueva Jersey
Desde entonces, Ana María continúa esperando que vengan a buscarla para llevársela a La Cabaña. Y también espera recibir algún recado de su hermano, que continúa allí. Preso.
Fin
tomado de voces de cambio. segundo lugar .cuento.
El autor optó por no proporcionar sus datos.

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