jueves, 5 de febrero de 2009

DOS TESTIMONIOS II, EL ENCUENTRO Ramón Díaz-Marzo



La Habana Vieja, La Habana, febrero 5 de 2009 (SDP) Delfín Prats, en el atardecer, llegó a mi casa y me dijo que a las nueve de la noche tenía una cita con Reinaldo Arenas en la esquina de Radio Centro. Me habían hablado del personaje por varias vías, que entre sí, aparentemente, no tenían relación. Era como si las Moiras así lo hubieran dispuesto. Primero me habían hablado de un escritor distinguido en París con el premio "Médicis". Luego me referían la historia de un escritor fugitivo: una suerte de sombra, de fantasma que existía (escondiéndose de la policía) en algún lugar de La Habana. Y en aquel atardecer, cuando Delfín me dijo que estaba citado con el misterioso escritor, yo pregunté si podía asistir al encuentro.

Yo no había leído ningún texto de Reinaldo. Mi iniciación en la literatura la había efectuado con los Maestros rusos y franceses. Siempre que intentaba saber quiénes eran los escritores cubanos, la experiencia resultaba insoportable. La única excepción - en aquel momento- que me permitió intuir que la literatura cubana estaba salvada me la proporcionaron Virgilio Piñera y Lino Novás Calvo.

Así que poco antes de las nueve de la noche, Delfín y yo, subiendo por la Rampa, caminábamos en dirección a 23 y L. Una rara alegría me embargaba; se parecía a una nostalgia. Y en la medida que nos acercábamos al lugar yo atisbaba en el rostro de los paseantes quién sería Reinaldo. Entonces Delfín, al percibir mi indagación, se volvía para decirme que aun no. De todas formas yo continuaba insistiendo al fijarme en el porte aristocrático de alguien que me recordaba a un miembro de la UNEAC, en el despliegue multicolor de alguna pájara de espanto, en la seriedad policíaca de un rostro patibulario de largas patillas y estatura de enano, en la lascivia indecorosa de unos ojos chismosos; y Delfín me decía que aun no.

Mas cuando llegamos a un muro de baja altura que servía de cantero de tierra, bordeando la esquina de 23 y L, donde se sentaban los transeúntes, Delfín se adelantó y le estrechó la mano a un ser que llevaba por indumentaria un pantalón acampanado y un viejo saco deportivo; y me dijo: "Te presento a Reinaldo Arenas". Y mientras estrechaba la mano del escritor (que yo había idealizado como un bandolero de los tiempos modernos) me fijé que su rostro y su porte eran provincianos, y me sentí defraudado. Y aunque abrió la boca y escuché sus primeras frases que caían hacia la noche, lenta, lentamente, estirando las sílabas, colocando silencios entre las palabras, abriendo la boca para acentuar las vocales, no supe que su aspecto gris - que en nada lo favorecía- simplemente era una escafandra dentro de la cual se ocultaba un condenado.

Reinaldo nos preguntó si nos apetecía una merienda en la cafetería de la CMQ. Y mientras hablaba tampoco supe que nos miraba con ojos de naufrago. Que si movía los brazos como un ahogado era porque su noche se había convertido en la inmensidad de un mar sin horizonte. Tampoco supe que era un niño grande y solitario, ya muerto por dentro. Sólo ahora que lo evoco puedo verlo aferrado a su última esperanza: el sexo triste de la promiscuidad efímera.

Dentro de la cafetería, después que la camarera nos tomó el pedido, Delfín nos dijo que saldría a la calle a buscar un teléfono donde realizaría una llamada inaplazable. No recuerdo qué habríamos hablado Reinaldo y yo en aquel momento, pero sí recuerdo que Delfín se demoraba y Reinaldo comenzó a inquietarse, amén de que la merienda ya la habían servido y tuvimos que empezar sin él. Sin embargo, y, contra todo pronóstico para mi estupefacción, de repente irrumpieron en el local cinco tipos de civil que sin identificarse nos ordenaron ponernos frente a una pared apoyando nuestras manos en ella y separando los pies hasta que el cuerpo adquiriera la forma de una X. Hubo un cacheo sin que tocaran nuestras partes pudendas. En aquella época todavía no existía el carnet de identidad y uno de los policías hurgaba en nuestros bolsillos depositando sobre la mesa nuestras pertenencias. Supongo que algunos de los presentes de aquel pueblo fanático y aterrorizado del invierno del año 1975, que asistía involuntariamente a la escena, nos tomaron por delincuentes comunes.

El jefe del equipo represivo refiriéndose a Reinaldo leyó un documento que decía: "Ex-convicto de subversión sexual", y refiriéndose a mi: "Ex-convicto de la Ley 1231 Contra la Vagancia, y un Certificado Medico de: ex-sifilítico". Entonces me volví, sintiéndome humillado, hacia la cara provinciana de Reinaldo, y tampoco me fue posible descifrar que quien me devolvía la mirada era el propio "Celestino antes... que anocheciera".
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