Arroyo Naranjo, La Habana, octubre 30 de 2008 (SDP) En 1934, en el XVII Congreso del Partido Comunista Soviético, Stalin criticó ásperamente el desempeño de Serguei Kirov, el secretario del Partido en Leningrado. Lo acusó de “oportunista” (¿suena familiar?). El pecado de Serguei Mironovich, en plena hambruna causada por la colectivización estalinista, fue utilizar las reservas de comida del ejército para mejorar la alimentación de los obreros de Leningrado.
Kirov contestó al dictador: “Ya es hora de alimentar como es debido a los trabajadores. Si el Politburó quiere que produzcan más, es necesario alimentarlos mejor. Cualquier mujik sabe que debe dar comida a su caballo para que pueda soportar la carga”.
Varios días después, Kirov fue asesinado en su oficina. Stalin organizó un sepelio grandioso y se inclinó sobre el féretro para besar la mejilla de Serguei Mironovich. Después, hizo una señal a la GPU y emprendió otra purga.
Es una de las tantas tristes historias rojas que me vienen a la mente por estos días cuando veo las tarimas de los mercados casi vacías, no hay con qué sazonar la comida que aparece y el periódico Granma repite su letanía fundamentalista.
Cuando algunos aún esperaban la versión raulista de la NEP leninista, lo que llegó, traído a rastras por los huracanes, fue el comunismo de guerra. Más carga para los caballos, poco pasto y nuevas restricciones. Sin piedad. No es tiempo de blandenguerías. Pólvora, vinagre, sal y ají guaguao en las mataduras. Como en la finca de Birán en tiempo muerto o en los campamentos guerrilleros de la Sierra Maestra.
Policías, chivatones e inspectores están en la calle en son de guerra. Son los guardianes de la nueva cruzada contra las ilegalidades que parió y amamantó el sistema. Antes, entre una temporada de caza y la otra, las toleraban y hasta se nutrían de ellas. También tenían que vivir. Ahora, sus jefes recordaron que existían leyes y regulaciones ocultas entre las telarañas, y ordenan ser combativos e intransigentes.
Los guerreros de la legalidad socialista, aplicada estricta y exclusivamente a los de a pie, escarban y olfatean con renovado celo. Toda bolsa es sospechosa. Todos los de abajo pueden ser enemigos. El guaguero o la mujer que vende fideos, cuchillas de afeitar y velas para los apagones. Tan peligroso es el campesino que se resiste a entregar su cosecha al acopio estatal como el anciano que vende su cuota de cigarros en un portal. Tan despreciable el que compra una viga y un saco de cemento para reparar la barbacoa como el pescador de domingo que vende pescado de agua dulce.
Los mandamases, que de gordos ya no caben en la pantalla del televisor, exhortan a desterrar las indisciplinas, el egoísmo y la avaricia. A trabajar más y a aumentar la productividad. Y, no faltara más, a confiar en la revolución y en sus líderes. Luego, montan en sus carros y parten, veloces y escoltados, hacia otra reunión.
No sé que los hará pensar que van a conseguir precisamente ahora, de golpe y porrazo, en el peor momento posible, lo que no lograron en medio siglo: construir un socialismo próspero y decente. Tal vez sea que, a falta de mejores métodos pedagógicos, vuelven a apostar por aquello del mejor modo de hacer que entre la letra que decían los viejos maestros manos sueltas: con sangre.
Prefiero no creerlo. No es prudente recargar a un caballo mal alimentado. Suelen ponerse roñosos y patear. Allá por las alturas, debe quedar algún rastro de racionalidad. Es muy necesaria cuando peligra la supervivencia política. Precisamente, ese es el caso.
luicino2004@yahoo.com
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