Arroyo Naranjo, La Habana, noviembre 13 de 2008 (SDP) Ahora que las finanzas del capitalismo hacen aguas y el Estado se afana en taponar las brechas, está de moda leer a Marx. La crisis financiera ha hecho que académicos, economistas, esnobs y los empecinados nostálgicos de la izquierda de siempre, vuelvan a andar a cuestas con Das Kapital.
Según Jorn Schutrumpf, un editor alemán de literatura comunista que aumenta sus ventas por estos días, “una sociedad que siente nuevamente la necesidad de leer a Carlos Marx es una sociedad que se siente mal”. Así, el marxismo, además de una excelente herramienta teórica para el estudio de la historia, sería algo así como un purgante.
Para los cubanos (para todos, de un modo u otro) el marxismo siempre fue un purgante. Para unos, porque nos impusieron su estudio, entre marchas y consignas, como otra árida y desalentadora disciplina. Para otros, porque a pesar de sus alardes y presunciones, nunca llegaron a entenderlo a cabalidad. Por ello, tuvieron que soportar a pie firme los reproches públicos del Máximo Líder por no saber, por ejemplo, qué carajo era la Crítica al Programa de Gotha.
La culpa fue de los dogmáticos y chapuceros manuales soviéticos de la época stalinista a través de los cuales pretendieron enseñarnos a porrazos el marxismo. De poco sirvió. Fue como leer Romeo y Julieta a través de una versión condensada de Selecciones del Reader Digest. O pretender conocer al dedillo la música de Beethoven a través de Radio Enciclopedia. Peor aún, porque no podíamos, simplemente, apagar el radio.
Seamos sinceros, hablemos sin pena, más allá de Carlos Rafael Rodríguez, un puñado de eruditos zurdos y algún que otro masoquista, ¿cuántos cubanos leyeron íntegro Das Kapital? El Comandante en su vorágine, ¿habrá tenido paciencia y tiempo para leerlo completo? No lo parece. Yo no lo creo.
El caso es que, en cuanto a Economía Política, por un motivo u otro, Marx, complementado por Lenin, Che Guevara, Nikitin y los caprichos del Comandante, nos enseñó poco y mal. Quizás de ahí, entre otras razones, las causas del desastre cubano.
Dicen ahora que, después de todo, Marx tenía razón. Nosotros, ocupados siempre en ceñirnos el cinturón, de la ofensiva revolucionaria del 68 a la estreñida reforma raulista, pasando por la rectificación de errores y el Período Especial, no atinamos a utilizar el marxismo para deducir qué era peor.
Siempre que algo sube o algo cae, irremediablemente los cubanos pasamos hambre.
La caída del Muro de Berlín nos pilló desprevenidos. La caída de las bolsas de New York y Tokyo, no tanto. Las reflexiones del Compañero Fidel, el Granma y la Mesa Redonda nos alertaron, pero por apocalípticos, fue como el cuento del aviso de la venida del lobo. Nos resbaló. No tiene demasiada importancia. No es el fin del mundo. De cualquier modo, siempre está el hambre, como un perro fiel, al final de la calle.
Aprensivos que nos hemos vuelto, los cubanos hemos desarrollado extrañas creencias y supersticiones sobre la economía y el mercado. Debiéramos estar curados de espantos y supercherías, pero 50 años de adoctrinamiento no pasan en vano. De algo tiene que servir que hayamos estudiado (o simulado que estudiábamos) los manuales marxistas que enviaban de Moscú.
No podemos evitar que un erizamiento nos recorra el espinazo cuando oímos hablar del futuro dejado en manos de las leyes de la oferta y la demanda del capitalismo salvaje. ¡Como si hubiera algo más escalofriante que llevar décadas, amordazados y atados de pies y manos, inmersos en el sálvese el que pueda del socialismo salvaje!
Lo más parecido posible a la dolarización y las terapias de choque llegó de sopetón a Cuba sin Consenso de Washington, Escuela de Chicago y sin que lo solicitara el FMI. Todo lo contrario. Para salvar “los logros del socialismo”, los mandarines verde olivo implementaron lo más riguroso del capitalismo. ¿Alguien sabe si Carlos Marx sopló la fórmula?
Ay, Darwin, ¿qué te hizo pensar que sólo los más aptos y fuertes sobreviven? No sólo la elite sobrevivió y mantuvo el poder absoluto. Los cubanos, entre chozas, escombros, cárceles dantescas, calderos vacíos, tarimas con tierra, cucarachas y algunos boniatos, prohibiciones, discursos, billetes que no sirven para casi nada y mucho policía en la calle, hemos sobrevivido al socialismo salvaje. Sólo que mucho más flacos, demacrados, vigilados y tristes que cuando repasábamos los manuales marxistas-leninistas.
Gracias a Marx o a pesar de él, Cuba sigue aturdidamente desposada, pese a disgustos, herejías e infidelidades, con lo peor del socialismo en cualquiera de sus variantes, el real o el del siglo XXI. Un socialismo chato, gris, ineficiente y miserable, que se juega su suerte a cualquier charada y hace pagar caro al pueblo por sus apuestas.
Ahora que dicen que leer a Marx vuelve a estar de moda, sería bueno preguntar si eso importa algo a los orientales que desalojan de sus llega y pon habaneros, a las mujeres que hacen colas ante el camión del arroz o al viejo que metieron preso por vender cigarros y paquetes de natilla de maicena. Por mi parte, presiento que ya nunca leeré, íntegro y en su versión original, Das Kapital. Créanme que no lo lamento.
luicino2004@yahoo.com
Según Jorn Schutrumpf, un editor alemán de literatura comunista que aumenta sus ventas por estos días, “una sociedad que siente nuevamente la necesidad de leer a Carlos Marx es una sociedad que se siente mal”. Así, el marxismo, además de una excelente herramienta teórica para el estudio de la historia, sería algo así como un purgante.
Para los cubanos (para todos, de un modo u otro) el marxismo siempre fue un purgante. Para unos, porque nos impusieron su estudio, entre marchas y consignas, como otra árida y desalentadora disciplina. Para otros, porque a pesar de sus alardes y presunciones, nunca llegaron a entenderlo a cabalidad. Por ello, tuvieron que soportar a pie firme los reproches públicos del Máximo Líder por no saber, por ejemplo, qué carajo era la Crítica al Programa de Gotha.
La culpa fue de los dogmáticos y chapuceros manuales soviéticos de la época stalinista a través de los cuales pretendieron enseñarnos a porrazos el marxismo. De poco sirvió. Fue como leer Romeo y Julieta a través de una versión condensada de Selecciones del Reader Digest. O pretender conocer al dedillo la música de Beethoven a través de Radio Enciclopedia. Peor aún, porque no podíamos, simplemente, apagar el radio.
Seamos sinceros, hablemos sin pena, más allá de Carlos Rafael Rodríguez, un puñado de eruditos zurdos y algún que otro masoquista, ¿cuántos cubanos leyeron íntegro Das Kapital? El Comandante en su vorágine, ¿habrá tenido paciencia y tiempo para leerlo completo? No lo parece. Yo no lo creo.
El caso es que, en cuanto a Economía Política, por un motivo u otro, Marx, complementado por Lenin, Che Guevara, Nikitin y los caprichos del Comandante, nos enseñó poco y mal. Quizás de ahí, entre otras razones, las causas del desastre cubano.
Dicen ahora que, después de todo, Marx tenía razón. Nosotros, ocupados siempre en ceñirnos el cinturón, de la ofensiva revolucionaria del 68 a la estreñida reforma raulista, pasando por la rectificación de errores y el Período Especial, no atinamos a utilizar el marxismo para deducir qué era peor.
Siempre que algo sube o algo cae, irremediablemente los cubanos pasamos hambre.
La caída del Muro de Berlín nos pilló desprevenidos. La caída de las bolsas de New York y Tokyo, no tanto. Las reflexiones del Compañero Fidel, el Granma y la Mesa Redonda nos alertaron, pero por apocalípticos, fue como el cuento del aviso de la venida del lobo. Nos resbaló. No tiene demasiada importancia. No es el fin del mundo. De cualquier modo, siempre está el hambre, como un perro fiel, al final de la calle.
Aprensivos que nos hemos vuelto, los cubanos hemos desarrollado extrañas creencias y supersticiones sobre la economía y el mercado. Debiéramos estar curados de espantos y supercherías, pero 50 años de adoctrinamiento no pasan en vano. De algo tiene que servir que hayamos estudiado (o simulado que estudiábamos) los manuales marxistas que enviaban de Moscú.
No podemos evitar que un erizamiento nos recorra el espinazo cuando oímos hablar del futuro dejado en manos de las leyes de la oferta y la demanda del capitalismo salvaje. ¡Como si hubiera algo más escalofriante que llevar décadas, amordazados y atados de pies y manos, inmersos en el sálvese el que pueda del socialismo salvaje!
Lo más parecido posible a la dolarización y las terapias de choque llegó de sopetón a Cuba sin Consenso de Washington, Escuela de Chicago y sin que lo solicitara el FMI. Todo lo contrario. Para salvar “los logros del socialismo”, los mandarines verde olivo implementaron lo más riguroso del capitalismo. ¿Alguien sabe si Carlos Marx sopló la fórmula?
Ay, Darwin, ¿qué te hizo pensar que sólo los más aptos y fuertes sobreviven? No sólo la elite sobrevivió y mantuvo el poder absoluto. Los cubanos, entre chozas, escombros, cárceles dantescas, calderos vacíos, tarimas con tierra, cucarachas y algunos boniatos, prohibiciones, discursos, billetes que no sirven para casi nada y mucho policía en la calle, hemos sobrevivido al socialismo salvaje. Sólo que mucho más flacos, demacrados, vigilados y tristes que cuando repasábamos los manuales marxistas-leninistas.
Gracias a Marx o a pesar de él, Cuba sigue aturdidamente desposada, pese a disgustos, herejías e infidelidades, con lo peor del socialismo en cualquiera de sus variantes, el real o el del siglo XXI. Un socialismo chato, gris, ineficiente y miserable, que se juega su suerte a cualquier charada y hace pagar caro al pueblo por sus apuestas.
Ahora que dicen que leer a Marx vuelve a estar de moda, sería bueno preguntar si eso importa algo a los orientales que desalojan de sus llega y pon habaneros, a las mujeres que hacen colas ante el camión del arroz o al viejo que metieron preso por vender cigarros y paquetes de natilla de maicena. Por mi parte, presiento que ya nunca leeré, íntegro y en su versión original, Das Kapital. Créanme que no lo lamento.
luicino2004@yahoo.com
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