Alguien dijo que el 93 y el 94 fueron los años en que se dispararon los índices de suicidio en Cuba. Eso es una vil y vulgar mentira cargada de malas intenciones y sucios sentimientos ocultos. Para desmentir esa descabellada idea le comentaré que fue la primera vez que vi a todos los cubanos, en tan difíciles condiciones, inventar juntos todo tipo de alternativas para lograr escapar de un hueco del que pocos veían una salida.
La realidad es que muchos nos deprimimos e incluso puede que algunos hayan encontrado como una solución el arrancarse sus vidas. En esos difíciles años comienza este cuento y por favor, discúlpenme por tratar un tema casi solemne con tantísima irreverencia, falta de respeto y frivolidad; pero después de todo ¿por qué no reírnos de nuestras desgracias exagerando un poco?
En 1994, durante el peor momento del periodo especial, y desesperado por el encierro de alternativas decidí suicidarme. Me encerré en el cuarto, me tiré en la cama junto a mi esposa y murmuré desesperado con aire de total esquizofrenia:
Consuelo mi amor. He decidido suicidarme, si yo me mato y no declaramos mi muerte podrás seguir recibiendo el racionamiento de dos personas. Seré una boca menos a alimentar y una cuota mas para disfrutar. Me siento como una carga, como un fantasma o un rehén de mi mismo. Hazme un último favor, consígueme una soga para ahorcarme.
¡No te mates, no te mates!, me suplicó Consuelo; pero mi decisión era irreversible, la depresión, mi falta de inteligencia, el poco apego al trabajo, la imposibilidad de usar mi fusiforme y sedentario cuerpo en aquellas actividades sexuales remuneradas que se pusieron de moda, mi carencia de inventivas y la desesperación me estaban matando lentamente. Mis gustos eran absolutamente irrealizables y por eso decidí ahorcarme antes de morir de angustia, de hambre o de obstrucción intestinal por compartir lo que muchos llamaron “comida”.
¿Ya olvidó los manjares del momento? Le recuerdo un poco. El picadillo extendido era una mezcla, en no sé que porcentaje, de texturizado de soya con algo de una masa roja, carmelitosa, negrusca o simplemente oscura que parecía carne de algún animal en descomposición. Era dulce y amargo; pero tan nutritivo que, cuentan, dio al traste con aquello que se llamó “polineuritis”.
El otro platillo que sin opción alguna se hizo frecuente en las mesas cubanas fue el bistec de cáscara de toronja que se lograba poniendo a marinar en salsa de soya la piel de una o más toronjas, cebolla al gusto y una pizquita de sal. Esa cáscara se intentaba freír en aceite, manteca o cualquier otra sustancia viscosa y………….. ¡A comer! Este alimento era un poquito amargo pero siendo honesto debería reconocer su alto nivel de vitamina C. El mejor de aquellos exotismos, de los que nunca pude escapar fue definitivamente el cebiche de lombriz de tierra. Muy parecido al tradicional platillo peruano pero no era igual. Eso si, lo que me hizo pensar seriamente en la opción del suicidio fue la tentación del palmiche, la receta más surrealista que nadie haya descrito
jamás. Esta no la comí, la leí en un periódico local durante una visita a Santiago de Cuba. Según el rotativo la carne ya no era tan buena, se había convertido en algo malo y cancerígeno, por eso teníamos que encontrar, de conjunto, alimentos no tradicionales y nutritivos. El palmiche es una frutilla alta en calorías que nos brinda, entre otras cosas las bondades de nuestro árbol nacional. Son esas frutillas rojas que en los campos se da de comer a los cerdos. Y, si los cerdos engordan, los humanos engordarían también. Claro eso es una reflexión muy lógica, con la ligera diferencia que los puercos viven encerrados y los cubanos…. Bueno, dejemos este análisis que no nos conduce a nada.
Después de poner a remojar por un periodo mínimo de 24 horas o mucho más, retiras el agua y lo condimentas con cebolla, cilantro, una pizca de agua de mar, caña santa,
orégano y cualquier otra cosa que aparezca, le metes un tinte con algo rojo, lo devuelves a la olla de presión por un periodo indeterminado, después lo sirves y disfrutas de algo exquisito. Cuentan que era un poco duro pero viniendo de nuestra venerada palma real sería como comerse el patrimonio nacional.
Como se acordarán, las cosas con esto del periodo especial eran muy, pero muy complicadas de resolver, no importaba tener o no tener dinero porque todos estábamos jodidos. Digamos que por aquellos días era igual de complicado defecar que limpiarse el trasero porque si no había comida tampoco había agua para lavarse, y nuestros anos perdieron la sensibilidad de distinguir entre papel higiénico, hojas de plátano o la prensa escrita.
Consuelo no contestó; pero mal convencida y ambigua salió en busca de un pedazo de soga. Buscó por toda la casa y no encontró nada. Pidió a los vecinos, pidió en la bolsa negra, y nada porque las sogas solo se conseguían con un autorizo del Ministro de la Agricultura acompañado de una pre-petición anticipada y adjunta a una carta con copia al Ministerio del Trabajo. Todo era muy “viable” ¿Y el que no trabaja?, bueno ese se jodió porque no se podía suicidar, al menos por la horca.
Regresó a la casa medio contenta por no lograr el encargo, me explicó todo y me sugirió hacer el nudo con el cable del teléfono; pero eso era una idea realmente estúpida, los cables de teléfono se rompían fácilmente porque eran los mismos que desde hacía muchos años permanecían día y noche expuestos a la erosión del viento, la lluvia, las cagadas de los pájaros, las mordidas de ratas y otros tantos agentes externos que los convertía en cables viejos e inservibles. Lo más que podría lograr con el cable del teléfono sería una fractura de cervical; pero yo quería matarme, no caer en un hospital porque eso era realmente peor que la muerte.
Comenzaba a experimentar un súper estado depresivo cuando de repente se me alumbró el bombillo con una idea genial. Cortarme las venas solucionaba dos problemas; primero mi muerte y segundo un decorado postmoderno similar a los que hacen los artistas de moda.
Pedí a Consuelo comprar unas cuchillas de afeitar para destrozar mis brazos. Mi esposa, casi contenta con mi genialidad se fue en busca de algo cortante. Buscó en el cuarto, buscó en los baños, buscó en la cocina, buscó por toda la casa y nada. Salió a la calle, pidió a los vecinos, a un barbero cercano, pidió en la bolsa negra, y nada porque estas solo se conseguían en la bodega. Además creo haber escuchado que a los afiladores ambulantes, esos que alegremente avisaban su presencia con un concierto de armónica, los habían metido presos por “enriquecimiento ilícito”.
Se dirigió entonces a su establecimiento comercial correspondiente y allí habló con el bodeguero Armando, alias Pipo o Chino:
-¿Como estas Pipo? ¿Tienes cuchillas de afeitar?
-¿Gillette, Astral o Sputnik?
-Gillette- respondió Consuelo confiada de la calidad del acero capitalista.
-No Mima- así trata cariñosamente Pipo a todas las Mimas- no me dejaste terminar. Gillette ya no hay, desde que estamos bloqueados por el criminal e injusto bloqueo imperialista solo las venden en la red de tiendas de moneda convertible – bajó la voz y agregó casi con un murmullo - Pero ya no son americanas; las de ahora son chinas de imitación.
-Bueno chico – dijo mi fiel esposa medio acalorada por la pronta solución de su problema- dame una cuchilla Astral.
-¿Para quien es?- Preguntó el suspicaz chino que aunque le dicen El Chino, de chino no tiene nada- A ti no te la puedo despachar Mima. Después de un estudio realizado por los científicos del CAME, Consejo de Ayuda Mutua Económica, nos bajó una circular del Ministerio de Salud Publica y el Ministerio de Comercio Interior, donde dice que las cuchillas Astral solo las podemos vender a los hombres porque se ha demostrado que el frecuente uso de estas cuchillas desfiguran el rostro femenino en un 70%.
-Coño chino- contestó Consuelo medio berreada - no me jodas más y dame entonces una Sputnik. Le entregó el documento que regula la distribución de alimentos o libreta de abastecimientos y después de estudiarlo el Chino le explicó:
-Mira Mima, te la voy a marcar aquí, pero tienes que recogerla en la oficoda, porque esos artículos pueden ser usados como armas de combate por elementos antisociales o por el enemigo, y solo los entrega Rigoberto en ese establecimiento.
Consuelo se fue a ver al compañero Rigoberto que estaba sentado y dormitando rodeado de documentos en su reglamentaria oficoda:
-Rigoberto por favor, me mando el chino para recoger una cuchilla de afeitar Sputnik. Aquí le traigo la libreta marcada. El funcionario, en pleno oficio de sus absurdas funciones, miró fijamente analizando con su vista el porte y aspecto de la ciudadana para encontrar algún indicio sospechoso que revelara una actitud antisocial. Desde su
desbaratado buró, desde su arruinado sillón que otrora fue el trono de un burócrata, extendió su poderosa mano para recibir y estudiar la libreta de abastecimiento del núcleo familiar 485.
-Mmmmmm sí, está todo en orden ¿Trajiste la carta?
-¿Que carta?- preguntó ingenuamente mi futura viuda al honorable funcionario.
-La solicitud firmada por el Comité Militar.
-¿Cómo?
-Si mi cielo- Rigoberto se levantó de su puesto de batalla, arregló sus espejuelos, ensayó una mirada de profesor de solfeo y engoló la voz para explicarle a la ininformada ciudadana- El Chino debió explicarle que ese producto o cuchilla de afeitar marca Sputnik, es altamente restringido, puede ser usado en contra de la revolución por elementos antisociales e inescrupulosos enemigos del proceso revolucionario, por lo que necesita una solicitud hecha por usted y firmada por el Comité Militar de su Zona de
Defensa. Es un trámite muy sencillo solo para regular y para tener ubicado el posible armamento de baja intensidad que pueda ser usado en la guerra de guerrillas y/o de todo el pueblo- hizo entonces la sospechada pausa, se sentó, miró a su alrededor, abandonó su postura de ministro revocado, y con una actitud reptilezca, propia de muchos funcionarios públicos, continuó ahora con voz baja y temblorosa- Es muy complicado mi amor; pero te puedo hacer el tramite mucho mas sencillo. Tu sabes, por ayudarte, la cosa esta muy mala y nos necesitamos los unos de los otros. ¿Entiendes? Si tú me dejas
libre el cupón del huevo, yo te paso tu solicitud por el canal de urgencias y para el próximo mes te estarás afeitando esas bonitas piernas. Por unos minutos Consuelo pensó aceptar esa acostumbrada e inmoral miniextorsión, pero sabía que su esposo necesitaba suicidarse con mayor urgencia que la del “canal de urgencias”. Además, no podía jugarse los huevos del próximo mes por un marido difunto. Regresó medio contenta por otro intento fallido. Al enterarme de todo rompí en un descontrolado ataque de histeria y en plena rabieta decidí morir atropellado en la vía publica, salté de la cama, salí del cuarto y sin pasar por la acera me acosté en la calle hasta que pasara una guagua, un auto, un camión, una moto, una carreta o algo que aplastara mi inservible vida. Pero no pasó nada, solo un borracho en una
bicicleta que pasó muy cerca y luego de esquivarme gritó:
-Comemierda, si tu mujer te botó de la casa al menos mira donde duermes. ¡Tarrú!
Molesto por los geniales consejos de aquel borrachín, me di cuenta que estaba cometiendo una tremenda imbecilidad y casi vencido regresé a la casa. Entonces el calor me hizo recordar que existe la candela, y morir achicharrado no dejaría huellas. Solo necesitaba gasolina, fósforos y un recipiente. Ningún problema para encontrar una botella, ningún problema para encontrar los fósforos. Mandé a mi amada esposa hasta la gasolinera mas cercana para que le llenaran un frasco vacío pero al llegar al dispensador del líquido necesitado, el dependiente le dijo:
-No mi hermana, si me agarran echándote gasolina en un recipiente me desaparecen. Hay una directiva del Ministerio del Interior, el Partido, la Defensa Civil y las Fuerzas Armadas que prohíbe terminantemente expender gasolina en recipientes que no sean tanques de gasolina de vehículos automotor en movimiento, y si tu no tienes carro no puedo complacer a no ser que me traigas un papel del Comité Militar diciendo que es para el bastión preparativo de la guerra de todo el pueblo, para cuando vengan los americanos. ¿Comprendió?
Consuelo contenta y descontenta regresó y me contó; pero decidido a suicidarme le pedí, le supliqué, le imploré que se llegara al Comité Militar y resolviera el dichoso papel. Ella salió y después de mil problemas, logró un autorizo con la desinteresada ayuda de 3 dólares; pero no consiguió papel. El mayor jefe del Comité Militar de su zona de combate, humanamente agradecido le dijo que si ella conseguía algunas hojas de papel, él le firmaba el autorizo para buscar gasolina en envases. Ilusionada fue a la fábrica de papel pero estaba cerrada por falta de presupuesto, se dirigió entonces al Comité Central, a la Plaza de la revolución, y allí pidió unas hojas alegando que
necesitaba escribir una carta de felicitación al trabajo de las Milicias de Tropas Territoriales.
La persona que la atendió, seguramente la tildó de loca; pero le regaló ocho hojas de papel, cuando regresó al Comité Militar, el mayor había sido sustituido por mal manejo de la institución. Consuelo volvió a la casa y después de tantos problemas decidimos juntos que el suicidio no era una buena opción. Teníamos que buscar alternativas realizables para salir adelante. Lo más complicado fue escoger entre lo ilegal y la muerte, entonces como se escoge entre “socialismo o muerte” optamos por el socialismo que más o menos es igual que lo ilegal.
Al principio nos costó trabajo caer en aquellas cosas que hasta el momento habíamos criticado y sancionado pero la necesidad no nos permitió otra opción que jugar a la gallinita ciega porque si nosotros habíamos enfermado, muy paralelo a nosotros enfermaron la sociedad y nuestros lideres.
Cuentan que a un paciente terminal se le permiten determinadas cosas que muchas veces se toman como ultima voluntad o alternativas parapsicológicas; en una sociedad enferma también se permiten determinadas cosas que no se deben hacer en condiciones normales y hasta podrían ser juzgadas; pero delinquir se hizo una moda y, sin querer justificarme, casi se convirtió en orgullo nacional pues quien no delinquió hizo de cómplice. Como buen ciudadano, solo cometí aquellos delituchos que estaban a mi
alcance: contrabandos y tonterías por el estilo, nada de alteraciones como dispararle a un cuartel.
Por desgracia y como siempre yo estaba equivocado. Había optado por los delitos errados y llegué a pisar los talones de su majestad el delincuente mayor. Entonces, yo que había recuperado mi titulo de persona, que viví en libertad hasta que molesté; después que Superman se encaramó sobre mis hombros convirtió mi vida nuevamente en un sitio sin salida pero bastante divertido.
Como usted debe saber Superman es un héroe de historietas que usa uniforme, vuela, tiene súper poderes y se comenta que la criptonita lo pone medio afeminado. No puedo decir nombres pero quien se trepó sobre mí espalda fue el doble de Superman y por eso voy de mal en peor pero contento porque me he dado cuenta que mis conceptos estaban mal y lo seguirán estando. En algún momento llegué incluso a pensar que la vida de un miserable era complicada sin reparar que mas complicada es la existencia de aquellos que, como yo, cargan con la bandera de una pobre educación que sin llegar a ser de las buenas aquí llaman rezagos pequeño burgueses.
El origen de mi padre podríamos llamarlo de abolengo entre los pobres. Con un golpe de suerte y de otras cosas logró cambiar su vida pero no su origen. Y mi madre, hija de un inmigrante, era de una familia campesina sin propiedades ni latifundios. Entonces, cuales son los ancestros burgueses de mis inclinaciones tan excéntricas. No hay, es simplemente que mi inflexible familia, de formación católica, cometió el error de enseñarme a comer en la mesa aunque solo sea un pan con azúcar, a recibir las visitas con la camisa puesta, a respetar a las personas mayores y algún que otro gusto de telenovela.
Claro está, yo no nací con esos clichés, me los inculcó mi madre porque mi padre trabajaba mucho y nunca estaba en casa, tanto trabajaba que abandonó a mi madre. De él, entre otras muchísimas cosas que considero buenas, aprendí a no sentarme a la mesa sin camisa y a ser caballeroso; pero no me siento con mucho derecho a criticar porque quizás lo que faltó fue solo un poquito de comunicación por parte de ambos y yo tampoco me consideré un buen hijo. Resumámoslo diciendo que ni él fue el padre que necesité, ni yo el hijo que quizás él esperaba pero vivo orgulloso de él.
La educación de una persona es el resultado de muchas cosas. Hay quienes tienen madres tolerantes que enseñan con poesías. Hay quienes no tienen madre y otros que no las necesitan. Pero hay quienes, como yo, disfrutaron de una madre que no amaba los consejos y una abuela sobresaliente en sabiduría popular.
Aun recuerdo a mi encantadora abuela sentada en su balance trono con cara de mariscal amoroso, fumando tabaco con su dedo jorobado cuando engurruñaba su generosa nariz y con aire de desprecio, entre otras cosas, profetizaba en tono estridente que los hijos de los psicólogos eran todos un bando de malcriados insoportables.
Yo amé a mi madre y a mi abuela. Es fácil imaginar que mi educación viene de los libros pero no de las lecturas. El manual de Carreño para las buenas costumbres mi madre lo destruyó quince veces sobre mi cabeza. Como todos, yo comencé a tomar sopa agarrado a la cuchara como si fuese el manubrio de una bicicleta, metiendo una complicada chupada que provocaba ese típico e insoportable chasquido que produce algo así como frchhhhhck.
Ya no porque mi madre deformó unas veinte cucharas sobre mis huesos frontales y parietales, me gritó cientos de veces animal y me dejó sin comer otras trescientas. Solo entonces aprendí a tomar sopa como ella quería. Aun me sonrío cuando veo personas tomar sopa o frijoles como yo lo hacía de niño pensando que por algún lugar aparecerá mi madre con el cucharón en la mano para corregirlo. Otro perseverante capricho de mi madre fue el inculcarnos que a las personas mayores no se les contesta y que mientras los mayores hablan los niños se van al cuarto. Aprendí bien el refrán que decía, los niños hablan cuando las gallinas mean. Recibí un total de novecientos treinta tapabocas cuando lo olvidé y opiné en el instante en que no debía. Aun me duelen la tibia y el peroné de recordar el tremendo golazo que recibí una vez que la vieja Matilde dijo que ella sabía nadar muy bien y yo, que practicaba natación, le contesté con autosuficiencia de campeón panamericano que con su edad avanzada y su cuerpo tan gordo parecería la ballena Moby Dick.
Nada de eso fue suficiente, lo que si terminó haciendo de mí una persona educada fueron las anécdotas del conejito y el café. El Conejito es un restauran muy bonito que cuando yo era niño se puso de moda, tenía una decoración al estilo de taberna alemana donde solo se comía conejo en todas sus manifestaciones; jamón de conejo, estofado de conejo, enchilado de conejo y muchas mas. Íbamos bastante seguido pero una tarde de domingo cuando terminábamos un almuerzo familiar, una de mis hermanas muy glotona pidió de postre torta helado de fresa. Mi madre que sabía que sus hijos no comen fresa, amablemente sugirió un flan. Ni hablar, mi impertinente hermana dio toda una perreta por su antojo con sabor a fresa y terminó degustando su capricho azucarado. Pero no un pedacito, tuvo que comerse siete tortas helados completos porque nuestra madre, zapato en mano redoblaba en la mesa como si estuviese tocando la percusión mayor de la banda municipal de su pequeño pueblo natal. El show fue tal que hasta hoy nunca mas hemos regresado a ese lugar. Y con el café sucedió algo similar, valga solo escribir que detesto el café.
Como podrán leer, mi madre, que crió prácticamente sola a sus cuatro hijos, adquirió fácilmente la tolerancia de un taliban porque nosotros no fuimos eso que muchos dicen haber sido. No fuimos niños estudiosos, la ecuanimidad nunca fue el fuerte de ninguno de nosotros porque el juego, el retozo y el alboroto eran como una locomotora que fácilmente atormentaba a nuestra madre que constantemente repetía: si me sacan de quicio los voy a matar a todos.
Otro cariñoso eslogan que evidentemente amaba mi madre cuando payaseábamos frente algún platillo incomible y fingíamos arqueadas era; “Si vomitas la comida, te tomarás el vomito, te comerás la comida y encima te caeré a patadas”.
¡Que madre tan didáctica! Ya podrán imaginar que no soporto el café porque los niños no toman eso y mucho menos en casa ajena. Pero nuestro más común episodio fueron la hora del desayuno y el repaso de las tablas de multiplicar antes de partir para la escuela. Decía mi madre que los conocimientos estaban mas frescos en la mañana y era el momento de repasar las dichosas tablas. Una hermana que no voy a nombrar por burra siempre llegaba a su salón de clases con moretones en los brazos porque nunca logró
aprender los productos del nueve. Eso si, nuestro vientre creador nos podía matar pero nadie nos podía tocar. La menor ofensa a alguno de sus hijos era únicamente privilegio de ella, de los ajenos solo se aceptaban críticas constructivas. Pobre de aquel que solo osara de llamarnos feos.
Para qué adentrarme tanto en la apacible educación recibida si yo me estaba refiriendo a la escasez del periodo especial, si es que ya terminó. He llegado a escuchar que tampoco se sabe cuando comenzó, que en los años ochentas, cuando la revolución vivía su máximo “esplendor”, la gente compraba jamón plástico, carne rusa en lata, se calzaba con gomas de camión, tenía que hacer colas interminables en el antiguo mercado SEARS para comer carne, y las mujeres usaban ajustadores hechos de tela de paracaídas robados. ¡Que bárbara opulencia!
Realmente creo que esto es una exageración; pero a veces me pregunto si todas las carencias de este pueblo no habrán sido exprofeso para que aquellos que no tienen nada llegaran a odiar, a despreciar, a criticar y a perseguir con toda pasión a aquellos que algo poseen. Es cierto que casi siempre lo que tienen es ilegal pero eso no lo inventé yo, lo fomentó una revolución con dogmas que me lanzó a terapia y psicoanálisis.
Se me está encendiendo el fuego y esto me está quedando tan cursi como una planilla del partido. Solo me faltan los familiares en el exterior y mi participación en la zafra del setenta, aunque de ellos no comentaré esta vez. Alegrémonos, y si está algo deprimido o no tiene cosas importantes por hacer búrlese de mí, que Superman y yo lo estamos autorizando. Dicen que cuando uno se burla primero de si mismo es cuando puede reírse del resto del mundo, y eso haré porque me rodean un sin número de estupideces que prefiero compartir. Yo tuve una vida cómoda y por imbecil la perdí. No me quejo porque sé que no solo la igualaré sino que la superaré. Al principio no intenté culpar a nadie de mi desgracia y ese fue mi primer error.
Ahora sé que es necesario llevar siempre en alto el lema de un buen revolucionario; “si algo te sale mal busca un culpable ajeno, si es muy grande adúlalo y si no desbarátalo”. Eso lo aprendí tarde y no lo ejerzo por lo que se me hace menos peligroso narrar sobre mi vida de taxista.
Aunque parezca mentira en mi país todo el que tiene un auto sueña con ser taxista. Mas que una necesidad es un vicio o un estatus, los doctores, los ingenieros, los dirigentes, los militares, los empresarios, los artistas, todos sueñan ser taxista y yo no fui la excepción. Me reía mucho conmigo mismo porque aunque en realidad estoy en la quiebra, mas parecía que lo hacía por altruismo que por necesidad. Para empezar mi auto gasta alrededor de cinco litros de gasolina cara por cada kilómetro recorrido lo que hace del precio un servicio de Londres con calidad de Bundú. Segundo, me hacía amigo de mis clientes y nunca les cobraba porque me invadía la vergüenza. Y tercero, si me
daba la hora de almuerzo trabajando dejaba a mis humildes clientes en alguna
hamburguesería cercana y yo me iba a un restauran de primera a disfrutar con algunos invitados de una buena mesa, una espectacular compañía y una excelente botella de vino.
Como era de esperar mis gastos superaban en mucho las ganancias y si en algún momento sobró algo, mi mujer se encargó de dilapidar. Por eso constantemente estaba a la perdida como las empresas en bancarrota del plan de perfeccionamiento empresarial.
Para cambiar un poco pero sin dejar el envidiado gremio del transportista terrestre porque llegar a un lugar y decir soy taxista es como gritar soy Napoleón. Decidí ser taxista ocasional y oportunista que es el un punto exacto entre corredor de bolsa, somelier, jinetero asexual y guía de turismo.
¿Cómo se explica eso? Muy sencillo, como no tengo aptitudes para trabajar y mis conocimientos están precisamente estructurados en el saber vivir cómodo y feliz, primero identificaba un cliente. Después lo convencía explicándole al detalle los inmensos beneficios y placeres que encierra el visitar lugares elegantes y bonitos. Ya sabrá usted que hay mucha gente con dinero y malos gustos que necesitan aprender el arte de abandonar la vulgaridad sin dejar de ser originales porque con frecuencia confunden la pajarería y la educación .
El segundo paso era aprovechar que el cliente se decidiera, visitara los lugares sugeridos y me eligiera a mi como su taxista de confianza, de manera que la ida me saliera gratis, luego yo me sentaba en otro lugar y chao, a gozar de gastos separados. Pero aquí se complicaba la cosa porque muchas veces mi cliente terminaba invitándome o pasándose a mi siempre agradable mesa y no le podía cobrar, e incluso en mas de una ocasión terminé cooperando con la cuenta.
Nada, mi carrera de taxista se fue a la deriva por mis excesos. Ya se que hay otra vida mas barata y es tremenda mierda pero tenía que vivirla o al menos bajar mis costos. Entonces dirigí mis restricciones a la bebida, antes bebía cognac Hennessy, luego pasé al Jack Daniels, continué al ron blanco con cola light, limón y mucho hielo; y terminé en el Planchao que es una suerte de bebida alcohólica que parece estimular mis inexistentes sentimientos comunistorrevolucionarios. Yo no bebo por traumas ni para olvidar nada, yo tomo porque me gusta polemizar con amigos en estado de embriaguez.
Descubrí que discutir sobrio sobre algún tema polémico como la sexualidad, el gobierno, la religión o el deporte es extremadamente aburrido, desagradable y solo te lleva a callejones sin salida. Tengo que reconocer que el Planchao me hace caer hasta en contradicciones políticas conmigo mismo. ¿Usted ha bebido Planchao? Si tiene algún tipo de ambigüedad oculta no lo tome, es un consejo.
Una vez escribí algo después de haber bebido Planchao y Superman se molestó tanto que puso a toda la Seguridad del Estado a chequearme y como castigo me negó la salida del país que amo. Por ahí calcule usted su alcance. “El del Planchao quiero decir”. Por eso ahora bebo screwdriver que es más suave, mas dulce y no provoca trastorno de la personalidad. Hablando de las cosas que he escrito, he redactado varias cartas para Superman y “parece” que ninguna le ha llegado, debe ser porque no me sé la dirección del planeta donde vive. Además, en una ocasión entregué una de ellas en un lugar donde la persona que recibe las misivas mostrándome cuatro casillas dijo: la número uno es para asunto de carros, la número dos para quejas de trabajo, la tres para enfermedades y la cuatro para viviendas. Mi petición no encajaba en ninguna de las casillas existentes porque yo solo pedía que quitaran la dichosa prohibición de salida del país que ostento hace varios años.
Al leer estas líneas usted podría decir que soy frívolo o tonto y tendría razón. Podría pensar que soy un crítico resentido y también tendría razón. Yo por mi parte me sentiría masoquista, mentiroso y demasiado hipócrita si arengara un valor y un carácter que no tengo, o escribiera sobre algo que no comparto ni entiendo por tan solo jugar al burrito 21 como los amiguitos del rey Arturo.
Me toca ahora descubrir el cómo y el por qué cambió mi vida. ¿Un día me acosté persona y después de un sueño intranquilo me levanté cucarachón como Gregorio Samsa? No, mi metamorfosis fue mucho más lenta que la de Franz Kafka. Poco a poco se fastidió la alquimia hasta que el país, la ciudad, mi barrio y mi casa se convirtieron en un inmenso cucarachero. ¿Tantos cucarachones? Si, somos muchos pero al menos yo seré un insecto sincero que sepa presumir su oscuro caparazón, sus afiladas patas y sus
asquerosos bigotes con sobrada fatuidad.
“Escuchar todo, comprender mucho y hablar poco” Esa es la clave para una buena conversación. Yo no la practico porque no soy inteligente, yo prefiero la otra regla que dice: “No la agarres con el poderoso, persigue, critica y combate aquellas circunstancias que convierten en peligroso el poder”
Yo nací pionero como todos los niños cubanos. Mi radio de acción estaba rodeado de comunistas, revolucionarios y militares. Comunistas que no eran tan comunistas, revolucionarios que no eran tan revolucionarios y de los militares no comentaré porque a ellos si los respeto mucho. Si quieres vivir una vida cargada de patadas, pisotones, ofensas, burlas y “como usted ordene jefe”; opte por la vida militar. El hombre más cercano a mi infancia fue el negro Terry. Me cuidaba con mas fidelidad que la de un perro. Se emborrachaba para olvidar sus penas. Lo vi llorar varias veces, me contaba historias sobre la Sierra Maestra que no voy a repetir, sobre su entrega como soldado y sobre el inmenso honor que sentía al cuidarnos a mi y a mis hermanas, que al principio
solo éramos los hijos de su jefe pero al final terminamos siendo sus hijos. Que negro tan estoico que como perra cuidó de sus cachorros alejándolos incluso de sus propias decepciones.
Una tarde se ahorcó, se suicidó y nunca nos contaron por qué. Una noche, mientras hurgaba entre los recuerdos familiares encontré una carta muy bien guardada. Era la despedida de Terry, de aquel gran negro padre. Quizás la ocultaron por protegernos de esas impresiones que no son apropiadas para un niño. Me enteré de sus amores prohibidos, de sus temores no enfrentados, del profundo rencor que sintió por los ídolos que lo abandonaron. ¡Que militar, que orgullo, que patriotismo! Y sentí sus penas, sus desencantos y su sufrimiento. Claro que cambié, suspiré por los patriotas olvidados, por los héroes pisoteados, por los nombres que han borrado, por seres defenestrados y por tantos hombres esfumados.
Sobre esa misma época yo tenía un amiguito al que llamaba hermanito porque así yo lo sentía. Con él me medía el pito y compartía mis secretos infantiles. Jugábamos a enfrentar piratas y a salvar novias de los terribles ataques del imperialismo yanqui. Éramos niños modestos porque así había que ser, con él entendí que la modestia es la antesala de la falsedad. ¿Quién ha visto una familia ejemplar y modesta que cuestiona todo y disfruta yates, cacería de osos en Siberia y de un lago paradisíaco? Claro que cambié, continué amando a mi hermanito y a toda su familia pero detestando su peligrosa falsa modestia que cuestiona incuestionable. Entendí que si tienes algo bonito debes presumirlo porque para eso son las cosas lindas.
¿Donde me quedé?, ¿en que sonrisa comencé a sufrir? ¡Ah ya!, cuando decidí contarle algunas de las insignificantes cosas qué me hicieron cambiar. Pero olvídelo, cierre los ojos y montese en el tiovivo hasta que sus vueltas lo regresen a mi cuento de hadas.
En algún momento empezaron a reprimirme por los involuntarios y lógicos gestos femeninos que adquiere cualquier niño rodeado de hermanas hembras. Eran tantos que incluso yo llegué a sospechar que era gay. Gay no, antes no se usaba esa palabra tan autodiscriminatoria que parece un galardón, se decía mariquita que es mucho más cariñosa y musical.
Cuentan que en una ocasión mi padre estaba meditabundo y distraído. Un amigo lo notó y con respeto le preguntó qué le pasaba. Afligido y apenado por la estirpe de todo un guerrillero confesó que estaba preocupado porque su hijo varón orinaba sentado. Su amigo se sonrió y tirando su preocupación a la basura dijo: “No te preocupes mi hermano que la mía es hembra se trepa en los árboles y orina parada. Deberías estar contento, al menos el tuyo no se mea las piernas”
Ese cuento martilló mi cabeza cientos de veces; pero el colofón, lo que llevó a mi padre al paroxismo de la desesperación fue cuando me sorprendió vestido de mujer. Recuerdo que estábamos en Santiago de Cuba y mi padre había salido a trabajar con algunos dirigentes importantes. Mis hermanas y yo nos habíamos quedado en la casa y tranquilamente jugábamos a las familias. Una de mis hermanas era la mamá, otra la hija, otra una vecina y yo hacía el papel de Juanita, la señora de servicios que trabajaba en la casa para lo cual me quedé en calzoncillos, me pusieron un delantal, un pañuelo en la cabeza y me pintaron los labios, los cachetes y las pestañas. Todo marchaba bien hasta que tocaron a la puerta y yo, que era la empleada domestica, fui a atender mis quehaceres cotidianos. Cuando abrí la puerta y vi a mi padre me horroricé, no sólo de verlo que ya era bastante, sino porque venía acompañado de otro dirigentazo que no quiero ni nombrar. A juzgar por la cara y la sonrisilla oculta de su acompañante al tipo le pareció un chiste o una buena oportunidad para, maquiavélicamente, guardar el comentario “ofensivo” sobre un chico homosexual. Yo terminé encerrado en un cuarto y no pude salir de allí hasta que nos enviaron a los brazos de mamá como se tira a la basura un racimo de frutas podridas.
¿Cómo le podía explicar a mi padre que no soy gay y que solo estaba complaciendo a mis hermanas? Imposible, era más fácil asumir el papel de algo que no soy. Pero…¿Quién ha visto un revolucionario con un hijo homosexual? Es ilógico, entonces para combatir mis débiles actuaciones, me echaron al ruedo de los deportes violentos: boxeo, karate, judo, natación, equitación, tiro y todo ese tipo de cosas que supuestamente convierten a un niño en hombre rudo.
Basta con decir que mis tardes se iluminaron con estrellitas al ver y recibir un maratón de puñetazos, patadas, caídas y fracturas hasta que me travistieron en un macho, mujeriego, varón, heterosexual, masculino con el único defecto de orinar sentado y secarme la punta del rabo después de terminar para no mojar los pantalones porque tampoco soporto la ropa interior, las cadenas, los pulsos, los grilletes ni nada que me ate aunque mi Superman lo intente.
Como ya escribí antes, mi vida es un sueño de hadas. No me gustan los conflictos, me río de mí y de mi vida; y de las cosas de aquellos que como Superman se esconden tras poderes, gestos o disfraces intentando impresionar. Porque aunque por momentos lo logren, solo son un bulto de egocéntricos peligrosos que temen mirarse los ojos frente a un espejo y hacerse un par de preguntas tontas: ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido?
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La realidad es que muchos nos deprimimos e incluso puede que algunos hayan encontrado como una solución el arrancarse sus vidas. En esos difíciles años comienza este cuento y por favor, discúlpenme por tratar un tema casi solemne con tantísima irreverencia, falta de respeto y frivolidad; pero después de todo ¿por qué no reírnos de nuestras desgracias exagerando un poco?
En 1994, durante el peor momento del periodo especial, y desesperado por el encierro de alternativas decidí suicidarme. Me encerré en el cuarto, me tiré en la cama junto a mi esposa y murmuré desesperado con aire de total esquizofrenia:
Consuelo mi amor. He decidido suicidarme, si yo me mato y no declaramos mi muerte podrás seguir recibiendo el racionamiento de dos personas. Seré una boca menos a alimentar y una cuota mas para disfrutar. Me siento como una carga, como un fantasma o un rehén de mi mismo. Hazme un último favor, consígueme una soga para ahorcarme.
¡No te mates, no te mates!, me suplicó Consuelo; pero mi decisión era irreversible, la depresión, mi falta de inteligencia, el poco apego al trabajo, la imposibilidad de usar mi fusiforme y sedentario cuerpo en aquellas actividades sexuales remuneradas que se pusieron de moda, mi carencia de inventivas y la desesperación me estaban matando lentamente. Mis gustos eran absolutamente irrealizables y por eso decidí ahorcarme antes de morir de angustia, de hambre o de obstrucción intestinal por compartir lo que muchos llamaron “comida”.
¿Ya olvidó los manjares del momento? Le recuerdo un poco. El picadillo extendido era una mezcla, en no sé que porcentaje, de texturizado de soya con algo de una masa roja, carmelitosa, negrusca o simplemente oscura que parecía carne de algún animal en descomposición. Era dulce y amargo; pero tan nutritivo que, cuentan, dio al traste con aquello que se llamó “polineuritis”.
El otro platillo que sin opción alguna se hizo frecuente en las mesas cubanas fue el bistec de cáscara de toronja que se lograba poniendo a marinar en salsa de soya la piel de una o más toronjas, cebolla al gusto y una pizquita de sal. Esa cáscara se intentaba freír en aceite, manteca o cualquier otra sustancia viscosa y………….. ¡A comer! Este alimento era un poquito amargo pero siendo honesto debería reconocer su alto nivel de vitamina C. El mejor de aquellos exotismos, de los que nunca pude escapar fue definitivamente el cebiche de lombriz de tierra. Muy parecido al tradicional platillo peruano pero no era igual. Eso si, lo que me hizo pensar seriamente en la opción del suicidio fue la tentación del palmiche, la receta más surrealista que nadie haya descrito
jamás. Esta no la comí, la leí en un periódico local durante una visita a Santiago de Cuba. Según el rotativo la carne ya no era tan buena, se había convertido en algo malo y cancerígeno, por eso teníamos que encontrar, de conjunto, alimentos no tradicionales y nutritivos. El palmiche es una frutilla alta en calorías que nos brinda, entre otras cosas las bondades de nuestro árbol nacional. Son esas frutillas rojas que en los campos se da de comer a los cerdos. Y, si los cerdos engordan, los humanos engordarían también. Claro eso es una reflexión muy lógica, con la ligera diferencia que los puercos viven encerrados y los cubanos…. Bueno, dejemos este análisis que no nos conduce a nada.
Después de poner a remojar por un periodo mínimo de 24 horas o mucho más, retiras el agua y lo condimentas con cebolla, cilantro, una pizca de agua de mar, caña santa,
orégano y cualquier otra cosa que aparezca, le metes un tinte con algo rojo, lo devuelves a la olla de presión por un periodo indeterminado, después lo sirves y disfrutas de algo exquisito. Cuentan que era un poco duro pero viniendo de nuestra venerada palma real sería como comerse el patrimonio nacional.
Como se acordarán, las cosas con esto del periodo especial eran muy, pero muy complicadas de resolver, no importaba tener o no tener dinero porque todos estábamos jodidos. Digamos que por aquellos días era igual de complicado defecar que limpiarse el trasero porque si no había comida tampoco había agua para lavarse, y nuestros anos perdieron la sensibilidad de distinguir entre papel higiénico, hojas de plátano o la prensa escrita.
Consuelo no contestó; pero mal convencida y ambigua salió en busca de un pedazo de soga. Buscó por toda la casa y no encontró nada. Pidió a los vecinos, pidió en la bolsa negra, y nada porque las sogas solo se conseguían con un autorizo del Ministro de la Agricultura acompañado de una pre-petición anticipada y adjunta a una carta con copia al Ministerio del Trabajo. Todo era muy “viable” ¿Y el que no trabaja?, bueno ese se jodió porque no se podía suicidar, al menos por la horca.
Regresó a la casa medio contenta por no lograr el encargo, me explicó todo y me sugirió hacer el nudo con el cable del teléfono; pero eso era una idea realmente estúpida, los cables de teléfono se rompían fácilmente porque eran los mismos que desde hacía muchos años permanecían día y noche expuestos a la erosión del viento, la lluvia, las cagadas de los pájaros, las mordidas de ratas y otros tantos agentes externos que los convertía en cables viejos e inservibles. Lo más que podría lograr con el cable del teléfono sería una fractura de cervical; pero yo quería matarme, no caer en un hospital porque eso era realmente peor que la muerte.
Comenzaba a experimentar un súper estado depresivo cuando de repente se me alumbró el bombillo con una idea genial. Cortarme las venas solucionaba dos problemas; primero mi muerte y segundo un decorado postmoderno similar a los que hacen los artistas de moda.
Pedí a Consuelo comprar unas cuchillas de afeitar para destrozar mis brazos. Mi esposa, casi contenta con mi genialidad se fue en busca de algo cortante. Buscó en el cuarto, buscó en los baños, buscó en la cocina, buscó por toda la casa y nada. Salió a la calle, pidió a los vecinos, a un barbero cercano, pidió en la bolsa negra, y nada porque estas solo se conseguían en la bodega. Además creo haber escuchado que a los afiladores ambulantes, esos que alegremente avisaban su presencia con un concierto de armónica, los habían metido presos por “enriquecimiento ilícito”.
Se dirigió entonces a su establecimiento comercial correspondiente y allí habló con el bodeguero Armando, alias Pipo o Chino:
-¿Como estas Pipo? ¿Tienes cuchillas de afeitar?
-¿Gillette, Astral o Sputnik?
-Gillette- respondió Consuelo confiada de la calidad del acero capitalista.
-No Mima- así trata cariñosamente Pipo a todas las Mimas- no me dejaste terminar. Gillette ya no hay, desde que estamos bloqueados por el criminal e injusto bloqueo imperialista solo las venden en la red de tiendas de moneda convertible – bajó la voz y agregó casi con un murmullo - Pero ya no son americanas; las de ahora son chinas de imitación.
-Bueno chico – dijo mi fiel esposa medio acalorada por la pronta solución de su problema- dame una cuchilla Astral.
-¿Para quien es?- Preguntó el suspicaz chino que aunque le dicen El Chino, de chino no tiene nada- A ti no te la puedo despachar Mima. Después de un estudio realizado por los científicos del CAME, Consejo de Ayuda Mutua Económica, nos bajó una circular del Ministerio de Salud Publica y el Ministerio de Comercio Interior, donde dice que las cuchillas Astral solo las podemos vender a los hombres porque se ha demostrado que el frecuente uso de estas cuchillas desfiguran el rostro femenino en un 70%.
-Coño chino- contestó Consuelo medio berreada - no me jodas más y dame entonces una Sputnik. Le entregó el documento que regula la distribución de alimentos o libreta de abastecimientos y después de estudiarlo el Chino le explicó:
-Mira Mima, te la voy a marcar aquí, pero tienes que recogerla en la oficoda, porque esos artículos pueden ser usados como armas de combate por elementos antisociales o por el enemigo, y solo los entrega Rigoberto en ese establecimiento.
Consuelo se fue a ver al compañero Rigoberto que estaba sentado y dormitando rodeado de documentos en su reglamentaria oficoda:
-Rigoberto por favor, me mando el chino para recoger una cuchilla de afeitar Sputnik. Aquí le traigo la libreta marcada. El funcionario, en pleno oficio de sus absurdas funciones, miró fijamente analizando con su vista el porte y aspecto de la ciudadana para encontrar algún indicio sospechoso que revelara una actitud antisocial. Desde su
desbaratado buró, desde su arruinado sillón que otrora fue el trono de un burócrata, extendió su poderosa mano para recibir y estudiar la libreta de abastecimiento del núcleo familiar 485.
-Mmmmmm sí, está todo en orden ¿Trajiste la carta?
-¿Que carta?- preguntó ingenuamente mi futura viuda al honorable funcionario.
-La solicitud firmada por el Comité Militar.
-¿Cómo?
-Si mi cielo- Rigoberto se levantó de su puesto de batalla, arregló sus espejuelos, ensayó una mirada de profesor de solfeo y engoló la voz para explicarle a la ininformada ciudadana- El Chino debió explicarle que ese producto o cuchilla de afeitar marca Sputnik, es altamente restringido, puede ser usado en contra de la revolución por elementos antisociales e inescrupulosos enemigos del proceso revolucionario, por lo que necesita una solicitud hecha por usted y firmada por el Comité Militar de su Zona de
Defensa. Es un trámite muy sencillo solo para regular y para tener ubicado el posible armamento de baja intensidad que pueda ser usado en la guerra de guerrillas y/o de todo el pueblo- hizo entonces la sospechada pausa, se sentó, miró a su alrededor, abandonó su postura de ministro revocado, y con una actitud reptilezca, propia de muchos funcionarios públicos, continuó ahora con voz baja y temblorosa- Es muy complicado mi amor; pero te puedo hacer el tramite mucho mas sencillo. Tu sabes, por ayudarte, la cosa esta muy mala y nos necesitamos los unos de los otros. ¿Entiendes? Si tú me dejas
libre el cupón del huevo, yo te paso tu solicitud por el canal de urgencias y para el próximo mes te estarás afeitando esas bonitas piernas. Por unos minutos Consuelo pensó aceptar esa acostumbrada e inmoral miniextorsión, pero sabía que su esposo necesitaba suicidarse con mayor urgencia que la del “canal de urgencias”. Además, no podía jugarse los huevos del próximo mes por un marido difunto. Regresó medio contenta por otro intento fallido. Al enterarme de todo rompí en un descontrolado ataque de histeria y en plena rabieta decidí morir atropellado en la vía publica, salté de la cama, salí del cuarto y sin pasar por la acera me acosté en la calle hasta que pasara una guagua, un auto, un camión, una moto, una carreta o algo que aplastara mi inservible vida. Pero no pasó nada, solo un borracho en una
bicicleta que pasó muy cerca y luego de esquivarme gritó:
-Comemierda, si tu mujer te botó de la casa al menos mira donde duermes. ¡Tarrú!
Molesto por los geniales consejos de aquel borrachín, me di cuenta que estaba cometiendo una tremenda imbecilidad y casi vencido regresé a la casa. Entonces el calor me hizo recordar que existe la candela, y morir achicharrado no dejaría huellas. Solo necesitaba gasolina, fósforos y un recipiente. Ningún problema para encontrar una botella, ningún problema para encontrar los fósforos. Mandé a mi amada esposa hasta la gasolinera mas cercana para que le llenaran un frasco vacío pero al llegar al dispensador del líquido necesitado, el dependiente le dijo:
-No mi hermana, si me agarran echándote gasolina en un recipiente me desaparecen. Hay una directiva del Ministerio del Interior, el Partido, la Defensa Civil y las Fuerzas Armadas que prohíbe terminantemente expender gasolina en recipientes que no sean tanques de gasolina de vehículos automotor en movimiento, y si tu no tienes carro no puedo complacer a no ser que me traigas un papel del Comité Militar diciendo que es para el bastión preparativo de la guerra de todo el pueblo, para cuando vengan los americanos. ¿Comprendió?
Consuelo contenta y descontenta regresó y me contó; pero decidido a suicidarme le pedí, le supliqué, le imploré que se llegara al Comité Militar y resolviera el dichoso papel. Ella salió y después de mil problemas, logró un autorizo con la desinteresada ayuda de 3 dólares; pero no consiguió papel. El mayor jefe del Comité Militar de su zona de combate, humanamente agradecido le dijo que si ella conseguía algunas hojas de papel, él le firmaba el autorizo para buscar gasolina en envases. Ilusionada fue a la fábrica de papel pero estaba cerrada por falta de presupuesto, se dirigió entonces al Comité Central, a la Plaza de la revolución, y allí pidió unas hojas alegando que
necesitaba escribir una carta de felicitación al trabajo de las Milicias de Tropas Territoriales.
La persona que la atendió, seguramente la tildó de loca; pero le regaló ocho hojas de papel, cuando regresó al Comité Militar, el mayor había sido sustituido por mal manejo de la institución. Consuelo volvió a la casa y después de tantos problemas decidimos juntos que el suicidio no era una buena opción. Teníamos que buscar alternativas realizables para salir adelante. Lo más complicado fue escoger entre lo ilegal y la muerte, entonces como se escoge entre “socialismo o muerte” optamos por el socialismo que más o menos es igual que lo ilegal.
Al principio nos costó trabajo caer en aquellas cosas que hasta el momento habíamos criticado y sancionado pero la necesidad no nos permitió otra opción que jugar a la gallinita ciega porque si nosotros habíamos enfermado, muy paralelo a nosotros enfermaron la sociedad y nuestros lideres.
Cuentan que a un paciente terminal se le permiten determinadas cosas que muchas veces se toman como ultima voluntad o alternativas parapsicológicas; en una sociedad enferma también se permiten determinadas cosas que no se deben hacer en condiciones normales y hasta podrían ser juzgadas; pero delinquir se hizo una moda y, sin querer justificarme, casi se convirtió en orgullo nacional pues quien no delinquió hizo de cómplice. Como buen ciudadano, solo cometí aquellos delituchos que estaban a mi
alcance: contrabandos y tonterías por el estilo, nada de alteraciones como dispararle a un cuartel.
Por desgracia y como siempre yo estaba equivocado. Había optado por los delitos errados y llegué a pisar los talones de su majestad el delincuente mayor. Entonces, yo que había recuperado mi titulo de persona, que viví en libertad hasta que molesté; después que Superman se encaramó sobre mis hombros convirtió mi vida nuevamente en un sitio sin salida pero bastante divertido.
Como usted debe saber Superman es un héroe de historietas que usa uniforme, vuela, tiene súper poderes y se comenta que la criptonita lo pone medio afeminado. No puedo decir nombres pero quien se trepó sobre mí espalda fue el doble de Superman y por eso voy de mal en peor pero contento porque me he dado cuenta que mis conceptos estaban mal y lo seguirán estando. En algún momento llegué incluso a pensar que la vida de un miserable era complicada sin reparar que mas complicada es la existencia de aquellos que, como yo, cargan con la bandera de una pobre educación que sin llegar a ser de las buenas aquí llaman rezagos pequeño burgueses.
El origen de mi padre podríamos llamarlo de abolengo entre los pobres. Con un golpe de suerte y de otras cosas logró cambiar su vida pero no su origen. Y mi madre, hija de un inmigrante, era de una familia campesina sin propiedades ni latifundios. Entonces, cuales son los ancestros burgueses de mis inclinaciones tan excéntricas. No hay, es simplemente que mi inflexible familia, de formación católica, cometió el error de enseñarme a comer en la mesa aunque solo sea un pan con azúcar, a recibir las visitas con la camisa puesta, a respetar a las personas mayores y algún que otro gusto de telenovela.
Claro está, yo no nací con esos clichés, me los inculcó mi madre porque mi padre trabajaba mucho y nunca estaba en casa, tanto trabajaba que abandonó a mi madre. De él, entre otras muchísimas cosas que considero buenas, aprendí a no sentarme a la mesa sin camisa y a ser caballeroso; pero no me siento con mucho derecho a criticar porque quizás lo que faltó fue solo un poquito de comunicación por parte de ambos y yo tampoco me consideré un buen hijo. Resumámoslo diciendo que ni él fue el padre que necesité, ni yo el hijo que quizás él esperaba pero vivo orgulloso de él.
La educación de una persona es el resultado de muchas cosas. Hay quienes tienen madres tolerantes que enseñan con poesías. Hay quienes no tienen madre y otros que no las necesitan. Pero hay quienes, como yo, disfrutaron de una madre que no amaba los consejos y una abuela sobresaliente en sabiduría popular.
Aun recuerdo a mi encantadora abuela sentada en su balance trono con cara de mariscal amoroso, fumando tabaco con su dedo jorobado cuando engurruñaba su generosa nariz y con aire de desprecio, entre otras cosas, profetizaba en tono estridente que los hijos de los psicólogos eran todos un bando de malcriados insoportables.
Yo amé a mi madre y a mi abuela. Es fácil imaginar que mi educación viene de los libros pero no de las lecturas. El manual de Carreño para las buenas costumbres mi madre lo destruyó quince veces sobre mi cabeza. Como todos, yo comencé a tomar sopa agarrado a la cuchara como si fuese el manubrio de una bicicleta, metiendo una complicada chupada que provocaba ese típico e insoportable chasquido que produce algo así como frchhhhhck.
Ya no porque mi madre deformó unas veinte cucharas sobre mis huesos frontales y parietales, me gritó cientos de veces animal y me dejó sin comer otras trescientas. Solo entonces aprendí a tomar sopa como ella quería. Aun me sonrío cuando veo personas tomar sopa o frijoles como yo lo hacía de niño pensando que por algún lugar aparecerá mi madre con el cucharón en la mano para corregirlo. Otro perseverante capricho de mi madre fue el inculcarnos que a las personas mayores no se les contesta y que mientras los mayores hablan los niños se van al cuarto. Aprendí bien el refrán que decía, los niños hablan cuando las gallinas mean. Recibí un total de novecientos treinta tapabocas cuando lo olvidé y opiné en el instante en que no debía. Aun me duelen la tibia y el peroné de recordar el tremendo golazo que recibí una vez que la vieja Matilde dijo que ella sabía nadar muy bien y yo, que practicaba natación, le contesté con autosuficiencia de campeón panamericano que con su edad avanzada y su cuerpo tan gordo parecería la ballena Moby Dick.
Nada de eso fue suficiente, lo que si terminó haciendo de mí una persona educada fueron las anécdotas del conejito y el café. El Conejito es un restauran muy bonito que cuando yo era niño se puso de moda, tenía una decoración al estilo de taberna alemana donde solo se comía conejo en todas sus manifestaciones; jamón de conejo, estofado de conejo, enchilado de conejo y muchas mas. Íbamos bastante seguido pero una tarde de domingo cuando terminábamos un almuerzo familiar, una de mis hermanas muy glotona pidió de postre torta helado de fresa. Mi madre que sabía que sus hijos no comen fresa, amablemente sugirió un flan. Ni hablar, mi impertinente hermana dio toda una perreta por su antojo con sabor a fresa y terminó degustando su capricho azucarado. Pero no un pedacito, tuvo que comerse siete tortas helados completos porque nuestra madre, zapato en mano redoblaba en la mesa como si estuviese tocando la percusión mayor de la banda municipal de su pequeño pueblo natal. El show fue tal que hasta hoy nunca mas hemos regresado a ese lugar. Y con el café sucedió algo similar, valga solo escribir que detesto el café.
Como podrán leer, mi madre, que crió prácticamente sola a sus cuatro hijos, adquirió fácilmente la tolerancia de un taliban porque nosotros no fuimos eso que muchos dicen haber sido. No fuimos niños estudiosos, la ecuanimidad nunca fue el fuerte de ninguno de nosotros porque el juego, el retozo y el alboroto eran como una locomotora que fácilmente atormentaba a nuestra madre que constantemente repetía: si me sacan de quicio los voy a matar a todos.
Otro cariñoso eslogan que evidentemente amaba mi madre cuando payaseábamos frente algún platillo incomible y fingíamos arqueadas era; “Si vomitas la comida, te tomarás el vomito, te comerás la comida y encima te caeré a patadas”.
¡Que madre tan didáctica! Ya podrán imaginar que no soporto el café porque los niños no toman eso y mucho menos en casa ajena. Pero nuestro más común episodio fueron la hora del desayuno y el repaso de las tablas de multiplicar antes de partir para la escuela. Decía mi madre que los conocimientos estaban mas frescos en la mañana y era el momento de repasar las dichosas tablas. Una hermana que no voy a nombrar por burra siempre llegaba a su salón de clases con moretones en los brazos porque nunca logró
aprender los productos del nueve. Eso si, nuestro vientre creador nos podía matar pero nadie nos podía tocar. La menor ofensa a alguno de sus hijos era únicamente privilegio de ella, de los ajenos solo se aceptaban críticas constructivas. Pobre de aquel que solo osara de llamarnos feos.
Para qué adentrarme tanto en la apacible educación recibida si yo me estaba refiriendo a la escasez del periodo especial, si es que ya terminó. He llegado a escuchar que tampoco se sabe cuando comenzó, que en los años ochentas, cuando la revolución vivía su máximo “esplendor”, la gente compraba jamón plástico, carne rusa en lata, se calzaba con gomas de camión, tenía que hacer colas interminables en el antiguo mercado SEARS para comer carne, y las mujeres usaban ajustadores hechos de tela de paracaídas robados. ¡Que bárbara opulencia!
Realmente creo que esto es una exageración; pero a veces me pregunto si todas las carencias de este pueblo no habrán sido exprofeso para que aquellos que no tienen nada llegaran a odiar, a despreciar, a criticar y a perseguir con toda pasión a aquellos que algo poseen. Es cierto que casi siempre lo que tienen es ilegal pero eso no lo inventé yo, lo fomentó una revolución con dogmas que me lanzó a terapia y psicoanálisis.
Se me está encendiendo el fuego y esto me está quedando tan cursi como una planilla del partido. Solo me faltan los familiares en el exterior y mi participación en la zafra del setenta, aunque de ellos no comentaré esta vez. Alegrémonos, y si está algo deprimido o no tiene cosas importantes por hacer búrlese de mí, que Superman y yo lo estamos autorizando. Dicen que cuando uno se burla primero de si mismo es cuando puede reírse del resto del mundo, y eso haré porque me rodean un sin número de estupideces que prefiero compartir. Yo tuve una vida cómoda y por imbecil la perdí. No me quejo porque sé que no solo la igualaré sino que la superaré. Al principio no intenté culpar a nadie de mi desgracia y ese fue mi primer error.
Ahora sé que es necesario llevar siempre en alto el lema de un buen revolucionario; “si algo te sale mal busca un culpable ajeno, si es muy grande adúlalo y si no desbarátalo”. Eso lo aprendí tarde y no lo ejerzo por lo que se me hace menos peligroso narrar sobre mi vida de taxista.
Aunque parezca mentira en mi país todo el que tiene un auto sueña con ser taxista. Mas que una necesidad es un vicio o un estatus, los doctores, los ingenieros, los dirigentes, los militares, los empresarios, los artistas, todos sueñan ser taxista y yo no fui la excepción. Me reía mucho conmigo mismo porque aunque en realidad estoy en la quiebra, mas parecía que lo hacía por altruismo que por necesidad. Para empezar mi auto gasta alrededor de cinco litros de gasolina cara por cada kilómetro recorrido lo que hace del precio un servicio de Londres con calidad de Bundú. Segundo, me hacía amigo de mis clientes y nunca les cobraba porque me invadía la vergüenza. Y tercero, si me
daba la hora de almuerzo trabajando dejaba a mis humildes clientes en alguna
hamburguesería cercana y yo me iba a un restauran de primera a disfrutar con algunos invitados de una buena mesa, una espectacular compañía y una excelente botella de vino.
Como era de esperar mis gastos superaban en mucho las ganancias y si en algún momento sobró algo, mi mujer se encargó de dilapidar. Por eso constantemente estaba a la perdida como las empresas en bancarrota del plan de perfeccionamiento empresarial.
Para cambiar un poco pero sin dejar el envidiado gremio del transportista terrestre porque llegar a un lugar y decir soy taxista es como gritar soy Napoleón. Decidí ser taxista ocasional y oportunista que es el un punto exacto entre corredor de bolsa, somelier, jinetero asexual y guía de turismo.
¿Cómo se explica eso? Muy sencillo, como no tengo aptitudes para trabajar y mis conocimientos están precisamente estructurados en el saber vivir cómodo y feliz, primero identificaba un cliente. Después lo convencía explicándole al detalle los inmensos beneficios y placeres que encierra el visitar lugares elegantes y bonitos. Ya sabrá usted que hay mucha gente con dinero y malos gustos que necesitan aprender el arte de abandonar la vulgaridad sin dejar de ser originales porque con frecuencia confunden la pajarería y la educación .
El segundo paso era aprovechar que el cliente se decidiera, visitara los lugares sugeridos y me eligiera a mi como su taxista de confianza, de manera que la ida me saliera gratis, luego yo me sentaba en otro lugar y chao, a gozar de gastos separados. Pero aquí se complicaba la cosa porque muchas veces mi cliente terminaba invitándome o pasándose a mi siempre agradable mesa y no le podía cobrar, e incluso en mas de una ocasión terminé cooperando con la cuenta.
Nada, mi carrera de taxista se fue a la deriva por mis excesos. Ya se que hay otra vida mas barata y es tremenda mierda pero tenía que vivirla o al menos bajar mis costos. Entonces dirigí mis restricciones a la bebida, antes bebía cognac Hennessy, luego pasé al Jack Daniels, continué al ron blanco con cola light, limón y mucho hielo; y terminé en el Planchao que es una suerte de bebida alcohólica que parece estimular mis inexistentes sentimientos comunistorrevolucionarios. Yo no bebo por traumas ni para olvidar nada, yo tomo porque me gusta polemizar con amigos en estado de embriaguez.
Descubrí que discutir sobrio sobre algún tema polémico como la sexualidad, el gobierno, la religión o el deporte es extremadamente aburrido, desagradable y solo te lleva a callejones sin salida. Tengo que reconocer que el Planchao me hace caer hasta en contradicciones políticas conmigo mismo. ¿Usted ha bebido Planchao? Si tiene algún tipo de ambigüedad oculta no lo tome, es un consejo.
Una vez escribí algo después de haber bebido Planchao y Superman se molestó tanto que puso a toda la Seguridad del Estado a chequearme y como castigo me negó la salida del país que amo. Por ahí calcule usted su alcance. “El del Planchao quiero decir”. Por eso ahora bebo screwdriver que es más suave, mas dulce y no provoca trastorno de la personalidad. Hablando de las cosas que he escrito, he redactado varias cartas para Superman y “parece” que ninguna le ha llegado, debe ser porque no me sé la dirección del planeta donde vive. Además, en una ocasión entregué una de ellas en un lugar donde la persona que recibe las misivas mostrándome cuatro casillas dijo: la número uno es para asunto de carros, la número dos para quejas de trabajo, la tres para enfermedades y la cuatro para viviendas. Mi petición no encajaba en ninguna de las casillas existentes porque yo solo pedía que quitaran la dichosa prohibición de salida del país que ostento hace varios años.
Al leer estas líneas usted podría decir que soy frívolo o tonto y tendría razón. Podría pensar que soy un crítico resentido y también tendría razón. Yo por mi parte me sentiría masoquista, mentiroso y demasiado hipócrita si arengara un valor y un carácter que no tengo, o escribiera sobre algo que no comparto ni entiendo por tan solo jugar al burrito 21 como los amiguitos del rey Arturo.
Me toca ahora descubrir el cómo y el por qué cambió mi vida. ¿Un día me acosté persona y después de un sueño intranquilo me levanté cucarachón como Gregorio Samsa? No, mi metamorfosis fue mucho más lenta que la de Franz Kafka. Poco a poco se fastidió la alquimia hasta que el país, la ciudad, mi barrio y mi casa se convirtieron en un inmenso cucarachero. ¿Tantos cucarachones? Si, somos muchos pero al menos yo seré un insecto sincero que sepa presumir su oscuro caparazón, sus afiladas patas y sus
asquerosos bigotes con sobrada fatuidad.
“Escuchar todo, comprender mucho y hablar poco” Esa es la clave para una buena conversación. Yo no la practico porque no soy inteligente, yo prefiero la otra regla que dice: “No la agarres con el poderoso, persigue, critica y combate aquellas circunstancias que convierten en peligroso el poder”
Yo nací pionero como todos los niños cubanos. Mi radio de acción estaba rodeado de comunistas, revolucionarios y militares. Comunistas que no eran tan comunistas, revolucionarios que no eran tan revolucionarios y de los militares no comentaré porque a ellos si los respeto mucho. Si quieres vivir una vida cargada de patadas, pisotones, ofensas, burlas y “como usted ordene jefe”; opte por la vida militar. El hombre más cercano a mi infancia fue el negro Terry. Me cuidaba con mas fidelidad que la de un perro. Se emborrachaba para olvidar sus penas. Lo vi llorar varias veces, me contaba historias sobre la Sierra Maestra que no voy a repetir, sobre su entrega como soldado y sobre el inmenso honor que sentía al cuidarnos a mi y a mis hermanas, que al principio
solo éramos los hijos de su jefe pero al final terminamos siendo sus hijos. Que negro tan estoico que como perra cuidó de sus cachorros alejándolos incluso de sus propias decepciones.
Una tarde se ahorcó, se suicidó y nunca nos contaron por qué. Una noche, mientras hurgaba entre los recuerdos familiares encontré una carta muy bien guardada. Era la despedida de Terry, de aquel gran negro padre. Quizás la ocultaron por protegernos de esas impresiones que no son apropiadas para un niño. Me enteré de sus amores prohibidos, de sus temores no enfrentados, del profundo rencor que sintió por los ídolos que lo abandonaron. ¡Que militar, que orgullo, que patriotismo! Y sentí sus penas, sus desencantos y su sufrimiento. Claro que cambié, suspiré por los patriotas olvidados, por los héroes pisoteados, por los nombres que han borrado, por seres defenestrados y por tantos hombres esfumados.
Sobre esa misma época yo tenía un amiguito al que llamaba hermanito porque así yo lo sentía. Con él me medía el pito y compartía mis secretos infantiles. Jugábamos a enfrentar piratas y a salvar novias de los terribles ataques del imperialismo yanqui. Éramos niños modestos porque así había que ser, con él entendí que la modestia es la antesala de la falsedad. ¿Quién ha visto una familia ejemplar y modesta que cuestiona todo y disfruta yates, cacería de osos en Siberia y de un lago paradisíaco? Claro que cambié, continué amando a mi hermanito y a toda su familia pero detestando su peligrosa falsa modestia que cuestiona incuestionable. Entendí que si tienes algo bonito debes presumirlo porque para eso son las cosas lindas.
¿Donde me quedé?, ¿en que sonrisa comencé a sufrir? ¡Ah ya!, cuando decidí contarle algunas de las insignificantes cosas qué me hicieron cambiar. Pero olvídelo, cierre los ojos y montese en el tiovivo hasta que sus vueltas lo regresen a mi cuento de hadas.
En algún momento empezaron a reprimirme por los involuntarios y lógicos gestos femeninos que adquiere cualquier niño rodeado de hermanas hembras. Eran tantos que incluso yo llegué a sospechar que era gay. Gay no, antes no se usaba esa palabra tan autodiscriminatoria que parece un galardón, se decía mariquita que es mucho más cariñosa y musical.
Cuentan que en una ocasión mi padre estaba meditabundo y distraído. Un amigo lo notó y con respeto le preguntó qué le pasaba. Afligido y apenado por la estirpe de todo un guerrillero confesó que estaba preocupado porque su hijo varón orinaba sentado. Su amigo se sonrió y tirando su preocupación a la basura dijo: “No te preocupes mi hermano que la mía es hembra se trepa en los árboles y orina parada. Deberías estar contento, al menos el tuyo no se mea las piernas”
Ese cuento martilló mi cabeza cientos de veces; pero el colofón, lo que llevó a mi padre al paroxismo de la desesperación fue cuando me sorprendió vestido de mujer. Recuerdo que estábamos en Santiago de Cuba y mi padre había salido a trabajar con algunos dirigentes importantes. Mis hermanas y yo nos habíamos quedado en la casa y tranquilamente jugábamos a las familias. Una de mis hermanas era la mamá, otra la hija, otra una vecina y yo hacía el papel de Juanita, la señora de servicios que trabajaba en la casa para lo cual me quedé en calzoncillos, me pusieron un delantal, un pañuelo en la cabeza y me pintaron los labios, los cachetes y las pestañas. Todo marchaba bien hasta que tocaron a la puerta y yo, que era la empleada domestica, fui a atender mis quehaceres cotidianos. Cuando abrí la puerta y vi a mi padre me horroricé, no sólo de verlo que ya era bastante, sino porque venía acompañado de otro dirigentazo que no quiero ni nombrar. A juzgar por la cara y la sonrisilla oculta de su acompañante al tipo le pareció un chiste o una buena oportunidad para, maquiavélicamente, guardar el comentario “ofensivo” sobre un chico homosexual. Yo terminé encerrado en un cuarto y no pude salir de allí hasta que nos enviaron a los brazos de mamá como se tira a la basura un racimo de frutas podridas.
¿Cómo le podía explicar a mi padre que no soy gay y que solo estaba complaciendo a mis hermanas? Imposible, era más fácil asumir el papel de algo que no soy. Pero…¿Quién ha visto un revolucionario con un hijo homosexual? Es ilógico, entonces para combatir mis débiles actuaciones, me echaron al ruedo de los deportes violentos: boxeo, karate, judo, natación, equitación, tiro y todo ese tipo de cosas que supuestamente convierten a un niño en hombre rudo.
Basta con decir que mis tardes se iluminaron con estrellitas al ver y recibir un maratón de puñetazos, patadas, caídas y fracturas hasta que me travistieron en un macho, mujeriego, varón, heterosexual, masculino con el único defecto de orinar sentado y secarme la punta del rabo después de terminar para no mojar los pantalones porque tampoco soporto la ropa interior, las cadenas, los pulsos, los grilletes ni nada que me ate aunque mi Superman lo intente.
Como ya escribí antes, mi vida es un sueño de hadas. No me gustan los conflictos, me río de mí y de mi vida; y de las cosas de aquellos que como Superman se esconden tras poderes, gestos o disfraces intentando impresionar. Porque aunque por momentos lo logren, solo son un bulto de egocéntricos peligrosos que temen mirarse los ojos frente a un espejo y hacerse un par de preguntas tontas: ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido?
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