jueves, 27 de noviembre de 2008

EL CORREDOR DE LA NOCHE, (cuento), Ramón Díaz-Marzo

Mi memoria sólo registraba a la celda. Así que una puerta de salida no existía. Me sorprendió que una puerta se abriera. Ello demostraba que ningún algo puede considerarse cerrado en sí mismo. Eso, al principio, era imposible razonarlo. Había vivido demasiado tiempo en las tinieblas (que también tienen su luz) y del otro lado, cuando abrieron la puerta, un cañonazo de luz obnubiló mi cerebro. Sólo oí voces de los policías. Se encontraban en las mismas condiciones: tampoco podían verme. Yo me encontraba en cuclillas en uno de los ángulos de la celda. En esa posición había pasado un tiempo que no puedo calcular. De ambas partes comenzamos a recobrar la visión. La luz y las sombras se reconciliaban. Ellos me miraban y yo también los miraba, con la única desventaja para mí de que ellos disponían de la memoria, y yo, del olvido. ¡Habían transcurrido tantos años!

Súbitamente creí que mi defensa consistía en demostrar que la pérdida de mi memoria era irreversible. Pero ellos me mostraron un documento amarillo, casi deshecho, que se convertía en granos de arena. No tuve otra opción que salir al corredor. Ellos me sujetaron por los sobacos cuando comprendieron que físicamente no podía sostenerme. En vilo me obligaron a caminar.

Durante los primeros años la luz del corredor me resultó insoportable.
Pero poco a poco, de mes en mes, daba algunos pasos.

Una década después pude caminar solo. Descubrí las distintas variantes del corredor que se conectaba a otros corredores innumerables: LABERINTO.

Los policías aparentaron confiar en mí. Así que ellos iban delante y yo les seguía sin que se me ocurriera escapar por los corredores que constantemente se presentaban en el camino. Entre los policías y yo nunca se habló, salvo los detalles que eran imprescindibles para caminar. Un día fui capaz de adelantarme, como si conociera el destino del camino, y ellos me dejaron. Me siguieron como si los papeles se hubieran trastocado.

Con los años aquella acción insólita de caminar resultaba agradable; pero siempre me conectaba por un instinto inescrutable al recuerdo de mi celda. Al cabo de 20 años adquirí otro conocimiento que rápidamente se me olvidaba cada cierto tiempo, cuyos ciclos eran irregulares: cruzábamos frente a mi celda. En otra ocasión noté gracias a mis sentidos agudizados por el cautiverio, que la luz del corredor disminuía. Para señalar el hecho indirectamente hablé conmigo mismo en voz alta, pero ellos aparentaron no escucharme. No obstante más de 30 años caminando tan juntos era suficiente para que aunque fuéramos enemigos hubiera cierto sentimiento de camaradería; aunque la distancia sicológica, los tres, preferimos mantenerla. Ya para esta fecha ellos habían envejecido. El cabello del Derecha se le había caído. El brío juvenil que los caracterizó cuando me desencarcelaron de mi celda había desaparecido. Ellos caminaban con lentitud. Yo, en cambio, rejuvenecía. Y cierta vez que pasé la mano por mi cabeza descubrí que me había crecido el pelo. También supe que a veces, cuando a propósito me rezagaba, y ellos pasaban al papel de guías, se sucedían los meses y ninguno de los dos se volvía para comprobar si los seguía. ¿Significaba que me facilitaban la oportunidad de una fuga? Entonces fue que me acordé de Jefatura cuando por escribir me habían confinado en la celda. Así que pensé que se trataba de otra injusticia. De algún modo desconocido ellos dominaban cierta técnica que les permitía verificar constantemente si de momento yo dejaba de seguirlos, entonces se habrían vuelto, habrían sacado sus pistolas, y me habrían ejecutado a tiro limpio. De manera que continuaron pasando los años donde casi siempre yo era el guía. Mientras tanto, desde que habíamos salido de mi celda, noté que el policía que parecía ser el jefe (porque siempre fue el que sujetaba el documento amarillo) no se percataba de que cuanto le quedaba en la mano era un trocito de papel. No he vuelto a mencionar que aquel documento tenía la propiedad de convertirse en granos de arena que iban cayendo en el camino. Y barruntando que era un hilo, siempre que pude, los aplastaba con presión para que se convirtieran en polvo. Sin embargo, durante un periodo de meses en que fungí de guía empecé a retrasar mi paso para que ellos me tomaran la delantera. Pasaron las primeras semanas y los policías no me sobrepasaban. No lo había escrito, pero yo tampoco (por imbécil) jamás miraba hacia atrás. Así que un día tuve que volverme y, estupefacción, los policías habían desaparecido. Esa fue la primera vez que me detuve en el camino. Volví sobre mis pasos hasta una encrucijada que se conectaba a diferentes corredores. La luz había disminuido tanto que me sorprendió descubrir que desde hacia años habíamos caminado entre las tinieblas. Esto significó, a partir de aquí, que durante mucho tiempo caminé y caminé, y me sentí más solo que un perro. Y cada vez la rara luz que tienen las tinieblas, se debilitaba. Ya LABERINTO poseía corredores donde reinaba el poder del abismo. Se me debilitaba la esperanza. Debo escribir que comencé a ejecutar un movimiento nuevo: caminar despacio, y percatarme que a ambos lados del corredor existían multitud de celdas falsas porque eran dibujos en la pared.

Enloquecido por la auténtica soledad y viendo que la noche de aquel corredor me estaba devorando me di a la tarea de reencontrar mi celda. No sabía cómo. La mera verdad es que todas las celdas eran iguales de gris. No podía haber ningún motivo que justificara su hallazgo. Así que mi recorrido dejó de apoyarse en la razón; mi guía fue el corazón. Las sombras de la noche eterna apenas permitían mi desplazamiento. A veces perdía el centro del camino y chocaba contra las paredes. ¿Dónde estaban los policías? La juventud que había recuperado volví a perderla. Llegó un momento en que apenas pude caminar. Me arrastraba, me arrastraba, en un abismo insondable.

Un día, a lo lejos, vi una claridad. Eso ocurrió en la época en que estuve agonizando. Las últimas fuerzas las utilicé para arrastrarme hasta el lugar. A mitad del camino vi que era un resplandor derramándose a ras de suelo; salía por debajo de una celda.

Había recobrado mis fuerzas naturales, aunque no las de la inexplicable juventud. Así que el último tramo lo realicé con mi voluntad. Entonces me detuve frente a la puerta de aquella celda: era la mía. Abrí. Los dos policías, acuclillados en los ángulos de mi celda, se taparon los ojos; y a mí, la luz que me llegó desde el interior fue un cañonazo que me provocó una ceguera momentánea. Luego la luz y las sombras se reconciliaron. Tanto yo, como los dos policías, nos miramos por segunda vez. Ellos aparentaron haberme olvidado. Yo, en cambio, lo recordaba todo con una claridad de espanto. Entonces sólo tuve que alzar los brazos mientras abría las palmas de mis manos en cuyos huecos se amontonaba un polvo amarillo.

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