Marianao, La Habana, octubre 2 de 2008, (SDP) A las 4 de la tarde del 23 de septiembre, en la parada de la garita del Diezmero, un hombre alto y desgarbado da gritos de ¡hambre, hambre! mientras lanza al aire con grandes gestos una pequeña billetera de tela verde. Hay un policía sentado en el banco, impertérrito. Quiénes esperan por el P-7 evitan tropezar con el sujeto, que continúa vociferando ¡Quiero comprar con mi dinero dos cartuchos de huevos, dos cartuchos! Visto de cerca parece borracho o endrogado, porque no apesta a alcohol. Un ciudadano fornido, con aspecto de militar retirado, lo increpa: ¡Vas a ir a comer al calabozo! Aparece una guagua de a peso vacía y casi todos montan, incluso el quijotesco protestante, dispuesto a proseguir a bordo su discurso. El policía se queda en la parada. El ex militar sube. El comprador de huevos agrega a su oratoria algunos epítetos y calificativos irrepetibles para los compatriotas militantes. Algunas pasajeras me dirigen miradas benévolas (el pobre está loco) suponiéndome, por la barba, un integrante de esa minoría. Se las devuelvo en el mismo talante. En la parada de La Vigía se apean el hombre y el supuesto combatiente, quien comienza a regañarlo cara a cara, a lo que el comprador de huevos reposta. La guagua arranca y me quedo sin el final del incidente, como en un buen relato de Hemingway.
En la Avenida 51, a media mañana, una pareja en el umbral de la tercera edad, preguntan por el puesto de viandas estatal más cercano. Quieren comprar papas. Un hombre les indica con precisión, lo han dejado dos cuadras atrás. La mujer interviene, ya estuvieron ahí y no hay papas. Otro, con rara voluntad noticiosa, les informa que los granjeros de Dakota del Norte querían mandar un carajal de toneladas de papas americanas muy baratas pero, Ya usted sabe- le contesta el interesado – Hace muchos años oí decir que comeríamos malanga con dignidad, y ahora la malanga está a cuatro pesos, si la encuentras. La mujer corta la conversación, cruzando la calle. El ciudadano informado le desea al otro buena suerte en su búsqueda del tubérculo. Al día siguiente aparecen las papas en el puesto del informado, grandes y un poco sucias. Como no traen etiqueta ni cuño, compra su cuota sin saber si son de Dakota o de Guira de Melena.
La misma 51, cerca del anfiteatro. En un portal hay una quincalla por cuenta propia: par de mesas repletas de gangarrias atendidas por dos muchachas calienticas por sus ceñidos atavíos. No caben en la acera las no menos atractivas curiosas. Parece que las menos agraciadas no cuentan con el capital suficiente para ese consumo suntuario. Quizás eso explique la veteranía generalizada de maniseras y jaberas. Las vendedoras de otros renglones, por ejemplo de spaghettis, goma-loca y detergente, requieren de ojos y oídos muy despiertos y de piernas listas para emprender la estampida al grito de ¡Agua! o al chirrido del frenazo de los pequeños Ladas blancos que repentinamente se abalanzan en despliegue operativo contra tan peligrosas mercaderes que asolan a la Plaza de Marianao. Las quincalleras están legalizadas. No obstante, una señora se acerca a la reja y les suelta al pasar: Las inspectoras están en la esquina. Con celeridad y sangre fría las muchachas hacen desaparecer en cajones previstos debajo de las mesas algunos de los artículos y a otros, como buenas aprobadas en economía política, proceden a rebajarle instantáneamente el precio. Cuando las compañeras se presentan las reciben con las expresiones más inadvertidas, como luchadoras que son de la guerrilla económica.
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